Agradecimientos
Quiero dar las gracias a todas las personas que han colaborado en la creación de este libro, y especialmente a Kathleen M. Horton, de la Universidad de Harvard, y a Robert Weil, de Liveright Ht Publishing Corporation, por su asesoramiento y apoyo; y a James T. Costa por su indispensable resumen de los diferentes pasos de la evolución de los artrópodos que condujeron a la etapa eusocial de la evolución.
La búsqueda de nuestra génesis
La clave para la supervivencia de la humanidad a largo plazo depende de que comprendamos completa y apropiadamente, no solo los últimos tres mil años de historia, ni los diez mil años de civilización que empezaron con la revolución neolítica, sino también los doscientos mil años anteriores durante los que apareció el Homo sapiens. E incluso más atrás, a lo largo de millones de años durante los que se desarrolló el linaje prehumano. Comprendiendo todos estos hechos, debería ser posible responder con seguridad a la pregunta fundamental de la filosofía: ¿qué fuerza nos creó? ¿Qué reemplazó a los dioses de nuestros antepasados?
Lo siguiente se puede afirmar con una certeza casi absoluta. Todas y cada una de las partes del cuerpo y la mente humanos tienen una base física que cumple con las leyes de la física y la química. Y, hasta donde podemos afirmar gracias a la constante investigación científica, todas ellas se originaron mediante la evolución por selección natural.
Y siguiendo con conceptos fundamentales: la evolución consiste en un cambio en la frecuencia de los genes en las poblaciones de las especies. Una especie se define (a menudo de forma imperfecta) como una población, o conjuntos de poblaciones, cuyos miembros se reproducen libremente entre sí o son capaces de hacerlo en condiciones naturales.
La unidad de la evolución genética es el gen o la agrupación de genes interrelacionados. El blanco de la selección natural es el ambiente, dentro del cual la selección favorece una forma determinada de un gen dado (llamada alelo) sobre las demás formas (los demás alelos).
Durante la organización biológica de las sociedades, la selección natural siempre ha sido multinivel. Excepto en el caso de los «superorganismos», tal como se ve en algunas clases de hormigas y termitas, en las que los subordinados componen una clase trabajadora estéril, cada miembro compite con los demás miembros por el rango, los apareamientos y los recursos comunes. La selección natural opera simultáneamente al nivel de grupo, influyendo en lo bien que cada uno de ellos se desenvuelve en competición con otros grupos. Si los individuos forman o no grupos en primer lugar, y cómo lo hacen, y si la organización crece en complejidad, y hasta qué punto lo hace, todo ello depende de los genes de sus miembros y del ambiente en el que el destino los situó. Para comprender cómo la selección multinivel forma parte de las leyes de la evolución, primero hay que entender qué son esos niveles. La evolución biológica se define generalmente como cualquier cambio en la constitución genética de una población. La población está constituida por los miembros que se reproducen libremente, ya sea de toda una especie o de un segmento geográfico de la especie. Se dice que los individuos que se reproducen libremente en condiciones naturales constituyen una especie. Ese sería el caso de los europeos, africanos y asiáticos (cuando no están separados por la cultura), por lo que todos somos miembros de la misma especie. En cautividad se pueden conseguir híbridos de leones y tigres, pero eso no ocurrió nunca cuando vivieron juntos en la naturaleza del sur de Asia. Por lo tanto, se considera que son especies diferentes.
La selección natural, la fuerza impulsora de la evolución biológica tanto en la selección individual como en la de grupo, se puede resumir en una única frase: la mutación propone, el ambiente dispone. Las mutaciones son cambios aleatorios en los genes de una población. Se pueden producir por diversas razones. Primero, por una alteración en la secuencia de las letras que componen el ADN de los genes; segundo, por cambios en el número de copias de los genes en los cromosomas, o tercero, por un cambio en la ubicación de los genes en los cromosomas. Si los rasgos codificados por una mutación resultan ser favorables, en el ambiente en el que se halla el organismo, para la supervivencia y reproducción del organismo que la porta, el gen mutante se multiplicará y esparcirá a lo largo de la población. Si, por otro lado, los rasgos resultan ser desfavorables en ese ambiente, el gen mutante estará presente en una frecuencia muy baja o llegará a desaparecer por completo.
Imaginemos un ejemplo con el que explicarlo de forma sencilla (aunque ningún ejemplo real es tan simple como los utilizados en los libros de texto). Empezamos con una población de aves que tiene un 80 % de individuos con los ojos verdes y un 20 % con ojos rojos. Las aves con los ojos verdes tienen una menor mortalidad y, por lo tanto, dejan más descendencia en la siguiente generación. Como resultado de ello, la siguiente generación de la población de aves ha cambiado en el porcentaje de individuos con ojos verdes, que ahora es del 90 %, frente al 10 % que tiene ojos rojos. Se ha producido una evolución mediante selección natural.
Para comprender el proceso evolutivo es muy importante responder de una forma científica a dos preguntas inevitables. La primera tiene que ver con la variación en cualquier rasgo que se puede medir, como el tamaño, el color, la personalidad, la inteligencia y la cultura: ¿cuánta es debido a la herencia y cuánta al ambiente? No es lo uno o lo otro. Lo que se produce es lo que llamamos heredabilidad, la cual mide la cantidad de variación, en una población concreta en un momento concreto, que es debida a factores genéticos. El color de los ojos tiene casi una heredabilidad completa. Es correcto decir que el color de los ojos es «hereditario» o «genético». Por otro lado, el color de la piel tiene una heredabilidad alta pero no completa; depende de la genética, aunque también de la cantidad de exposición al sol y a los protectores solares. La personalidad y la inteligencia tienen una heredabilidad media. Puede aparecer un genio extrovertido en el seno de una familia pobre y carente de educación, y un zopenco malhumorado en una familia acaudalada y privilegiada. La educación, adecuada a las necesidades y al potencial de todos sus miembros, es la clave para que una sociedad sea saludable.
¿Existen suficientes diferencias genéticas (alta heredabilidad) entre las poblaciones humanas para que las distingamos como razas (o, dicho de una forma más técnica, subespecies)? Saco a relucir este tema porque la raza sigue siendo un campo de minas por el que pasan a trompicones tanto los científicos de izquierdas como los de derechas. La solución al problema es rodear el campo de minas y tratarlo de una forma más racional para sacar de él alguna conclusión útil. Las razas se definen como poblaciones y, como consecuencia de ello, casi siempre son arbitrarias. A menos que la población esté separada geográficamente y hasta cierto punto aislada, resulta bastante inútil diferenciar razas. La razón es que cuando los rasgos genéticos cambian a lo largo de la distribución geográfica de una especie, casi siempre lo hacen de forma discordante. Por ejemplo, el tamaño puede variar de norte a sur, el color de este a oeste, y la preferencia por una dieta puede seguir un patrón a lunares a lo largo de toda la distribución de la especie. Y ocurre lo mismo con otros rasgos genéticos, hasta que el patrón auténtico de la variación geográfica se divide irremediablemente en un gran número de «razas» con pocos miembros.
Los científicos ya no creen que la evolución sea una teoría sino un hecho probado. Y gracias a la observación sobre el terreno y a la experimentación se ha demostrado convincentemente que la selección natural de mutaciones aleatorias es la gran impulsora de la evolución.