EDWARD O. WILSON
El autor en Gulf Shores, Alabama. Fotografía de Alex Harris
Ralph L. Chermock y William L. Brown
Presentación
La literatura epistolar no es infrecuente, pero menudea más en los campos de la ficción o, en los de la no ficción, tanto en los descriptivos (por ejemplo, geográfica, etnográfica o biográfica) como en el ensayo: hay una larga lista de autores, desde Montesquieu a Voltaire pasando por Bécquer, Jovellanos y Ganivet. Las cartas fingidas son una buena excusa para acotar el espacio y el tiempo, o bien para dedicarlas a países, culturas o personajes diferentes. El estilo epistolar permite, además, introducir, en un texto general descriptivo y que puede ser impersonal, referencias muy personales. Se establece así un diálogo (un monólogo, de hecho, porque el destinatario de la misiva, el lector u otra persona, es interpelado pero no puede terciar en el discurso) mucho más vivo que una narrativa o ensayo genéricos.
Pero no son tan comunes las obras que aprovechan el modelo epistolar para instruir al lector, especialmente al joven, en alguna de las artes o las ciencias que el autor (generalmente consagrado) cultiva. Cabe mencionar aquí a Rilke y sus Cartas a un joven poeta, y toda una larga serie de recomendaciones a pianistas, gimnastas, jóvenes, afroamericanos, médicos y tutti quanti. En el campo de la biología son famosas las Biologische Briefe an eine Dame, de Von Uexküll y, entre nosotros, las Cartes sobre la història dela ciència y su versión aggiornata, Cartas a Nuria: historiade la ciencia, de Ramon Parès. Estoy convencido de que Los tónicos de la voluntad, de Ramón y Cajal, no tiene la forma epistolar porque el ilustre histólogo no quería perder el tiempo en florituras estilísticas, pero su libro es un magnífico manual de uso para triunfar en ciencia.
No es, pues, nueva, la aproximación que hace Edward O. Wilson en Cartas a un joven científico (2013), que he tenido el privilegio (y el placer) de traducir para acercarla al público hispanohablante. En realidad, Wilson ya inauguró esta aproximación epistolar en La creación (2006), en la que el destinatario era un pastor baptista (pero que podría haber sido cualquier otro hombre de Dios, de Alá o de cualquier credo religioso) al que se pedía la colaboración de la religión para ayudar a solucionar uno de los grandes problemas que la ciencia y la política, por sí solas, no parecen poder resolver: la preservación de la biodiversidad.
Puede sorprender (y a algún crítico le ha sucedido, y lo comenta estupefacto) que Wilson base casi todos sus lúcidos consejos en casos de estudio de sus sujetos preferidos: las hormigas, primero, y la biodiversidad, después. Estas cartas, ¿tendrían el mismo tono, la misma intensidad, se podría extraer de ellas las mismas recomendaciones, si el remitente fuera un químico, un médico, un historiador, un economista o un ingeniero? ¿No habrá quedado diluida una buena parte de su mérito, la experiencia de la larguísima dedicación de toda una vida a un sector muy concreto de la ciencia y la investigación, en la especialización en este sector? ¿No serán estas cartas únicamente válidas para ecólogos, entomólogos y mirmecólogos?
Me satisface decir que no, en absoluto. Es natural que Wilson saque partido de su experiencia de naturalista, de ecólogo y de entomólogo, y que sus ejemplos giren alrededor de las hormigas. Su estudio lo ha convertido en el excelente investigador que es, y no se entendería que las referencias que hace a otras ciencias y disciplinas y los ejemplos que de ellas extrae fueran mayoritarios en el texto. Uno de los grandes méritos del libro es, precisamente, haber sabido destilar, de la experiencia del autor y también de la de sus colegas, la mayor parte de los principios que, de forma explícita los primeros, e implícita los demás, se convierten en recomendaciones fundamentales para los jóvenes investigadores, en esta época tan difícil que es la de iniciar una vida (exitosa, si puede ser) en la ciencia.
Wilson es un naturalista especializado en un campo muy concreto de la ciencia, pero sus consejos se dirigen a los jóvenes de cualquiera de las disciplinas de las ciencias y de las humanidades; los consejos, las reflexiones, las advertencias, son de uso general. El lector hará bien en olvidar la especialización del autor y fijarse en el concentrado de sus consejos y reflexiones. Este ejercicio es también recomendable en otra de las muchas obras seminales de Wilson, La conquista social de la tierra (2012), en la que puede sorprender que se emplee la evolución de la organización social de los insectos para entender la nuestra.
He disfrutado leyendo Cartas a un joven científico, y puedo decir lo mismo de los demás libros de Wilson, tanto de su monumental Sociobiología: la nueva síntesis (1975) como del autobiográfico El naturalista (1994). Y todavía he disfrutado más traduciendo media docena de sus libros, al español y alguno al catalán; la satisfacción de hacer de truchimán de una autoridad mundial de la biodiversidad para un público propio es algo impagable.
Aunque el calificativo de joven investigador ya hace algunas décadas que no me cuadra, me ha complacido, al leer y traducir estas Cartas…, ver en retrospectiva que, sin que me lo hubiera planteado conscientemente, mi propia carrera científica se ha desarrollado como si hubiera seguido todos y cada uno de los consejos del sabio de Mobile (con resultados modestos comparados con los suyos). Quiero decir que comparto absolutamente sus consejos, desde los que desmitifican la importancia de las matemáticas para iniciar una carrera científica hasta los que recomiendan hacerse un lugar en los ámbitos menos sólidos de la investigación; desde los que exaltan el atrevimiento basado en el conocimiento bien fundamentado hasta los que recuerdan que hay que buscar la colaboración de científicos versados en otras áreas de la ciencia; y, sobre todo, que es necesario que haya pasión en lo que se hace.
Wilson es un naturalista, y así se ha definido en su autobiografía, pero también es un humanista, como ha demostrado en varias ocasiones, pero en especial en Promethean Fire. Reflections on the Origin of Mind (1983, con Lumsden), Consilience: la unidad del conocimiento (1998) y La conquista social de la tierra, entre otros. No le son extrañas las aproximaciones más propias de la antropología social, de la neurociencia o de la filosofía. También en este libro trata, de manera breve pero precisa, algunos aspectos que podrían parecer secundarios o prescindibles en un vademécum del buen científico, como la dualidad (y la incompatibilidad) entre ciencia y religión, pero que no lo son.
Edward O. Wilson recibió el XIX Premi Internacional Catalunya, que otorga la Generalitat de Catalunya, en el año 2007, «por el conjunto de su actividad como naturalista, entomólogo, investigador y escritor, adalid en la reflexión sobre la ciencia, y por su defensa de la preservación del medio ambiente». En el discurso de recepción de este galardón, que se añadía a los muchos que ya tenía Wilson tanto por su excelencia investigadora como por la calidad literaria de sus libros, y como introducción a una defensa encendida de la diversidad biológica, Wilson nos recordaba que de la misma manera que él es un defensor de la biodiversidad: «No deberíamos ser menos conscientes de la diversidad cultural y lingüística […] cada cultura y cada lengua es una obra maestra, construida en su incomprensible belleza por la interacción de los humanos sobre su entorno».