Augusto Monterroso - Viaje al centro de la fábula
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- Libro:Viaje al centro de la fábula
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1981
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Viaje al centro de la fábula: resumen, descripción y anotación
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La audacia cautelosa
ADVIERTE García Márquez, refiriéndose a La Oveja negra y demás fábulas. «Este libro hay que leerlo manos arriba: su peligrosidad se funda en la sabiduría solapada y la belleza mortífera de la falta de seriedad». Sana advertencia porque el humor de Monterroso —que a veces se convierte en sátira— nos toca a todos por igual desde el momento en que respiramos, somos humanos, cometemos errores y caemos en actos ridículos. Pero detrás de la sátira hay en Monterroso un mar de la tranquilidad, duro y amargo, que revela sin pretender revelar, vida vivida y desencantos trasmutados en «sabiduría» del texto.
Después de treinta años de residir en México (1944 a 1953, 1956 hasta hoy), cabe preguntarse si el guatemalteco Monterroso —que vivió las vicisitudes políticas de su país, sufrió a Ubico, fue diplomático con Arévalo y Arbenz y luego exiliado— no pertenece ya a esta cultura, o mejor, si el mexicano Monterroso no tuvo acaso el accidente de nacer y vivir la adolescencia en Guatemala. De todos modos, pendiente o anulada la respuesta, lo cierto es que los libros de Monterroso, breves, escuetos y casi perfectos (Obras completas (y otros cuentos), 1959; La Oveja negra y demás fábulas, 1969, y Movimiento perpetuo, 1972) pertenecen a la literatura latinoamericana y dan el ejemplo singular de una coherencia vocacional que es, como el propio autor, difícil y huidiza, crítica y autocrítica, tímida y osada.
Jorge Ruffinelli Entre los escritores cautelosos pondría dos casos: el de Borges y el tuyo. Durante un tiempo Borges no escribió directamente narrativa sino formas oblicuas de narración, porque, según él, lo intimidaba la literatura. ¿Por qué eres cauteloso tú?
Augusto Monterroso. Por miedo.
—¿A qué atribuyes ese miedo?
—Tal vez a que soy autodidacto y a que nunca he creído ser escritor. Todavía ahora cuando me enfrento a la tarea de escribir algo lo hago como lo hacía a los diecinueve o veinte años: completamente desarmado. Nunca he podido superar ese miedo que tú llamas cautela.
—Lo curioso es que tu humor y la soltura de tu estilo saben esconder muy bien ese miedo.
—Los animales muy cautelosos se disfrazan, o se mimetizan; pretenden ser otra cosa. Probablemente yo me haya estado disfrazando de hormiga por el temor de presentar demasiado blanco ante el público o ante mis amigos. Quizá no tener estudios académicos me haya hecho así y de ahí parta todo.
—Entonces háblame de eso.
—Yo prácticamente no fui a la escuela, por lo menos no terminé la primaria. Cuando me di cuenta de esa carencia, a los dieciséis o diecisiete años, me asusté y traté de superarla yendo a leer a la Biblioteca Nacional de Guatemala, sin lograrlo. Subconscientemente todavía estoy haciendo la primaria, preparándome para la primaria. Quizá por eso me gusten tanto los textos escolares, sobre todo ahora que ciertas cosas mías aparecen en alguno que otro. Es una sensación extraña: los miras por casualidad y de pronto te encuentras allí, e incluso te piden que señales tus propios pluscuamperfectos.
—¿Qué te llevó a tomar conciencia de esa necesidad?
—Bueno, lo que nos lleva a muchos a leer o a escribir: ciertas incapacidades físicas para compartir otras experiencias de muchacho: los juegos, los deportes. Inhabilidades, timidez, timideces. De niño fui malo para correr, para cualquier ejercicio, para nadar. Siempre recuerdo a alguien, sobre todo a mi hermano, sacándome del río una y otra vez, medio ahogado. De pronto, al llegar a la adolescencia me encontré con que carecía ya no sólo de educación sino de cosas tan elementales como zapatos presentables ante las muchachas de que te enamoras y, como consecuencia, de otras cosas necesarias, como soltura o audacia para agarrarles la mano. Entonces te refugias en los libros, o en billares de mala muerte. Por otra parte, yo suponía que cualquiera que hubiera hecho una carrera forzosamente lo sabía todo. Con el tiempo me he ido dando cuenta de que eso no siempre es así pero en ese momento yo sentí la necesidad de saber algo y de empezar por los nombres más universalmente conocidos. La idea era ésta: con sólo mirarme, ese señor se va a dar cuenta de que no he leído a Cervantes, a Dante, a Calderón de la Barca, para no hablar de Gracián y Andrés Bello y don Juan Manuel y… Medio pesadilloso, ¿no crees? Pero en fin, así era y así sigue siendo. Hace apenas unos años trabajé en la edición de las Obras completas de Alfonso Reyes corrigiendo las pruebas de galera. Nunca me atreví a ver personalmente a don Alfonso por el temor de que de pronto me preguntara: «Oiga, Fulano, ¿se acuerda de tal verso de Tirso de Molina?», y yo naturalmente no lo supiera. Qué le vamos a hacer.
—De modo que un sentimiento de gran carencia despertó en ti una gran ambición.
—No necesariamente ambición. Sólo me hizo sentir cada vez más pequeño ante la literatura. Los modelos que yo veía eran tan inmensos que de ahí puede venir esa cautela que señalas.
—¿Dejaste la escuela por necesidad de trabajar?
—La escuela la dejé por aburrimiento, por pereza y por, ¿otra vez?, por miedo. Por necesidad económica comencé a trabajar desde los quince años.
—¿En cosas muy ajenas a tu inclinación?
—Si yo tenía alguna inclinación, no lo sabía. Trabajé en una carnicería desde los dieciséis años hasta los veintidós, o algo así, absolutamente todos los días del año, excepto el Jueves Santo, porque el Viernes Santo no se vendía carne. Durante más de dos años mi trabajo comenzó a las cuatro de la mañana, excepto ese jueves increíble. Caminaba hasta el rastro unas cuarenta cuadras, lo que ahora veo como un gran bien: tal vez durante esas madrugadas comencé a reflexionar en lo que leía. Durante el resto del día se presentaba la oportunidad de robar bastante tiempo para leer. Todavía despierto con la pesadilla de que los patrones me sorprenden leyendo. Estudiaba gramática y latín (llegué hasta rosa rosae) y trataba furtivamente de traducir cosas de Horacio, de Fedro. Por cierto que encontré un jefe sumamente amable, de nombre Alfonso Sáenz, que me regaló libros, entre otros las obras de Shakespeare, en las ediciones de Blasco Ibáñez. También me dio a leer a Lord Chesterfield, con quien creo que comencé a tener una idea de lo que era la buena literatura. Este señor me hablaba también de Juvenal y me hizo leer las novelas de Victor Hugo y creo que hasta las cartas de Madame de Sevigné. Nunca lo he vuelto a ver ni a saber de él.
—¿En esa época tu afición era sólo a leer o también a escribir?
—Solamente a leer. Era demasiado consciente de mi ignorancia como para intentar algo, aunque finalmente lo hice, creo que por 1941 o 42.
—Muchas veces, dados sus resultados, la enseñanza académica no es mejor que el aprendizaje por uno mismo.
—Ser autodidacto es aleatorio y uno ve cómo se las arregla, pero de ninguna manera es recomendable. Todo el mundo debería tener estudios serios. Yo no los hice por pobreza y por miedo a los exámenes. En realidad dejé la escuela por esto último, pero todavía lo estoy pagando.
—Quería preguntarte si eras un lector breve, como eres escritor breve; pero ya me lo has contestado y la respuesta es negativa: trataste de leer todo lo que tenías a la mano.
—Sí; soy más lector que escritor. Dedico muy poco tiempo a escribir.
—¿Cómo te sientes ante Proust, Mann o Musil, autores de muy amplia obra, como lector?
—Como de costumbre, a Mann y a Proust comencé a leerlos por cierta obligación, pero terminé por tomarles el gusto, sobre todo a Thomas Mann, a quien leíamos más en los cuarentas. Remontar La montaña mágica mientras veía pasar frente a mí los cuartos de las reses fue maravilloso. Proust se afianzó más tarde. Necesité otro ambiente y otro tiempo para acostumbrarme a su ritmo.
—¿Te interesa la novela, como lector?
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