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Jacques Rancière - La fábula cinematográfica

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Jacques Rancière La fábula cinematográfica
  • Libro:
    La fábula cinematográfica
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2001
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La fábula cinematográfica: resumen, descripción y anotación

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[1] Cito a partir del texto escrito de Histoire(s) du cinéma, París, Gallimard, 1998, t. 4, págs. 78-85.

[2] Para refrescar la memoria sobre las restantes alusiones de Godard, Montgomery Clift interpreta en Yo confieso (I Confess, 1953) el papel de un sacerdote acusado de un crimen cuyo verdadero culpable conoce pero no puede revelar a causa del secreto de confesión. El bolso de mano es el que, en Psicosis (Psycho, 1961), contiene el dinero robado por Marion (Janet Leigh), quien para su desgracia se detendrá en el motel Bates, donde será asesinada por Norman Bates (Anthony Perkins). En La sombra de una duda (The Shadow of a Doubt, 1942), Teresa Wright interpreta el papel de la joven Charlie, enamorada de su tío y homónimo, el asesino de damas encarnado por Joseph Cotten. El autobús en el desierto es el que espera Roger Thornhill (Cary Grant), a quien sus enemigos conducen a una trampa en Con la muerte en los talones (North by Northwest, 1959). En Extraños en un tren (Strangers on a Train, 1951), el asesinato de Miriam Haines perpetrado por Bruno (Roberl Walker) aparece reflejado en los cristales de sus gafas. Por último, la partitura pertenece al suspense de El hombre que sabía demasiado (The Man Who Knew Too Much, 1934 y 1956), donde se ha planeado asesinar a un diplomático durante un concierto en el Alberl Hall.

[3]Histoire(s) du cinéma, op. cit., t. 4, págs. 99-120.

[4] Élie Faure, Histoire de l’art, París, Hachette, col. «Le Livre de Poche», 1976, t. 4, págs. 98-109.

[5]Histoire(s) du cinéma, op. cit., t. 1, págs. 131-132.

Prólogo.
Una fábula contrariada

«En general, el cine traduce mal la anécdota. Y en él la “acción dramática” es un contrasentido. El drama que actúa está ya resuelto a medias y se desliza por la pendiente curativa de la crisis. La verdadera tragedia está en suspenso. Amenaza a todos los rostros. Está en el visillo de la ventana y en el cerrojo de la puerta. Cada gola de tinta puede hacerla florecer en la punta de la estilográfica. Se disuelve en el vaso de agua. Toda la habitación se satura de drama en todas sus fases. El cigarro puro humea como una amenaza sobre la garganta del cenicero. Polvo de traición. La alfombra despliega unos emponzoñados arabescos y tiemblan los brazos del sillón. El sufrimiento está ahora en sobrefusión. Espera. Aún no se ve nada, pero el cristal trágico que creará el bloque del drama ha caído en algún lugar. Su onda avanza. Círculos concéntricos. Corre de relé en relé. Segundos.

»Suena el teléfono. Todo está perdido.

»Entonces, hasta ese punto le interesa a usted saber si se casan al final. Pero ES QUE NO HAY películas que acaben mal, y uno entra en la felicidad siguiendo el horario previsto.

»El cine es verdad. Una historia es una mentira.»

Estas líneas de Jean Epstein ponen de relieve el problema planteado por la noción de fábula cinematográfica. Escritas en 1921 por un joven de veinticuatro años, dan la bienvenida bajo el título de Bonjour cinéma a la revolución artística de la que, según él, el cine es portador. Sin embargo, los términos con los que Jean Epstein sintetiza esa revolución parecen invalidar el propósito mismo del libro: el cine es al arte de las historias lo que la verdad a la mentira. Con ello no sólo está diciendo adiós a la infantil espera del desenlace del cuento, con su boda y sus muchos hijos, sino a la «fábula» en sentido aristotélico, a la orquestación de acciones necesarias o verosímiles que, mediante la ordenada construcción del nudo y el desenlace, permite que los personajes pasen de la felicidad a la infelicidad o de la infelicidad a la felicidad. Esta lógica de las acciones ordenadas definía no sólo el poema trágico, sino la idea misma de expresividad del arte. Pero este joven nos dice que esa lógica es ilógica. Que contradice a la vida que aspira a imitar. La vida no conoce historias. No conoce acciones orientadas hacia un fin concreto, sólo situaciones abiertas en todas direcciones. No conoce progresiones dramáticas, sólo un movimiento largo, continuo, constituido por infinidad de micro-movimientos. Finalmente, esa verdad de la vida ha encontrado el arte capaz de explicarla: el arte donde la inteligencia que inventa reveses de la fortuna y voluntades en conflicto se somete a otra inteligencia, la inteligencia de la máquina que no quiere nada ni construye historias sino que registra esa infinidad de movimientos que hace a un drama cien veces más intenso que cualquier revés dramático de la fortuna. En el principio del cine se encuentra un artista «escrupulosamente honesto», un artista que ni engaña ni puede engañar, pues no hace otra cosa que registrar. Ese registro, sin embargo, ya no es esa reproducción idéntica de las cosas que Baudelaire consideraba la negación de la invención artística. El automatismo cinematográfico dirime la querella entre el arte y la técnica al modificar el propio estatuto de lo «real». No reproduce las cosas tal y como se ofrecen a la mirada. Las registra tal y como el ojo humano no las ve, tal y como se presentan al ser, en estado de ondas y vibraciones, antes de ser cualificadas como objetos, personas o acontecimientos identificables por sus propiedades descriptivas y narrativas.

Por esta razón, el arte de las imágenes en movimiento se encuentra en condiciones de invertir la vieja jerarquía aristotélica, que privilegiaba el muthos —la racionalidad de la trama— y desvalorizaba el opsis, el efecto sensible del espectáculo. No es sólo que el arte de lo visible se haya anexado, merced al movimiento, la capacidad de relatar. Ni tampoco que una técnica de la visibilidad haya sustituido al arte de imitar las formas visibles. Es el acceso abierto a una verdad interior de lo sensible, que resuelve las querellas de prioridad entre las artes y los sentidos porque antes que nada resuelve la gran querella entre el pensamiento y lo sensible. Si el cine revoca el viejo orden mimético, es porque resuelve la cuestión de la mimesis en su raíz: la denuncia platónica de las imágenes, la oposición entre la copia sensible y el modelo inteligible. Epstein nos dice que lo que ve y transcribe el ojo mecánico es una materia equivalente al espíritu, una inmaterial materia sensible hecha de ondas y corpúsculos. Esa materia elimina cualquier oposición entre las engañosas apariencias y la realidad sustancial. El ojo y la mano que pugnan por reproducir el espectáculo del mundo, el drama que explora los resortes secretos del alma, pertenecen al arte del pasado porque pertenecen a la ciencia del pasado. La escritura del movimiento mediante la luz reduce la materia de ficción a la materia sensible. Reduce la negrura de las traiciones, la ponzoña de los crímenes o la angustia de los melodramas a la suspensión de las motas de polvo, al humo de un cigarro o a los arabescos de una alfombra. Y reduce estos últimos a los movimientos íntimos de una materia inmaterial. Ése es el nuevo drama que ha encontrado con el cine a su artista. El pensamiento y las cosas, el exterior y el interior quedan atrapados en una misma textura, indistintamente sensible c inteligible. En la frente queda inscrito el pensamiento «con pinceladas de amperios» y el amor de la pantalla «contiene lo que ningún amor había contenido hasta ahora: su parte justa de ultravioleta».

Es obvio que esta visión pertenece a un tiempo distinto del nuestro. Varias son, sin embargo, las maneras que tenernos de medir esa distancia. La primera es nostálgica. Consiste en comprobar que, si dejamos a un lado la fortaleza incombustible del cine experimental, la realidad del cine lleva mucho tiempo traicionando la hermosa esperanza de una escritura lumínica, oponiendo la presencia íntima de las cosas a unas fábulas y personajes de antaño. El joven arte cinematográfico no sólo ha renovado el viejo arte de las historias, sino que se ha convenido en su guardián más fiel. No sólo empleó sus poderes visuales y sus medios experimentales para ilustrar viejas historias de conflictos de intereses y desventuras amorosas: las puso al servicio de una restauración de todo el orden representativo postergado por la literatura, la pintura y el teatro. Restauró tramas y personajes típicos, códigos expresivos y viejos resortes del

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