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Thomas S. Kuhn - La tensión esencial

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Thomas S. Kuhn La tensión esencial
  • Libro:
    La tensión esencial
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1977
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I. LAS RELACIONES ENTRE LA HISTORIA Y LA FILOSOFÍA DE LA CIENCIA

EL TEMA sobre el que se me ha pedido que les hable hoy es el de las relaciones entre la historia y la filosofía de la ciencia. Para mí, más que para la mayoría, tiene este tema una significación profunda, así en lo personal como en lo intelectual. Me presento ante ustedes como historiador de la ciencia. Mis estudiantes, en su mayoría, desean ser historiadores, no filósofos. Y yo soy miembro de la Asociación Norteamericana de Historia, no de la de filosofía. Pero casi durante diez años, después de que descubrí la filosofía cuando acababa de entrar a la universidad, tal disciplina fue mi principal interés fuera de la carrera, y repetidas veces estuve considerando convertirla en mi vocación, haciendo a un lado la física teórica, el único campo en el cual tengo una formación completa. Durante esos años, que se prolongaron hasta más o menos 1948, nunca se me ocurrió que la historia o la historia de la ciencia pudieran tener el menor interés. Para mí, entonces, como para la mayoría de los científicos y filósofos todavía, el historiador era un hombre que recoge y verifica hechos acerca del pasado y que luego los ordena cronológicamente. Es evidente que la producción de crónicas tendría poco atractivo para algunos de ellos cuya actividad fundamental gira en torno de la inferencia deductiva y la teoría fundamental.

Más adelante veremos por qué la imagen del historiador como cronista tiene tan especial encanto tanto para los filósofos como para los científicos. Su atracción, tan continua como selectiva, no se debe ni a una mera coincidencia ni a la naturaleza de la historia y, por consiguiente, puede resultar especialmente reveladora. Pero hasta este momento mi tema sigue siendo autobiográfico. Lo que me hizo pasar tardíamente de la física y la filosofía a la historia fue el descubrimiento de que la ciencia, leída en sus fuentes, parecía una empresa muy distinta de la que se halla implícita en la pedagogía de la ciencia y explícita en los escritos filosóficos comunes y corrientes sobre el método científico. Asombrado, me di cuenta de que la historia podía serle útil ál filósofo de la ciencia y quizá también al epistemólogo, y todo ello de maneras que trascendiesen su papel clásico de fuente de ejemplos relativos a posiciones ocupadas de antemano. Es decir, podría ser una muy especial fuente de problemas e inspiración. Por lo tanto, aunque me convertí en historiador, en el fondo mis intereses continuaron siendo filosóficos, y en los últimos años dichos intereses se han venido manifestando cada vez con más claridad en los trabajos que he publicado. Hasta cierto punto, pues, hago tanto historia como filosofía de la ciencia. Pienso, desde luego, en la relación que hay entre ellas, pero también vivo esa relación, lo que son dos cosas distintas. Esa dualidad de mis intereses se reflejará inevitablemente en la forma en que ataque el tema de hoy. Mi plática se dividirá en dos partes muy diferentes, pero muy relacionadas. La primera es un informe, bastante personal, de las dificultades que se encuentran en todo intento por unificar los dos campos mencionados. La segunda parte, referente a problemas más explícitamente intelectuales, se refiere a que esa aproximación <> conjunción vale íntegramente el especial esfuerzo que exige.

A pocos de los miembros de este público habrá necesidad de explicarles que, por lo menos en los Estados Unidos, la historia y la filosofía de la ciencia son disciplinas separadas y distintas. Permítaseme, desde el principio, exponer las razones para insistir en que debe mantenerse tal separación. Aunque es necesaria una nueva clase de diálogo entre esos dos campos, tal diálogo debe ser interdisciplinario y no intradisciplinario. Quienes saben de mi participación en el Programa de Historia y de Filosofía de la Ciencia de la Universidad de Princeton tal vez encuentren extraña mi insistencia en que no hay tal campo. En Princeton, sin embargo, los historiadores y los filósofos de la ciencia llevan cursos diferentes —pero que coinciden parcialmente—, presentan diferentes exámenes generales, y reciben sus grados de departamentos diferentes, ya el de historia, ya el de filosofía. Lo que resulta particularmente admirable en ese diseño es que brinda una base institucional para un diálogo entre campos distintos, sin subvertir la base disciplinaria de ninguno de ellos.

Creo que el término de subversión no es demasiado fuerte para el probable resultado de cualquier intento por hacer uno solo de ambos campos. Éstos difieren en varias de sus principales características constitutivas, de las cuales la más general y evidente es la relativa a sus objetivos. El producto final de la mayor parte de la investigación histórica es una narración acerca de hechos particulares del pasado. Es, en parte, una descripción de lo que ocurrió —una mera descripción suelen decir los filósofos y científicos. Su éxito depende, sin embargo, no sólo de la exactitud sino también de la estructura. La narración histórica debe hacer plausibles y comprensibles los acontecimientos que describe. En cierto sentido, al cual volveré más tarde, la historia es una empresa explicatoria; y, a pesar de ello, sus funciones explicatorias las logra sin recurrir casi a generalizaciones explícitas. (Señalaré aquí, para ampliarlo más adelante, que cuando los filósofos discuten acerca del papel de las leyes de la historia, lo característico es que extraigan sus ejemplos del trabajo de economistas y sociólogos, no de historiadores. En los escritos de estos últimos, es muy difícil encontrar generalizaciones del tipo de las leyes.) El filósofo, por otra parte, trata ante todo de llegar a generalizaciones explícitas y especialmente a las que poseen validez universal. No es un narrador verídico o falso. Su objetivo es descubrir y establecer lo que es verdad en todo tiempo y lugar, antes que hacer inteligible lo que ocurrió en un tiempo y un lugar determinados.

Todos ustedes querrán articular y precisar esas vastas generalizaciones, pero algunos de ustedes reconocerán que surgen entonces graves problemas de distinción. Y unos cuantos se percatarán de que las distinciones de esta naturaleza son por completo vacías; por lo tanto me aparto de ellas para pasar a sus consecuencias. Son éstas las que hacen importante la distinción de objetivos. Decir que la historia de la ciencia y la filosofía de la ciencia tienen objetivos diferentes es sugerir que no hay nadie que pueda practicarlas al mismo tiempo. Pero no se sugiere que haya dificultades tan grandes que no puedan ser practicadas alternadamente, trabajando de tiempo en tiempo en problemas históricos y de cuando en cuando sobre problemas filosóficos. Como es obvio que mi manera de trabajar es esta última, creo firmemente que tal cosa puede hacerse. A pesar de todo, es importante reconocer que en cada cambio hay de por medio una dislocación personal, al abandonar una disciplina por otra con la que no es del todo compatible la primera. Si al mismo tiempo se le enseñaran a un estudiante ambas disciplinas se correría el riesgo de que no aprendiera ninguna de ellas. Convertirse en filósofo es, entre otras cosas, adquirir una particular actitud mental hacia la evaluación tanto de problemas como de las técnicas relativas a la solución de aquéllos. Aprender a ser historiador es algo que exige también una determinada actitud mental, pero el resultado de las dos experiencias de aprendizaje no es el mismo. Tampoco, creo, es un compromiso posible, pues presenta problemas de la misma clase que el compromiso entre el pato y el conejo del bien conocido diagrama gestaltiano. Si bien la mayoría de la gente puede ver alternada y fácilmente el pato y el conejo, no hay ninguna cantidad de ejercicio y esfuerzo ocular que produzca un pato-conejo.

Esa idea de la relación entre empresas cognoscitivas no fue la única que se me ocurrió en la época de mi conversión a la historia, hace unos veinte años. Proviene, más bien, de muchas experiencias, algunas dolorosas, lo mismo como profesor que como escritor. En la primera de estas dos funciones, por ejemplo, he impartido seminarios para graduados en los que futuros historiadores y filósofos leen y discuten los mismos trabajos clásicos sobre ciencia y filosofía. Ambos grupos fueron concienzudos y ambos realizaron minuciosamente sus tareas; pero muchas veces fue difícil creer que ambos grupos habían trabajado con los mismos textos. Es indudable que los dos grupos habían mirado los mismos signos, pero habían sido adiestrados —o, si se quiere, programados— para procesarlos de modos diferentes. Inevitablemente, fueron los signos procesados —por ejemplo, sus notas de lectura o sus recuerdos del texto—, antes que los propios signos, los que constituyeron la base de sus informes, paráfrasis y contribuciones a la discusión.

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