I. Introducción: un papel para la historia
SI SE CONSIDERA a la historia como algo más que un depósito de anécdotas o cronología, puede producir una transformación decisiva de la imagen que tenemos actualmente de la ciencia. Esa imagen fue trazada previamente, incluso por los mismos científicos, sobre todo a partir del estudio de los logros científicos llevados a cabo, que se encuentran en las lecturas clásicas y, más recientemente, en los libros de texto con los que cada una de las nuevas generaciones de científicos aprende a practicar su profesión. Sin embargo, es inevitable que la finalidad de esos libros sea persuasiva y pedagógica; un concepto de la ciencia que se obtenga de ellos no tendrá más probabilidades de ajustarse al ideal que los produjo, que la imagen que pueda obtenerse de una cultura nacional mediante un folleto turístico o un texto para el aprendizaje del idioma. En este ensayo tratamos de mostrar que hemos sido mal conducidos por ellos en aspectos fundamentales. Su finalidad es trazar un bosquejo del concepto absolutamente diferente de la ciencia que puede surgir de los registros históricos de la actividad de investigación misma.
Sin embargo, incluso a partir de la historia, ese nuevo concepto no surgiría si continuáramos buscando y estudiando los datos históricos con el único fin de responder a las preguntas planteadas por el estereotipo no histórico que procede de los libros de texto científicos. Por ejemplo, esos libros de texto dan con frecuencia la sensación de implicar que el contenido de la ciencia está ejemplificado solamente mediante las observaciones, leyes y teorías que se describen en sus páginas. De manera casi igual de regular, los mismos libros se interpretan como si dijeran que los métodos científicos son simplemente los ilustrados por las técnicas de manipulación utilizadas en la reunión de datos para el texto, junto con las operaciones lógicas empleadas para relacionar esos datos con las generalizaciones teóricas del libro de texto en cuestión. El resultado ha sido un concepto de la ciencia con profundas implicaciones sobre su naturaleza y su desarrollo.
Si la ciencia es la constelación de hechos, teorías y métodos reunidos en los libros de texto actuales, entonces los científicos son hombres que, obteniendo o no buenos resultados, se han esforzado en contribuir con alguno que otro elemento a esa constelación particular. El desarrollo científico se convierte en el proceso gradual mediante el que esos conceptos han sido añadidos, solos y en combinación, al caudal creciente de la técnica y de los conocimientos científicos, y la historia de la ciencia se convierte en una disciplina que relata y registra esos incrementos sucesivos y los obstáculos que han inhibido su acumulación. Al interesarse por el desarrollo científico, el historiador parece entonces tener dos tareas principales. Por una parte, debe determinar por qué hombre y en qué momento fue descubierto o inventado cada hecho, ley o teoría científica contemporánea. Por otra, debe describir y explicar él conjunto de errores, mitos y supersticiones que impidieron una acumulación más rápida de los componentes del caudal científico moderno. Muchas investigaciones han sido encaminadas hacia estos fines y todavía hay algunas que lo son.
Sin embargo, durante los últimos años, unos cuantos historiadores de la ciencia han descubierto que les es cada vez más difícil desempeñar las funciones que el concepto del desarrollo por acumulación les asigna. Como narradores de un proceso en incremento, descubren que las investigaciones adicionales hacen que resulte más difícil, no más sencillo, el responder a preguntas tales como: ¿Cuándo se descubrió el oxígeno? ¿Quién concibió primeramente la conservación de la energía? Cada vez más, unos cuantos de ellos comienzan a sospechar que constituye un error el plantear ese tipo de preguntas. Quizá la ciencia no se desarrolla por medio de la acumulación de descubrimientos e inventos individuales. Simultáneamente, esos mismos historiadores se enfrentan a dificultades cada vez mayores para distinguir el componente “científico” de las observaciones pasadas, y las creencias de lo que sus predecesores se apresuraron a tachar de “error” o “superstición”. Cuanto más cuidadosamente estudian, por ejemplo, la dinámica aristotélica, la química flogística o la termodinámica calórica, tanto más seguros se sienten de que esas antiguas visiones corrientes de la naturaleza, en conjunto, no son ni menos científicas, ni más el producto de la idiosincrasia humana, que las actuales. Si esas creencias anticuadas deben denominarse mitos, entonces éstos se pueden producir por medio de los mismos tipos de métodos y ser respaldados por los mismos tipos de razones que conducen, en la actualidad, al conocimiento científico. Por otra parte, si debemos considerarlos como ciencia, entonces ésta habrá incluido conjuntos de creencias absolutamente incompatibles con las que tenemos en la actualidad. Entre esas posibilidades, el historiador debe escoger la última de ellas. En principio, las teorías anticuadas no dejan de ser científicas por el hecho de que hayan sido descartadas. Sin embargo, dicha opción hace difícil poder considerar el desarrollo científico como un proceso de acumulación. La investigación histórica misma que muestra las dificultades para aislar inventos y descubrimientos individuales proporciona bases para abrigar dudas profundas sobre el proceso de acumulación, por medio del que se creía que habían surgido esas contribuciones individuales a la ciencia.
El resultado de todas estas dudas y dificultades es una revolución historiográfica en el estudio de la ciencia, aunque una revolución que se encuentra todavía en sus primeras etapas. Gradualmente, y a menudo sin darse cuenta cabal de que lo están haciendo así, algunos historiadores de las ciencias han comenzado a plantear nuevos tipos de preguntas y a trazar líneas diferentes de desarrollo para las ciencias que, frecuentemente, nada tienen de acumulativas. En lugar de buscar las contribuciones permanentes de una ciencia más antigua a nuestro caudal de conocimientos, tratan de poner de manifiesto la integridad histórica de esa ciencia en su propia época. Por ejemplo, no se hacen preguntas respecto a la relación de las opiniones de Galileo con las de la ciencia moderna, sino, más bien, sobre la relación existente entre sus opiniones y las de su grupo, o sea: sus maestros, contemporáneos y sucesores inmediatos en las ciencias. Además, insisten en estudiar las opiniones de ese grupo y de otros similares, desde el punto de vista —a menudo muy diferente del de la ciencia moderna— que concede a esas opiniones la máxima coherencia interna y el ajuste más estrecho posible con la naturaleza. Vista a través de las obras resultantes, que, quizá, estén mejor representadas en los escritos de Alexandre Koyré, la ciencia no parece en absoluto la misma empresa discutida por los escritores pertenecientes a la antigua tradición historiográfica. Por implicación al menos, esos estudios históricos sugieren la posibilidad de una imagen nueva de la ciencia. En este ensayo vamos a tratar de trazar esa imagen, estableciendo explícitamente algunas de las nuevas implicaciones historiográficas.
¿Qué aspecto de la ciencia será el más destacado durante ese esfuerzo? El primero, al menos en orden de presentación, es el de la insuficiencia de las directrices metodológicas, para dictar, por sí mismas, una conclusión substantiva única a muchos tipos de preguntas científicas. Si se le dan instrucciones para que examine fenómenos eléctricos o químicos, el hombre que no tiene conocimientos en esos campos, pero que sabe qué es ser científico, puede llegar, de manera legítima, a cualquiera de una serie de conclusiones incompatibles. Entre esas posibilidades aceptables, las conclusiones particulares a que llegue estarán determinadas, probablemente, por su experiencia anterior en otros campos, por los accidentes de su investigación y por su propia preparación individual. ¿Qué creencias sobre las estrellas, por ejemplo, trae al estudio de la química o la electricidad? ¿Cuál de los muchos experimentos concebibles apropiados al nuevo campo elige para llevarlo a cabo antes que los demás? ¿Y qué aspectos del fenómeno complejo que resulta le parecen particularmente importantes para elucidar la naturaleza del cambio químico o de la afinidad eléctrica? Para el individuo al menos, y a veces también para la comunidad científica, las respuestas a preguntas tales como ésas son, frecuentemente, determinantes esenciales del desarrollo científico. Debemos notar, por ejemplo, en la Sección II, que las primeras etapas de desarrollo de la mayoría de las ciencias se han caracterizado por una competencia continua entre una serie de concepciones distintas de la naturaleza, cada una de las cuales se derivaba parcialmente de la observación y del método científicos y, hasta cierto punto, todas eran compatibles con ellos. Lo que diferenciaba a esas escuelas no era uno u otro error de método —todos eran “científicos”— sino lo que llegaremos a denominar sus modos inconmensurables de ver el mundo y de practicar en él las ciencias. La observación y la experiencia pueden y deben limitar drásticamente la gama de las creencias científicas admisibles o, de lo contrario, no habría ciencia. Pero, por sí solas, no pueden determinar un cuerpo particular de tales creencias. Un elemento aparentemente arbitrario, compuesto de incidentes personales e históricos, es siempre uno de los ingredientes de formación de las creencias sostenidas por una comunidad científica dada en un momento determinado.