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John Locke - Ensayo y Carta sobre la tolerancia

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John Locke Ensayo y Carta sobre la tolerancia
  • Libro:
    Ensayo y Carta sobre la tolerancia
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1666
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Ensayo y Carta sobre la tolerancia: resumen, descripción y anotación

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Las disputas en muchos casos sangrientas entre las diversas sectas cristianas - photo 1

Las disputas, en muchos casos sangrientas, entre las diversas sectas cristianas surgidas a raíz de la Reforma, provocaron ya desde fecha temprana una fuerte inquietud en el pensamiento europeo. John Locke (1632-1704), destacado representante del empirismo filosófico, tampoco pudo sustraerse a la preocupación por este problema. En el Ensayo sobre la tolerancia (1666) y, más tarde, en la Epistola de tolerantia (1685) propugnó la separación entre la Iglesia y el Estado y la aceptación de todo tipo de opinión religiosa que no atentara contra los principios fundamentales de la sociedad constituida, dos principios que continúan teniendo plena vigencia en el pensamiento político moderno.

John Locke Ensayo y Carta sobre la tolerancia ePub r10 Daruma 280414 Título - photo 2

John Locke

Ensayo y Carta sobre la tolerancia

ePub r1.0

Daruma 28.04.14

Título original: An Essay on Tolerance (1666); Epistola de Tolerantia (1685)

John Locke, 1666

Traducción: Carlos Mellizo

Diseño de cubierta: Daruma

Editor digital: Daruma

ePub base r1.1

Carta sobre la tolerancia Honorable Señor Ya que usted me ha pedido mi opinión - photo 3
Carta sobre la tolerancia

Honorable Señor:

Ya que usted me ha pedido mi opinión sobre la tolerancia mutua entre los cristianos, le contesto brevemente diciendo que estimo que la tolerancia es la característica principal de la verdadera Iglesia. Pues aunque algunos blasonan de la antigüedad de lugares y nombres o del esplendor de sus ritos, otros de la reforma de sus enseñanzas, y todos de la ortodoxia de su fe (ya que cada uno se considera ortodoxo), estas y todas las demás pretensiones de esa clase puede que sólo sean señales, no de la Iglesia de Cristo, sino de la lucha de los hombres con sus semejantes para adquirir poder y mando sobre ellos. Si alguien posee todas estas cosas pero le falta caridad, humildad y buena voluntad en general hacia toda la humanidad, incluso hacia aquellos que no son cristianos, estará muy lejos de ser un verdadero cristiano. Los reyes de los gentiles imperan sobre ellos, pero no así vosotros, dijo nuestro Salvador a sus discípulos (Lucas, 22:25). El objetivo de la verdadera religión es algo muy distinto. No ha sido hecha para lucir una pompa exterior ni para alcanzar el dominio eclesiástico, ni menos aún para hacer fuerza, sino para regular la vida de los hombres de acuerdo con las normas de la virtud y de la piedad. Quien quiera alistarse bajo la bandera de Cristo tiene, primero y ante todo, que declarar la guerra a sus propios vicios, a su orgullo y a sus malos deseos. Si no es así, si falta la santidad de vida, la pureza de costumbres y la bondad de espíritu, de nada vale recabar para sí el nombre de cristiano. «Que todo aquel que invoque el nombre de Cristo se aparte del mal» (2 Tim., 2:19). «Tú, cuando te hayas convertido, fortalece a tus hermanos», dijo nuestro Señor a Pedro (Lucas, 22:32). Sería muy difícil que quien no se preocupa de su propia salvación persuada a la gente de que le interesa enormemente la de otros. Ningún hombre puede dedicarse sinceramente y con todas sus fuerzas a hacer que otros sean cristianos, si él mismo no ha abrazado realmente en su corazón la religión cristiana. Pues si el Evangelio y los Apóstoles están en lo cierto, ningún hombre puede ser cristiano si carece de caridad y de esa fe que no actúa por la fuerza, sino por amor. Ahora bien, yo apelo a las conciencias de aquellos que persiguen, torturan, destruyen y matan a otros hombres con el pretexto de la religión, y les pregunto si lo hacen por amistad y amabilidad. Solamente creeré que así lo hacen, y no antes, cuando vea que esos fanáticos corrigen de la misma manera a sus amigos y familiares que pecan de modo manifiesto contra los preceptos del Evangelio; cuando los vea perseguir a fuego y espada a los cofrades suyos que, estando manchados por enormes vicios, se encuentran, a menos que se corrijan, en peligro de perdición eterna; y cuando los vea renunciar a su deseo de salvar almas mediante el procedimiento de infligir a estas toda clase de tormentos y crueldades. Porque si —como dicen— es por caridad y amor hacia sus prójimos por lo que les quitan sus propiedades, mutilan sus cuerpos, los torturan en prisiones insalubres y, finalmente, hasta les quitan la vida, todo ello para hacer de ellos creyentes y procurar su salvación, ¿por qué entonces toleran que el libertinaje, el fraude, la mala fe y otros vicios, los cuales, según el Apóstol (Rom., I) huelen a paganismo, predominen y abunden tanto entre sus gentes? Estas cosas y otras semejantes son, con toda seguridad, más contrarias a la gloria de Dios, a la pureza de la Iglesia y a la salvación de las almas, que cualquier disensión consciente de las decisiones eclesiásticas o cualquier separación del culto público, si va acompañada de una vida pura. ¿Por qué, entonces, este ardiente celo por Dios, por la Iglesia y por la salvación de las almas —que arde literalmente en forma de hoguera— pasa por alto sin castigo o censura alguna esos vicios morales y esas maldades que son totalmente opuestas a la profesión de cristianismo, y, en cambio, dirigen todos sus esfuerzos o bien a la introducción de ceremonias, o bien al establecimiento de opiniones que en su mayoría se refieren a asuntos sutiles y complicados que exceden la capacidad de la comprensión ordinaria? Cuál de las partes contendientes, la que domina o la que está sometida, tiene más rectitud es cosa que se aclarará cuando las causas de su separación sean sometidas a juicio. Pues no es hereje el que sigue a Cristo, abraza su doctrina y soporta su yugo, deja a su padre y a su madre, y se aleja de las reuniones públicas y de las ceremonias de su país y de todas las demás cosas. Por mucho que la división entre las sectas obstaculice la salvación de las almas, no puede negarse, sin embargo, que el adulterio, la fornicación, la impureza, la lascivia, la idolatría y otras cosas semejantes son obra de la carne, sobre las cuales el Apóstol ha declarado expresamente que «aquellos que las hagan no heredarán el reino de Dios» (Gal., 5). Por lo tanto, quienquiera que desee sinceramente alcanzar el reino de Dios y piense que es su deber tratar de extenderlo entre los hombres debe dedicarse a desarraigar estas inmoralidades con no menos cuidado e industria que a la erradicación de las sectas. Pero cualquiera que haga lo contrario, al tiempo que se muestra cruel e implacable con aquellos que difieren de su opinión, es indulgente con esas perversidades e inmoralidades que son incompatibles con el nombre de cristiano; y por mucho que hable de la Iglesia, demuestra claramente con sus actos que su meta está en otro reino, no en el reino de Dios.

Me sorprende en gran medida, como supongo sorprenderá también a otros, que alguien considere conveniente infligir a otro, cuya salvación desea de todo corazón, la muerte a base de tormentos, aun cuando no haya sido convertido todavía. Desde luego, nadie creerá que un comportamiento tal puede provenir del amor, ni de la buena voluntad, ni de la caridad. Si a los hombres se les debe obligar a sangre y fuego a profesar ciertas doctrinas y adoptar este o aquel culto exterior sin tener en cuenta su moralidad; si alguien intenta convertir a la fe a aquellos que están en el error forzándoles a profesar cosas que ellos no creen y permitiéndoles practicar cosas que el Evangelio no permite a los cristianos y que ningún creyente se permite a sí mismo, verdaderamente no se puede dudar que lo que desea semejante persona es incrementar el número de adeptos a su profesión religiosa. Pero ¿quién creerá que lo que desea es formar una Iglesia verdaderamente cristiana? Por lo tanto, no es de extrañar que aquellos que no luchan por el progreso de la verdadera religión y de la Iglesia de Cristo hagan uso de armas que no pertenecen a la guerra cristiana. Si, como el Capitán de nuestra salvación, desearan sinceramente el bien de las almas, marcharían sobre sus huellas y seguirían el ejemplo perfecto de ese Príncipe de la Paz que envió a sus discípulos a someter a las naciones y reunirías en su Iglesia, no armados con espadas e instrumentos de fuerza, sino con el Evangelio, con un mensaje de paz y con la santidad de su conducta. Si hubiera querido convertir a los infieles por la fuerza, o apartar de sus errores a los que son ciegos u obstinados, mediante el uso de soldados armados, le hubiera resultado mucho más fácil hacerlo con ejércitos de legiones celestiales, que a cualquier hijo de la Iglesia, por poderoso que sea, con todos sus dragones.

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