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Sergi Aguilar - Locke

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Sergi Aguilar Locke
  • Libro:
    Locke
  • Autor:
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    ePubLibre
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  • Año:
    2015
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Locke: resumen, descripción y anotación

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Locke, el filósofo mundano

Si John Locke sigue siendo a principios de siglo XXI, más de trescientos años después de su muerte, uno de los filósofos más respetados no es porque haya legado un sistema redondo que se continúe aceptando total o sustancialmente. La tarea que Locke asignaba a la filosofía (no solo a la suya, sino a toda la disciplina como campo de actividad humana) consistía en explicar y defender la verdad, que a su juicio existía objetivamente, más allá de los deseos y las inclinaciones de los seres humanos, y que además se podía conocer, como mínimo en parte. Pocos pensadores sostienen hoy una concepción tan firme de la verdad y tan optimista del conocimiento, y de estos pocos todavía son menos los que creen que John Locke alcanzara por completo su objetivo filosófico. Los dos fundamentos sobre los que se asienta toda su doctrina, un Dios omnipotente y bondadoso y una razón humana entendida como don divino para llegar a él, han sido demasiado cuestionados en los tres siglos de filosofía que median entre Locke y nosotros como para que aceptemos sus ideas a pie juntillas. La creencia en que esa verdad de tipo objetivo, que el filósofo tiene como tarea conocer y mostrar a sus semejantes, posee un valor vinculante y obligatorio acerca del modo en que viven los hombres choca frontalmente con algunos de los valores contemporáneos más arraigados. Y sin embargo, el filósofo inglés se mantiene como un pensador de referencia.

No son pocos los aspectos que conservamos —deseamos conservar— del ideario lockeano. El principal aquí es la convicción de que el pensamiento reflexivo estructurado y razonado, la filosofía, debe desempeñar una función decisiva en el modo en que los seres humanos entienden su lugar en el mundo y el tipo de vida que corresponde a su dignidad. Locke no pretendía «conocer el conocimiento» por sí mismo, sino para ponerlo al servicio de la moral, es decir, de la vida, de la elección de un tipo de vida. El que estuviera convencido de que este tipo de vida debía ser el cristiano, y que su finalidad no podía ser otra que abrir a los hombres las puertas del cielo, forma parte de su configuración ética y espiritual, surgida tanto de su carácter moral como de un momento histórico (el siglo XVII inglés) en el que se impuso un riguroso puritanismo como sistema de valores. Esta convicción será compartida o no según exista una afinidad con los valores de Locke. Pero el rigor intelectual con que afirma la necesidad de las ideas sólidas para la vida nos es muy necesario a quienes nos hallamos en plena resaca después de la embriaguez relativista de la postmodernidad. Algunas de estas ideas forman parte de nuestros valores más atesorados (el principio de tolerancia, la exigencia de justicia en el sistema político y en la organización social, la implicación comprometida del pensador en la marcha de la historia). Otras, no tan indiscutidas, figuran en todo caso en el primer plano de la historia de la filosofía: nos referimos aquí a su teoría del conocimiento y a su papel como uno de los padres del liberalismo y como testimonio e ideólogo de la Revolución Gloriosa de 1688, que supuso el principio del fin del absolutismo en la historia política moderna. Quien desee hacerse una composición de lugar en el mapa del pensamiento moderno debe tener muy en cuenta que Locke constituye un hito mayor en el surgimiento de un pensamiento británico y norteamericano diferenciado del europeo, mucho más centrado en la epistemología o gnoseología (esto es, en la teoría del conocimiento) que en la metafísica.

Re­tra­to de John Locke, por John Green­hill, de 1672-1676.

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Hay otro rasgo de Locke que resulta muy digno de elogio de entrada. Acabamos de decir (y lo argumentaremos más adelante) que Locke concibe la filosofía como un servicio para los seres humanos: mostrarles cómo conocer para descubrir la verdad que les permita vivir de un modo recto y acorde con valores trascendentes. Puesto que la filosofía es un servicio, quien la cultiva no puede más que asumir un humilde sentido común, ajeno a estridencias y a cualquier pretensión de originalidad, en su trabajo metódico y sistemático. Locke instituye el common sense en la filosofía británica, y esta es una de sus mejores señas de identidad.

Las reflexiones de Locke están marcadas por el lugar y el momento histórico que le tocó vivir: la Inglaterra del siglo XVII, un país en plena ebullición social. Locke vino al mundo el 29 de agosto de 1632 en Wrington, una aldea situada al sur de Bristol, en el seno de una familia que, sin ser adinerada, gozaba de una posición bastante cómoda gracias al sueldo de abogado del padre. La familia, además, se vería beneficiada por el triunfo del bando parlamentarista, al que apoyó durante la guerra civil (1642-1651). Su infancia se desarrolló en Pensford, población cercana a su lugar de nacimiento, en un ambiente rural y austero. Recibiría una primera formación de corte puritano, impartida en el hogar por su padre. John, que imponía una disciplina severa acorde con los cánones de la época. La madre, Agnes Keene, de carácter mucho más afable y flexible, falleció a una edad temprana, cuando Locke acababa de cumplir la mayoría de edad.

Terminada la guerra civil entre parlamentaristas y absolutistas, como reconocimiento por los servicios prestados, al padre de Locke se le asignó un puesto de funcionario que dio seguridad financiera a la familia y la alejó de las penalidades que sufrirían muchos de sus conciudadanos. Gracias a los contactos de su padre Locke accedería, en 1646, a la Westminster School, una escuela tan prestigiosa como severa en la que demostró ser un chico de mente abierta y tolerante; y en esa etapa inicial establecería amistad con jóvenes de tendencias monárquicas, cosa que le llevaría a simpatizar con ellos, sin llegar a abandonar sus principios familiares ni entregarse a la causa monárquica. En Westminster cursaría sus estudios hasta 1652, y, con veinte años, pasaría a formar parte del selecto grupo de estudiantes del college de Christ Church, en la Universidad de Oxford.

Otra de las grandes instituciones del país le abría sus puertas a raíz de los influyentes contactos paternos. Pese a obtener buenas calificaciones, las enseñanzas que recibió no terminaron de motivarle y no se aplicó demasiado en el estudio. La filosofía que se impartía en Oxford no iba más allá de las lecciones poco innovadoras de la escolástica aristotélica, de modo que Locke no se entregó a ella hasta que descubrió los escritos de Descartes, cuando contaba ya unos treinta años y su etapa universitaria había terminado. En su época como alumno de Oxford se interesó por otras materias: física, química y medicina. Llegó a establecer amistad con un grupo de estudiantes entre los que hay que mencionar a Robert Boyle, que terminaría por ser el padre de la química moderna, y al que Locke asistiría como ayudante de laboratorio en alguna ocasión. Una vez licenciado por el Christ Church en 1659, se incorporaría a la institución como lector de Griego y Retórica, y además llevaría a cabo tareas de Censor de Filosofía Moral. Su interés por la ciencia, sin embargo, se mantuvo, e incluso se atrevió a ejercer como médico y a dar consejos sanitarios, aunque no sería hasta años más tarde, en 1674, cuando terminaría por licenciarse en Medicina.

De entre los grandes filósofos de la historia, John Locke es el único que ocupó puestos de gobierno relevantes. Su valía como consejero, médico oficioso y educador le permitió entrar a formar parte del séquito del eminente político lord Ashley, su gran mentor, quien le introduciría en la política. Con la ascensión de Ashley a conde de Shaftesbury por sus servicios a la corona, Locke fue nombrado secretario del Consejo de Comercio y Agricultura en 1673, cargo al que renunció cuando los vientos políticos se volvieron contrarios a su protector. A raíz de la caída en desgracia de su grupo, Locke regresó a su lectorado en Oxford, hasta que en 1675, debido a su delicado estado de salud, tuvo que abandonar la docencia y trasladarse a Francia en busca de un clima más benigno. Cinco años permaneció en tierras francesas, donde entró en contacto tanto con partidarios como con detractores de la obra de Descartes. En este período recibió la influencia de los seguidores de uno de los más destacados críticos del cartesianismo: Pierre Gassendi.

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