Enrique Malatesta - Ideario
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- Libro:Ideario
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- Editor:ePubLibre
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- Año:1926
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Ideario: resumen, descripción y anotación
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En el curso de la historia humana acontece generalmente que los descontentos, los oprimidos, los rebeldes, antes de concebir y de desear una transformación radical de las instituciones políticas y sociales, se limitan a pedir las transformaciones parciales, algunas concesiones de parte de los dominadores, algunas mejoras. La esperanza en la posibilidad y en la eficacia de las reformas precede a la convicción de que para abatir el dominio de un gobierno o de una clase es necesario negar las razones de aquel dominio, o sea, hacer la revolución.
En el orden de los hechos, las reformas se realizan o no se realizan, y realizadas consolidan el régimen existente o lo minan, ayudan al éxito de la revolución o lo obstaculizan, benefician o perjudican al progreso general, según su propia y específica naturaleza, según el espíritu con que han sido concedidas y, sobre todo, según el espíritu con que han sido pedidas, reclamadas, arrancadas.
Naturalmente, los gobiernos y las clases privilegiadas están siempre guiados por el instinto de conservación, de consolidación, de acrecentamiento de sus potencias y de sus privilegios, y cuando consienten algunas reformas, ello sucede, ya porque juzguen que aquéllas les benefician en sus fines, ya porque no se sientan lo suficientemente fuertes para resistir a la demanda, en cuyo caso ceden por miedo o por algo peor.
Por otra parte, unas veces los oprimidos piden y acogen las mejoras como un beneficio graciosamente concedido, reconociendo la legitimidad del poder que pesa sobre ellos; entonces, las mejoras hacen mucho más daño que bien, puesto que sirven, ya para retardar la marcha hacia la emancipación, ya también para detenerla o ya para desviarla. Otras veces, en cambio, los oprimidos reclaman e imponen en sus mejoras con su propia acción y las acogen como victorias parciales logradas sobre la clase enemiga y se sirven de ellas como estímulo y acicate para lograr conquistas mayores; en este caso, las mejoras representan una gran ventaja y una ayuda valiosa para el total derrumbe del privilegio, es decir, para la revolución, ya que, forzosamente, por este camino, siempre llega el momento en que, aumentando las pretensiones de la clase dominada y no pudiendo los dominadores ceder más sin comprometer su dominio, estalla necesariamente el conflicto revolucionario.
No es cierto, pues, que los revolucionarios sean sistemáticamente contrarios a las mejoras y a las reformas. Pero sí están en oposición con los reformistas, en primer lugar, porque el método de éstos es «el» menos eficaz para arrancar reformas a los gobiernos y a los capitalistas, los cuales no ceden nada más que por las causas ya señaladas; y en segundo lugar, porque con mucha frecuencia las mejoras que ellos prefieren son aquellas que al mismo tiempo que aportan a los trabajadores una ventaja discutible e inmediata, sirven de una manera clara para consolidar el régimen vigente y para interesar a los trabajadores mismos en la perpetuación de tal régimen. Ejemplos de estas reformas son las pensiones, los seguros del Estado, la coparticipación en las utilidades de las industrias, etc., etc.
Excluidos los reformistas burgueses que reconocen la legitimidad del capitalismo, y de los cuales no quiero hacer mención aquí porque están al margen de lo que analizo; excluidos también los reformistas de Estado, que en sustancia no harían más que transmitir el privilegio y la dirección de la sociedad, de los propietarios privados a una clase de burócratas, quienes luego solo pensarían en consolidar el poder en sus propias manos y tal vez en volverse ellos mismos los propietarios, existe una clase de reformistas que podrían llamarse revolucionarios reformistas, de los cuales estamos separados, sencillamente, por una diferente interpretación de los acontecimientos. Pero estos reformistas, intencionalmente más afines a nosotros, son, en la práctica, en determinadas circunstancias, los más dañinos y los más peligrosos; menos dañinos y menos peligrosos, no obstante, que aquellos que se dicen revolucionarios y que se oponen a la revolución toda vez que se presenta ocasión propicia de hacerla.
Cuando la historia emprende la vía de la rebelión, es inútil perder el tiempo en condolerse de las direcciones que elige, porque dichas direcciones están señaladas por toda la evolución anterior. Pero toda vez que la historia la hacen los hombres, y no queremos permanecer espectadores indiferentes y pasivos ante la tragedia histórica, sino que, por el contrario, queremos concurrir con todas nuestras fuerzas a determinar los acontecimientos que nos parecen más favorables a nuestra causa, nos hace falta un criterio para guiarnos en la apreciación de los hechos que se producen y sobre todo para elegir el puesto que debemos tomar en la lucha. Todo fin quiere sus medios. La moral es preciso buscarla en el fin; el medio es fatal. Dado el fin que se nos propone voluntaria o necesariamente, el problema de la vida consistirá en buscar el medio que, según las circunstancias, conduzca con mayor seguridad o menor gasto de esfuerzo al fin deseado. Del modo según el cual se resuelve este problema depende, en cuanto puede depender de una voluntad humana, que un hombre o un partido alcance o no su fin, sea útil a su causa, o sirva, sin quererlo, la causa enemiga.
Haber encontrado el medio oportuno es el secreto de los hombres y los partidos que han dejado huellas en la historia. Los anarquistas no luchan por conseguir el puesto de los explotadores ni de los opresores modernos; ni siquiera luchan por el triunfo de una abstracción. Quieren la felicidad de todos los hombres, de todos sin excepción alguna. Y creen que la libertad y la felicidad no pueden otorgarlas a la humanidad ni un hombre ni un partido, sino que todos los hombres deben, por sí mismos, descubrir sus condiciones y conquistarlas.
A pesar de lo que sostienen algunos, no existe una ley natural —ley de los salarios— que determine la parte que corresponde al trabajador sobre el producto de su trabajo; o, si se quiere formular una ley, no puede ser nada más que ésta: el salario que puede descender normalmente por debajo de aquel tanto que es necesario para la vida, y que no puede normalmente subir tanto que no deje algún beneficio al patrono. Claro es que en el primer caso los obreros morirían o no percibirían ya salario, y en el segundo caso los patronos cesarían de hacer trabajar y, por tanto, no pagarían más salarios. Pero entre estos dos extremos imposibles hay una infinidad de grados, que van desde las condiciones, muy semejantes a las de los animales, de gran parte de los trabajadores agrícolas, basta aquellas casi desahogadas de los obreros de los oficios buenos en las grandes ciudades.
El salario, la duración de la jornada de trabajo y las demás condiciones de la situación del trabajador son el resultado de la lucha entre patronos y obreros. Aquellos procuran dar a éstos lo menos posible y hacerles trabajar el máximo que sea dado, y éstos procuran, o deberían procurar, trabajar lo menos posible y ganar lo máximo que se pudiera. Allí donde los trabajadores se contentan de cualquier modo y, aun descontentos, no saben oponer una válida resistencia a los patronos, prontamente quedan reducidos a unas condiciones de vida idéntica a la de los animales; en cambio, allí donde tienen un concepto un poco más elevado del modo como deberían vivir los seres humanos, y saben unirse y mediante la huelga y la amenaza latente o explícita de rebelión imponen respeto a los patronos, éstos les tratan de modo relativamente soportable. De modo que puede decirse que el salario dentro de ciertos límites, es lo que el obrero —no como individuo, se entiende, sino como clase— pretende.
Luchando, resistiendo contra los patronos, pueden, pues, los obreros, impedir, hasta cierto punto, que sus condiciones de vida empeoren y aun obtener mejoras reales. La historia del movimiento obrero ha demostrado ya esta verdad.
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