Agradecimientos
En primer lugar, los dos queremos dar las gracias a todas las personas que nos han permitido contar sus historias en este libro. Por lo general, por cada persona citada en el texto hay cinco o diez más que han contribuido de diversas maneras. Gracias a todos vosotros. También tenemos una gran deuda con los muchos expertos e investigadores cuyos trabajos se citan en el libro.
Suzanne Gluck, de William Morris Endeavor, es una agente como no hay otra, y tenemos suerte de contar con ella. Tiene muchos colaboradores extraordinarios, como Tracy Fisher, Raffaella De Angelis, Cathryn Summerhayes, Erin Malone, Sarah Ceglarski, Caroline Donofrio y Eric Zohn, todos los cuales han sido de gran ayuda, igual que otros trabajadores de WME, pasados y presentes.
En William Morrow/HarperCollins lo hemos pasado muy bien trabajando con nuestro maravilloso editor Henry Ferris, y Dee Dee DeBartlo es infalible en el trabajo y dando ánimos. Tenemos que dar las gracias a muchos otros —entre ellos, a Brian Murray, Michael Morrison, Liate Stehlik, Lynn Grady, Peter Hubbard, Danny Goldstein y Frank Albanese— y a algunos que ya no están, en especial Jane Friedman y Lisa Gallagher. Por el té, la simpatía y más cosas, gracias a Will Goodlad y a Stefan McGrath, de Penguin U.K. (que también aportan excelentes libros infantiles británicos para nuestros retoños).
El New York Times nos ha permitido, en sus páginas y en nuestro blog, desarrollar algunas de las ideas de este libro. Gracias en especial a Gerry Marzorati, Paul Tough, Aaron Retica, Andy Rosenthal, David Shipley, Sasha Koren, Jason Kleinman, Brian Ernst y Jeremy Zilar.
A las mujeres del Número 17: ¡qué divertido! Y aún habrá más.
La Agencia Harry Walker nos ha dado más oportunidades de conocer a gente increíble de las que jamás habríamos imaginado, y es un placer trabajar con ellos. Gracias a Don Walker, Beth Gargano, Cynthia Rice, Kim Nisbet, Mirjana Novkovic y todos los demás.
Linda Jines sigue demostrando que no tiene igual cuando se trata de poner nombre a las cosas.
Y gracias, en especial, a todos los lectores que se tomaron la molestia de enviar sus inteligentes, fascinantes, retorcidas y enloquecedoras ideas para que nosotros las desarrolláramos.
AGRADECIMIENTOS PERSONALES
Tengo una enorme deuda con mis numerosos coautores y colegas, cuyas grandes ideas llenan este libro, y con todas las personas amables que se han tomado la molestia de enseñarme lo que sé de economía y de la vida. Mi esposa, Jeanette, y nuestros hijos, Amanda, Olivia, Nicholas y Sophie, dan alegría cada día, aunque echamos mucho de menos a Andrew. Por encima de todo, quiero dar las gracias a mi buen amigo y coautor Stephen Dubner, que es un magnífico escritor y un genio creativo.
S.D.L.
Personas como Sudhir Venkatesh, Allie, Craig Feied, Ian Horsley, Joe De May Jr., John List, Nathan Myhrvold y Lowell Wood hacen que dé las gracias todos los días por haberme hecho escritor. Están llenos de visiones y sorpresas que es un placer descubrir. Steve Levitt no solo es un gran colaborador, sino también un maravilloso profesor de economía. Por su extraordinaria labor de investigación, gracias a Rhena Tantisunthorn, Rachel Fershleiser, Nicole Tourtelot, Danielle Holtz y, sobre todo, Ryan Hagen, que hicieron un gran trabajo en este libro y algún día escribirán grandes libros propios. A Ellen, mi extraordinaria esposa, y a las fantásticas criaturas conocidas como Solomon y Anya: sois todos la mar de maravillosos.
S.J.D.
STEVEN D. LEVITT (29 de mayo de 1967) es un economista estadounidense. Actualmente es profesor de Economía en la Universidad de Chicago y co-editor de la revista Journal of Political Economy. Fue premiado en 2003 con la Medalla John Bates Clark, otorgada al economista más influyente menor de cuarenta años. En 2006, fue elegido por la revista Time como una de las «100 personas más influyentes del mundo».
STEPHEN J. DUBNER (26 de agosto de 1963) es un periodista estadounidense que ha escrito siete libros y numerosos artículos. Antiguo redactor y editor en The New York Times Magazine, es el autor de Turbulent Souls, Choosing My Religion, Confessions of a Hero-Worshiper y el libro para niños The Boy With Two Belly Buttons. Vive en Manhattan con su esposa, la fotógrafa documental Ellen Binder, y sus dos hijos.
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¿En qué se parece una prostituta de la calle a un Santa Claus de unos grandes almacenes?
Una tarde, no hace mucho tiempo, en un día agradablemente fresco de finales del verano, una mujer de veintinueve años llamada LaSheena se sentaba en el capó de un SUV frente a Dearborn Homes, un proyecto urbanístico en el South Side de Chicago. Tenía una mirada abatida, pero por lo demás parecía juvenil, con su atractivo rostro enmarcado en una melena lisa. Vestía un holgado chándal negro y rojo, como los que había usado desde que era niña. Sus padres casi nunca tenían dinero para ropa nueva, así que ella solía recibir las prendas que dejaban sus primos varones, y se le quedó la costumbre.
LaSheena estaba hablando de cómo se gana la vida. Describió cuatro fuentes principales de ingresos: mangar, dar el agua, cortar el pelo y hacer la calle.
«Mangar», explicó, es robar en las tiendas y vender el botín. «Dar el agua» significa vigilar mientras la pandilla local vende drogas. Cobra 8 dólares por cortarle el pelo a un niño y 12 por cortárselo a un hombre.
—¿Cuál es el peor de los cuatro trabajos?
—Hacer la calle —dijo sin vacilar.
—¿Por qué?
—Porque la verdad es que no me gustan los hombres. Creo que me causa problemas mentales.
—¿Y si con la prostitución se ganara el doble?
—¿Si lo haría más? —preguntó—. ¡Sí!
A lo largo de la historia, ha sido invariablemente más fácil ser hombre que ser mujer. Sí, es una generalización muy grande y, sí, hay excepciones, pero desde todos los puntos de vista, las mujeres lo han tenido más difícil que los hombres. Aunque los hombres se encargaban de la mayor parte de la actividad guerrera, la caza y los trabajos de fuerza bruta, las mujeres tenían una esperanza de vida más corta. Algunas muertes eran más insensatas que otras. Entre los siglos XIII y XIX, un millón de mujeres europeas, la mayoría pobres y muchas de ellas viudas, fueron ejecutadas por brujería, tras ser culpadas del mal tiempo que destruía las cosechas.
Las mujeres han superado por fin a los hombres en esperanza de vida, gracias principalmente a los avances médicos relacionados con el parto. Pero en muchos países ser mujer todavía sigue siendo un grave handicap incluso en el siglo XXI. En Camerún, a las mujeres jóvenes se les «aplanan» los pechos —golpeándolos o masajeándolos con un almirez de madera o con una cáscara de coco caliente— para que sean menos tentadoras sexualmente. En China, por fin se ha abandonado la costumbre de vendar los pies (después de unos mil años), pero las niñas todavía tienen muchas más probabilidades que los niños de ser abandonadas después de nacer, de ser analfabetas y de suicidarse. Y las mujeres de la India rural, como decíamos antes, siguen enfrentándose a la discriminación en casi todos los aspectos.
Pero, sobre todo en las naciones desarrolladas, la vida de las mujeres ha mejorado espectacularmente. Las perspectivas de futuro de una chica norteamericana, británica o japonesa del siglo XXI son incomparables con las de sus congéneres de hace un siglo o dos. En cualquier ámbito que miremos —educación, derechos legales y de voto, oportunidades profesionales, etcétera—, es mucho mejor ser mujer ahora que en cualquier otra época de la historia. En 1872, el primer año del que existen estadísticas, el 21 por ciento de los estudiantes universitarios estadounidenses eran mujeres. En la actualidad, la cifra es del 58 por ciento, y sigue subiendo. Ha sido verdaderamente un aumento asombroso.