Título original: Conquista de Norteamérica
AA. VV., 1985
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
Entrega n.º 267 de la colección Cuadernos Historia 16 dedicado a la conquista de Norteamérica.
AA. VV.
Conquista de Norteamérica
Cuadernos Historia 16 - 267
ePub r1.0
Titivillus 16.09.2022
La carrera hacia América
Manuel Ferrer
Historiador
D ESDE que en 1497 el genovés Giovanni Caboto navegó por cuenta del rey de Inglaterra hasta descubrir la que se llamó New Founde Land, en el extremo noreste del Nuevo Mundo, las pesquerías encontradas en tan lejanas aguas se convirtieron en objetivo económico no sólo del patrocinador de aquel viaje primero, sino también de Francia y algunos comerciantes flamencos.
Hasta 1524, sin embargo, no se repitió una empresa de ese porte, promovida entonces por el rey de Francia y llevada a cabo por el florentino Giovanni de Verrazano.
Verrazano
Verrazano navegó desde Florida hasta Newfoundland, divisó en su cabotaje el cabo Fear (Carolina del Norte), visitó el estuario del río Hudson, estuvo dos semanas en la bahía de Narragansett (Rhode Island), e incluso mantuvo contacto con los indios de Casco Bay, en la costa del actual Estado de Maine.
Y no fueron esas solas las consecuencias. Un tal David Ingram, marinero parlanchín varado en las tabernas de Londres en los años siguientes, proclamó haber viajado desde el Caribe hasta una ciudad en el norte, donde las mujeres se vestían con tejidos de oro, y habló también del Reino de Norumbega, que luego se identificaría con la desembocadura del río Penobscot, en Maine.
Otra resultante del viaje de Verrazano fue que uno de sus acompañantes, el joven francés Jacques Cartier, aprendiera a la perfección el rumbo para repetir la búsqueda de un paso hacia la China por el norte de América. En dos viajes entre 1534 y 1536 Cartier buscó ese paso, pero sólo halló el río San Lorenzo y los parajes de Hochelaga y Stadaconé, que serían con el tiempo los emplazamientos de Montreal y Québec, en las tierras del montón de cabañas —Kanata— que darían nombre a Canadá.
Los viajes de Cartier pusieron en marcha la disputa franco-española por el control de Terranova y la ruina de pescadores y armadores vascos que navegaban aquellas aguas. Tras la guerra por el Ducado de Saboya y la visita de Carlos I a París en 1540, Cartier condujo la expedición con pretensiones colonizadoras de Jean de La Roque. Pero, para 1543, aquel plan tolerado por España había fracasado y Francia marginó su interés por colonizar América hasta 1598.
La coyuntura expansiva de fines del siglo XV puso el Nuevo Mundo en manos de las dos monarquías ibéricas, capacitadas técnicamente, pero no desde el punto de vista financiero, para tal empresa. Las monarquías y élites comerciales del norte y noroeste de Europa se vieron privadas de cualquier reclamación de soberanía sobre las nuevas tierras e islas, mediante una sanción papal en consonancia con la práctica sobre arbitraje jurídico entre monarquías de la época.
Así, cuando se supo en 1521 de todo lo hallado por Cortés en la meseta del Anáhuac, las cortes europeas tuvieron que contemplar cómo sólo España contaba con títulos para colonizar aquel mundo de tesoros, indios trabajadores y vetas de plata por doquier.
La carrera por América fue desde entonces técnica, por un lado —para navegar aguas más norteñas del Atlántico y poblar tierras más frías—; financiera, por otro —sorteando las trabas castellanas para invertir en el comercio americano por medio de terceros—, y también dialéctica, en la medida en que la lucha diplomática e ideológica para combatir la donación papal se vistió de lenguaje religioso, reformista, a la búsqueda de alternativas en el terreno de la soberanía.
América y el equilibrio europeo
En Castilla, y sobre todo en la Corte del imperio de Carlos, se arrostró la lucha en los tres frentes; pero, lógicamente, la Península Ibérica sorteó sus debilidades volcándose en el tercero de ellos.
Al acoso ideológico propiciado por los desmanes de la conquista y los efectos catastróficos del impacto ecológico, políticos y clérigos castellanos respondieron con matizaciones al derecho de guerra, con argumentos evangelizadores ineludibles y una línea legislativa que restringía teóricamente los afanes desordenados de los españoles en América.
Inevitablemente, la monarquía española tuvo que reconocer la libertad de navegación, a modo de contraoferta.
En Europa, mientras tanto, se puso en tela de juicio la autoridad del Papa, la Reforma se abrió paso y nuevas ideas y actitudes éticas aclararon el panorama a la hora de justificar la guerra contra la petulancia española.
La libertad de navegación, por su parte, no fue sino el reconocimiento de una realidad imparable. Ya en la década de los veinte la piratería francesa a la altura del cabo de San Vicente se había encargado de cuestionar la exclusividad española. Con el paso del siglo y los avances tecnológicos de las marinas inglesa y holandesa, la presencia extranjera en aguas del Caribe se incrementó progresivamente.
Mapa de la costa Este de Norteamérica según Pierre Desceliers, 1550.
Los miembros de la expedición de Frobisher luchan con los esquimales en Bloody Point, 1577 (dibujo de J. White, Museo Británico, Londres).
Peces voladores cercan un barco francés (dibujo de Le Moyne, Grabado de De Bry).
En la década que siguió a 1560, John Hawkins de Plymouth llevó los intereses británicos por las costas de África y América. Tras mostrar su genio como navegante, mercader y político, Francis Drake dio la vuelta al mundo entre 1577 y 1580, comprometiendo de paso la soberanía española en las costas del Pacífico.
América y la Inglaterra isabelina
En 1587, Thomas Cavendish tuvo la osadía de apresar el galeón de Manila y mostrar a Inglaterra lo productivo del comercio entre México y Filipinas. Para entonces un nuevo tipo de embarcación, más ligera, marinera y capaz, el flibot, de origen holandés, se había impuesto en el comercio de larga distancia. Los pesados galeones españoles de la Invencible, con su fracaso táctico y técnico de 1588, dejaron claro que la Península Ibérica había perdido su hegemonía efectiva en el Atlántico.
Casi al tiempo que las vías financieras de la monarquía española se empezaran a desestructurar y a la par que Felipe II buscaba una reconstrucción del marco político de su imperio, un sector de la Corte de Isabel en Inglaterra, radicalmente partidario de la expansión, comenzó su demostración práctica y a la vez científica de que dicha proyección era posible y útil.
Jacques Cartier.