1. L A PARADOJA DEL SILENCIO
T odo este libro se basa en una paradoja filosófica.
El silencio, frente a lo que pudiera pensarse a primera vista, no forma parte del no ser. Forma parte del ser. Y en tanto que ser, puede tener un contenido y adquirir un significado. El silencio no sólo existe sino que además transmite, comunica. Y por tanto, el silencio puede mentir.
Cualquier lenguaje arranca en el silencio y regresa de nuevo a él, desde luego, pero necesita igualmente de silencios en su transcurso. Ésos son los que nos interesan aquí. El silencio envuelve todo mensaje, y a la vez se deja envolver por éste, inserto entre sus elementos, disfrazado de pausa, de espacio o de intervalo. Es principio y final, y sin embargo forma parte también del proceso que lleva del uno al otro.
En esta obra abordaremos distintos tipos de silencio en muy diferentes ámbitos, todos los cuales coinciden con una misma idea: el silencio tiende siempre a llenarse. A llenarse de significado. Y por eso, el silencio informa; el silencio es información.
El silencio de Dios que han descrito teólogos y filósofos como Charles Moeller o Raimundo Pánikkar, entre otros, invita a que el creyente hable ante sí mismo y ocupe el espacio sin palabra que se le ha dejado disponible; el silencio literario también incita a ese diálogo interior, en este caso a partir de un texto, y lo mismo sucede con el silencio cinematográfico entre planos o secuencias. Todo mensaje se expresa tanto por lo que contiene como por aquello que omite pero se deja intuir para que el receptor lo perciba.
El primer concepto del silencio está basado en su oposición a la vibración sonora. Entendemos así el silencio como lo contrario del ruido, del sonido o de la palabra. Pero debemos relacionar el silencio también con la ausencia.
El silencio es esencialmente ausencia: por ejemplo, en la ausencia de respuesta (como en el silencio administrativo), en la falta de regulación (como en la laguna legal, por ausencia de previsión), en la quietud (como el silencio de los cementerios que implica la inexistencia de vida), en la resignación (decimos que alguien sufre en silencio y eso significa que asume su desgracia, en una ausencia de rebelión), en el olvido formal (entregamos algo al silencio y ello implica no volver a hacer mención del asunto, a declararlo ausente), en la angustia (que se experimenta calladamente al hacerse angosta la garganta y producir la imposibilidad del habla), la soledad (el silencio en la reflexión, en el reflejo de nuestros pensamientos sobre los pensamientos mismos, la ausencia de diálogo), en el recogimiento (que no debe ser perturbado por ningún sonido), en la concentración (el tenista espera el respeto del público cuando emprende su ritual para poner la bola en juego), en el cero (como equivalente de la ausencia total), en el color negro (en tanto que metáfora de toda ausencia), en la paz (como ausencia de ruido perturbador), en la calma (igual que el mar sin tormenta), en el enigma (que no se puede entender sin una ausencia de información, sin un silencio).
Silencio y ausencia suelen resultar palabras sinónimas. La ausencia es a menudo omisión: alguien decide que algo no ocurra, o no ofrece los datos necesarios para que algo se comprenda. Así sucede, en efecto, con el enigma, cuya finalidad consiste en oscurecer deliberadamente; y acentuar, por lo tanto, la sensación de incertidumbre que implica el mensaje significativo. Pero el enigma, aunque juegue con la ausencia, debe facilitar también la interpretación, incluir los elementos necesarios (los sonidos, la presencia) que hagan posible el significado del silencio. El enigma debe dificultar y favorecer a la vez. De ese modo, la palabra enigmática está estrechamente relacionada con el simbolismo, porque el símbolo evoca un significado mayor que su propia dimensión, que rellenamos a partir del silencio. El enigma presupone también la codificación de un mensaje que se elabora confiriendo un orden metafórico a palabras cuyo sentido parece, a primera vista, unívoco. Ahora bien, en el propio grupo enigmático debe ir incorporada la clave para que, mediante un contexto tal vez lejano, podamos desentrañar la propuesta, interpretar lo omitido.
El valor del silencio se extiende más allá del enigma y de todo lo que acabamos de enunciar: es también el secreto, destinado a «preservar el orden vigente de las cosas» (Le Breton, 1997: 119); a respetar de ese modo los usos de la vida social: qué conviene callar y qué interesa decir. Y ahí se insertan el secreto médico, el secreto de confesión, el secreto profesional de periodista... Secretos obligados por unas normas éticas.
Se asocian también al silencio otros conceptos como el recogimiento (que permite la mística y que propicia la voluntad de los creyentes de comunicarse con Dios); el respeto de los ritos mortuorios que invoca el recuerdo de la persona fallecida, que eleva las plegarias, «cada uno vuelto sobre sí mismo» (Le Breton, 1997: 251) y que se plasma en «el minuto de silencio» con que se homenajea a un difunto. Pero asimismo el silencio equivale a la tranquilidad: en los barrios de una gran urbe, representa un valor comercial porque garantiza la paz.
Y es silencio el miedo a expresarse (la «ley del silencio»). Y también la indiferencia, una forma de menosprecio (Lubienska, 2006: 13). Y a veces ejercemos el silencio como protesta; o el silencio como opinión (así sucede en los toros al final de una lidia que no ha levantado entusiasmo pero tampoco censura); o lo destinamos a espacio para meditar una decisión: en España, por ejemplo, se hace el silencio de los actos electorales el día previo a las votaciones.
En la filosofía y en la literatura contemporáneas se ha producido una cierta «exaltación del silencio» (Levinas, 2009: 69) en sus entendidos como secreto, misterio, insondable profundidad de un mundo fascinante sin palabras que se opone a la habladuría o a la indiscreción. Pero ésa es también una concepción mísera del lenguaje porque «olvida la inhumanidad de un mundo silencioso». El secreto puede ocultar aquello que no se cuenta porque desataría reacciones contrarias, quizás por su ilicitud. Y, por otro lado, el secreto puede proteger la vida privada y la intimidad; si bien en ese caso disponemos de la palabra «discreción». Por tanto, el silencio parece una herramienta más, cuya virtud o inconveniencia dependerá del uso que se le dé; así como un cuchillo sirve para apuñalar pero también para cortar el pan.
Ahora bien, podemos considerar dos tipos de silencio: el que depende de una decisión personal, y aquel silencio que corresponde a un estado natural, sea pasajero o perenne. En francés, estas dos posibilidades del silencio parten de dos raíces latinas que implicaban los mismos significados respectivos: Se taire (callarse) procede del verbo latino tacere. Y être en silence (estar en silencio) se apoya en la base de silere. El primero (tacere) muestra el acto de callar alguna cosa, el silencio activo, mientras que el segundo (silere) refleja el estado silencioso pasivo: la mudez o el mutismo.
Del tacere latino deriva la palabra castellana «tácito», muy usada precisamente en lingüística para designar lo que no se expresa pero se supone o se infiere; y aquel tacere se halla también en la raíz de «taciturno», adjetivo con el que calificamos al que es callado, silencioso, esa persona a quien le molesta hablar. De silere nacerán por su parte en castellano las otras palabras de la familia del silencio: silenciar, silente, silencioso, silenciador...