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Este libro está dedicado a Fedro, mi hijo,
el científico de la familia.
PRESENTACIÓN
Dos palabras
Recuerdo un enorme galerón en el que se acomodaban en hileras docenas de bancas con paletas de escritorio en los que había un papel y un lápiz. La hoja mostraba las opciones profesionales para los jóvenes que, como yo, deberíamos elegir una carrera en el lejanísimo año de 1981. El procedimiento era simple: entraban los adolescentes con mirada nerviosa, una vez sentados buscaban la opción de su preferencia y la marcaban con cuidado en un proceso que no les tomaba más de tres minutos. Me considero un testigo de calidad, ya que lo observé durante los tres cuartos de hora que estuve sentado pensando en lo que quería estudiar. Este pasmo se explicaba porque me sentía muy confuso; me interesaba la historia y a lo largo de mi infancia había devorado las hazañas de Leónidas, las batallas de Bonaparte y los deslices militares del cura Hidalgo. También llamaba mi atención la literatura, ya que mi padre, un hombre de letras, acercó a mí lo que hay que acercar a un adolescente: Sandokan, Holmes, Edmundo Dantés y los personajes de Verne, quienes fueron mis compañeros de largas jornadas juveniles. Sin embargo, nadie vive de leer y muy pocos de escribir. Por último, entre mis opciones estaba la ciencia, a la que me introduje fascinado al conocer la historia del péndulo de Foucault o el viaje de un joven apenas mayor que yo alrededor del mundo a bordo del Beagle para luego proponer la teoría de la evolución. Finalmente me decanté por la biología y su metódico interés por entender el mundo de los seres vivientes, y ahí empezó todo…
Con el paso del tiempo me di cuenta de que la ciencia no es ese cuerpo inexpugnable reservado para una suerte de iniciados, en realidad sus herramientas de trabajo resaltan valores esenciales en la formación de cualquier ser humano: escepticismo razonado, diligencia, honestidad y, por sobre todas las cosas, curiosidad para comprender los procesos naturales. Estos atributos, sin embargo, no han sido suficientemente poderosos para eliminar el extendido prejuicio de que los procesos científicos son incomprensibles y notoriamente poco atractivos para el grueso de la sociedad; no es gratuito que compitan desfavorablemente en diferentes medios de comunicación con la infidelidad de un famoso o el número de pares de zapatos de alguna condesa afortunada.
Siempre he creído que hay un problema asociado a la forma en que se transmiten los mensajes y es por eso que decidí hacer este libro, en el que se reflejan algunos de las temas que me resultan atractivos y que me propongo lo sean para usted: el cambio climático, los fraudes científicos o el análisis metódico de por qué los arqueros en el futbol deberían quedarse en el centro al defender un penal son sólo algunos de los temas que usted encontrará en una suerte de “traducción” personal. Éste no es un texto para iniciados, que ya los hay, se trata de un ejercicio que trata de liberar estos temas de las camisas de fuerza que a veces (y desgraciadamente) imponen los códigos científicos.
Siempre han llamado mi atención los traductores: ¿qué misteriosos caminos los llevaron a elegir dicho oficio?, ¿acaso el azar de contar con una lengua materna y nacer en un país ajeno?, ¿quizá una vocación de enlazar a esta enorme Babel que es nuestro mundo? No lo sé, pero el hecho es que su misión semiótica consiste en explicar al turista que la catedral de San Marcos se llama así porque un puñado de venecianos hurtó los restos de tan noble varón o, en su defecto, en plantearle al delegado chino ante la ONU que Rusia considera con firmeza frenar sus exportaciones si continúan por el camino que llevan.
Esta digresión se vincula con las tareas de divulgación y los caminos de este libro. En términos muy llanos, se asume que un divulgador científico es aquella persona con las notables capacidades de transmitirle a un lego los misteriosos e intrincados caminos de la investigación científica. Esto representa un problema; desde niños se nos inculca la idea de que la ciencia es un corpus inescrutable destinado solamente a lumbreras, y que más vale, si no se cuenta con poderosas herramientas intelectuales, apartarse de este conocimiento como alguien se aparta de una plaga. Como he explicado, uno de los propósitos de este libro es desmontar esta percepción.
Inicié mis tareas como divulgador de manera muy intuitiva, e inspirado por pesos pesados como Carl Sagan o Stephen Jay Gould. Son ya muchos años en esta tarea y lo que usted tiene en sus manos, querido lector, es un compendio en el que advertirá algunas obsesiones en las que los tonos son variables en función de los destinatarios originales de estas líneas.
Cada artículo parte de una premisa personal. Escribo acerca de lo que me parece interesante e informativo, y por supuesto ignoro si a usted le parecerá lo mismo, pero sinceramente lo espero. En estos tiempos de celulares, redes sociales y oligofrenia en los que ya no se pregunta acerca de los libros que se leen sino de las series de mayor entretenimiento, lanzo una pica en favor de la lectura. Si usted realiza este ejercicio con este libro y, más importante aún, lo disfruta, le quedaré eternamente agradecido. ¡Salud!
La Florida, marzo de 2017
Darwin y Wallace: las cartas marcadas
El 24 de noviembre de 1859, Darwin publicó su teoría evolutiva en el libro que todos conocemos como El origen de las especies. La edición constó de mil 250 ejemplares que se agotaron el mismo día pese a que Darwin, en una carta que envió a Charles Lyell en septiembre de ese año, decía (¿con ingenuidad?): “Murray ha impreso mil 250 ejemplares, lo cual me parece una edición demasiado voluminosa, pero espero que no sufra pérdidas”. De tal evento, que sentó las bases de la biología moderna, se pueden desprender dos hechos: a) ¿cómo demonios se agotó la edición el mismo día?, y b) Darwin tenía la modestia de una señorita victoriana. Un tercer hecho que me dejó muy impresionado lo explicó mi maestra de evolución, la popular Berthita, una mujer que a juzgar por su edad fue testigo de los hechos. Al iniciar su explicación nos dijo, suspirando como Margarita Gauthier: “Ay, muchachos, y pensar que todo empezó con una carta…”.
La carta a la que se refería la maestra Berthita fue recibida por Charles Darwin el viernes 18 de junio de 1858. El remitente era Alfred Russel Wallace, un joven naturalista que trabajaba en el archipiélago
¿En qué se le habían adelantado? En la primicia sobre la teoría evolutiva: Wallace exponía un resumen de las ideas que a Darwin, quien por cautela no las había hecho públicas, le había tomado más de 20 años elaborar. Era el escenario de un drama perfecto. Por un lado, un hombre de 49 años (Darwin) acumulando las evidencias de una vida para proponer la teoría más revolucionaria desde que Newton transformó el pensamiento científico; por el otro, un joven (Wallace) que había tenido un chispazo genial y lo daba a conocer por medio de la dichosa carta.