DISFRUTAR LA VEJEZ
Los filósofos distinguen entre el conocimiento por familiaridad y el conocimiento por descripción. Los lectores de este libro encontrarán un poco de ambos. He tenido conocimiento de la vejez por experiencia propia durante bastantes años y la doctora Vaughan conoce muy bien cómo la han descrito los estudiosos del tema. Mucho de lo que se sigue, tomado en parte de mi trabajo sobre el autocontrol intelectual, describe mis propias soluciones al problema de envejecer. El resto, que primordialmente constituye la colaboración de la doctora Vaughan, procede de la literatura existente de la vejez.
Si este libro fuese un tratado científico, deberíamos haberlo escrito de manera muy diferente. Su contenido habría sido mucho más fácil de relacionar con otros hechos del comportamiento humano y más útil en nuevas investigaciones de los problemas de la vejez, pero no habría servido a nuestro propósito, puesto que habría quedado fuera del alcance de millones de personas que no quieren pensar en la vejez de una manera científica, pero, aun así, desean dar los pasos necesarios para tener una vejez feliz. El lector debe decidir por sí mismo si en el lenguaje cotidiano hemos conseguido alcanzar nuestro propósito, y los científicos del comportamiento, por su parte, será necesario que efectúen su propia traducción (encontrarán para ello algunas sugerencias al final del libro).
Título Original: Enjoy old age
Traductor: Fibla, Jordi
©1983, Skinner, B. F. y Vaughan, M. E.
©1983, Ediciones Martínez Roca
Colección: Libros Universitarios y Proifesionales
ISBN: 9788427010437
Generado con: QualityEbook v0.87
Generado por: AsA, 03/12/2019
Traducción de JORDI FIBLA
Revisión de RAMON BAYÉS
A la memoria de mi padre,
William Arthur Skinner
B. F. S.
A la memoria de mi padre,
Roben Bergh Cedergren
M. E. V.
Agradecimientos
LOS AUTORES agradecen a Jean Kirwan Fargo su valiosa ayuda en la preparación del manuscrito.
Hemos utilizado un trabajo escrito por el autor de más edad, «Autocontrol intelectual en la vejez», que apareció en la revista American Psychologist, en marzo de 1983, y agradecemos el permiso para usarlo.
Prólogo
EN LA reunión anual de la Asociación Psicológica Americana, en agosto de 1982, presenté el trabajo titulado «Autocontrol intelectual en la vejez», en el que pasaba revista a algunos de los procedimientos que había puesto en práctica para mantenerme activo intelectualmente. Tenía entonces setenta y ocho años. No era un trabajo de investigación científica, sino un relato de mis propias prácticas, algunas de las cuales eran poco más que normas de sentido común, otras procedían de mis lecturas, y muchas eran aplicaciones de lo que había aprendido de una ciencia llamada Análisis Experimental del Comportamiento.
En la misma reunión científica presenté otra comunicación que, a mi modo de ver, era mucho más importante, titulada «Por qué no actuamos para salvar al mundo», pero todos los periódicos y semanarios se limitaron a recoger mis observaciones sobre la vejez. Solicitaron mi presencia en programas matinales de televisión, y me hicieron entrevistas televisadas y radiofónicas. Muchas personas me escribieron para contarme sus problemas o los de sus padres de edad avanzada. Recibí innumerables peticiones del texto de mi trabajo y envié centenares de copias. Era evidente que una gran cantidad de público estaba interesada en hacer algo sobre la vejez.
Una docena de editores pronto me pidieron que ampliara mi comunicación y la convirtiera en libro. Por desgracia, una de las cosas que había recomendado era la conveniencia, a medida que uno envejece, de reducir los compromisos. Por aquel entonces estaba terminando el último volumen de mi autobiografía y, con la ayuda de unos colegas, ya había empezado a escribir otros dos libros. ¿Sería juicioso comenzar un tercero?
Uno de estos colegas era la doctora Margaret Vaughan, con la que escribía una versión ampliada de mi informe sobre por qué no actuábamos para salvar al mundo. La doctora había seguido un curso de gerontología, conocía bien este campo y, de hecho, me había ayudado en la preparación de mi informe. Por aquellos días estaba escribiendo un folleto que los Institutos Nacionales de Sanidad distribuirían a los médicos, como ayuda para aconsejar a sus pacientes de más edad. Margaret y yo nos formulamos la pregunta de si podríamos escribir un libro sobre la vejez sin que ello supusiera un obstáculo excesivo para nuestros demás trabajos. Nos pareció que podríamos hacerlo si renunciábamos a ocuparnos de problemas médicos o económicos y nos limitábamos a la vida cotidiana de los ancianos activos. El resultado es el libro que el lector tiene entre sus manos.
Los filósofos distinguen entre el conocimiento por familiaridad y el conocimiento por descripción. Los lectores de este libro encontrarán un poco de ambos. He tenido conocimiento de la vejez por experiencia propia durante bastantes años, y la doctora Vaughan conoce muy bien cómo la han descrito los estudiosos del tema. Mucho de lo que sigue, tomado en parte de mi trabajo sobre el autocontrol intelectual, describe mis propias soluciones al problema de envejecer. El resto, que primordialmente constituye la colaboración de la doctora Vaughan, procede de la literatura existente acerca de la vejez.
Puede hacerse otra distinción entre los tipos de conocimiento. En todo campo científico hay dos lenguajes. El astrónomo habla uno de ellos cuando les dice a sus hijos que, después de que el sol se haya puesto, saldrán las estrellas, mientras que habla en un lenguaje distinto con sus colegas. Hace muchos años, sir Arthur Eddington llamó la atención hacia las dos mesas del físico: la mesa de escribir que utiliza y la misma mesa como una colección de partículas en un espacio vacío en su mayor parte. Los estudiosos del comportamiento también hablan dos lenguajes, y con mucha mayor frecuencia se les interpreta mal cuando lo hacen así. Nuestro idioma cotidiano está cuajado de términos que proceden de las maneras antiguas de explicar la acción humana. No pueden utilizarse en ninguna clase de ciencia rigurosa, pero a menudo son efectivos en la conversación corriente.
Si este libro fuese un tratado científico, deberíamos haberlo escrito de un modo muy diferente. Su contenido habría sido mucho más fácil de relacionar con otros hechos sobre el comportamiento humano y más útil en nuevas investigaciones de los problemas de la vejez, pero no habría servido a nuestro propósito, puesto que habría quedado fuera del alcance de millones de personas que no quieren pensar en la vejez de una manera científica, pero, aun así, desean dar los pasos necesarios para tener una vejez feliz. El lector debe decidir por sí mismo si en el lenguaje cotidiano hemos conseguido alcanzar nuestro propósito, y los científicos del comportamiento, por su parte, será necesario que efectúen su propia traducción (encontrarán para ello algunas sugerencias al final del libro).
B. F. SKINNER
Cambridge, Massachusetts,
enero de 1983
1
Pensar en la vejez
COMO todo el mundo sabe, el número de personas ancianas en el mundo aumenta rápidamente. En la actualidad, existen en Estados Unidos veintiséis millones de hombres y mujeres cuya edad supera los sesenta y cinco años, mientras que en 1900 esta cifra era sólo de tres millones. A principios de siglo uno podía esperar una vida media de cuarenta y siete años; en la actualidad la cifra es de setenta años para los hombres y setenta y ocho para las mujeres. Durante la década de 1980, según la Oficina del Censo de Estados Unidos, se producirá un aumento del 33% en el número de personas mayores de setenta y cinco años. Hoy en día sólo el 5% de los mayores de sesenta y cinco años vive en residencias para ancianos, y únicamente el 15 % con sus familias y, posiblemente, recibe cuidados de las mismas. En consecuencia, el 80% vive de manera independiente —solos o con otra persona— y se dice que el 82% de ellos vive con un grado de salud que oscila entre moderado y bueno. Estos logros se deben a los avances en la medicina, el aumento de disponibilidad de los servicios médicos y un mejor nivel de vida.