Prologo de la segunda edición
Costeada por la generosidad del doctor Lluria.
El libro actual es una reproducción, con numerosos retoques y desarrollos, de mi discurso de ingreso en la Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales (sesión del 5 de diciembre de 1897).
Como otras muchas oraciones académicas harto más merecedoras de publicidad, este discurso hubiera quedado olvidado en los anaqueles de las bibliotecas oficiales si un querido amigo nuestro, el doctor Lluria, no hubiera tenido la generosidad de reimprimirlo a su costa, a fin de regalarlo a los estudiantes y a los aficionados a las tareas de laboratorio.
Cree el doctor Lluria (y Dios le pague tan hermosas ilusiones) que los consejos y advertencias contenidos en dicho trabajo, pueden ser, como emanados de un apasionamiento de la investigación, de algún provecho para promover el amor y entusiasmo de la juventud estudiosa hacia las empresas del laboratorio.
Ignoro si, en efecto, los referidos consejos, expuestos con fervor y entusiasmo quizá un tanto exagerado e ingenuos, tendrán positiva utilidad para el efecto de formar investigadores. Por mi parte, diré solamente que, acaso por no haberlos recibido de ninguno de mis deudos o profesores cuando concebí el temerario empeño de consagrarme a la religión del laboratorio, perdí, en tentativas inútiles, lo mejor de mi investigación científica. ¡En cuántas ocasiones me sucedió, por ignorar las fuentes bibliográficas (y desgraciadamente no siempre por falta de diligencia, sino de recursos pecuniarios) y no encontrar un guía orientador, descubrir hechos anatómicos ya por entonces divulgados en lenguas que ignoraba y que ignoran también aquellos que debieron saberlas!
¡Y cuántas veces me ocurrió también, por carecer de disciplina, y sobre todo por vivir alejado de ese ambiente intelectual del cual recibe el investigador novel estímulos y energías, abandonar la labor en el momento en que, fatigado y hastiado, no tanto del trabajo cuanto de mi triste y enervadora soledad, comenzaba a columbrar los primeros tenues albores de la idea nueva!
La rutina científica y la servidumbre mental al extranjero reinaban tan despóticamente entonces en nuestras escuelas que, al solo anuncio de que yo, humilde médico recién salido de las aulas, sin etiqueta oficial prestigiosa, me proponía publicar cierto trabajo experimental sobre la inflamación (trabajo que, como obra de novicio, fue malo e incompleto), alguno de los profesores de mi querida Universidad de Zaragoza, y no ciertamente de los peores, exclamó estupefacto: «Pero ¡quién es Cajal para atreverse a juzgar los trabajos de los sabios!» Y cuenta que este profesor era por aquellos tiempos (1880) el publicista de nuestra Facultad y una de las cabezas más modernas y mejor orientadas por la misma; pero abrigaba la creencia (desgraciadamente profesada todavía por muchos de nuestros catedráticos, ignoro si con sinceridad o a título de expediente cómodo para cohonestar la propia pereza) de que las conquistas científicas no son fruto del trabajo metódico, sino dones del cielo, gracias generosamente otorgadas por la Providencia a unos cuantos privilegiados, inevitablemente pertenecientes a las naciones más laboriosas, es decir, a Francia, Inglaterra, Alemania e Italia. Con cuya peregrina teoría, si sale malparada España, se injuria gravemente a la Providencia, a quien se pinta como resuelta a escoger sus confidentes, ennobleciéndolos con la llama del genio, entre los herejes, librepensadores o católicos más o menos tibios de otras naciones.
Afortunadamente, los tiempos han cambiado. Hoy, el investigador en España no es el solitario de antaño. Todavía no son legión, pero contamos ya con pléyade de jóvenes entusiastas a quienes el amor a la ciencia y el deseo de colaborar en la obra magna del progreso mantienen en confortadora comunión espiritual. Actualmente, en fin, han perdido su desoladora eficacia estas preguntas que todos los aficionados a la ciencia nos hemos hecho al dar nuestros primeros inciertos pasos: Esto que yo hago, ¿a quién importa aquí? ¿A quién contaré el gozo producido por mi pequeño descubrimiento que no se ría desdeñosamente o no se mueva a compasión irritante? Si acierto, ¿quién aplaudirá?, y si me equivoco, ¿quién me corregirá y me alentará para proseguir?
Algunos lectores del presente discurso me han advertido, en son de crítica benévola, que doy demasiada importancia a la disciplina de la voluntad y poca a las aptitudes excepcionales concurrentes en los grandes investigadores. No seré yo, ciertamente, quien niegue que los más ilustres iniciadores científicos pertenecen a la aristocracia del espíritu, y han sido capacidades mentales muy elevadas, a las cuales no llegaremos nunca, por mucho que nos esforcemos, los que figuramos en el montón de los trabajadores modestos. Pero después de hacer esta concesión, que es de pura justicia, sigo creyendo que a todo hombre de regular entendimiento y ansioso de nombradía, le queda todavía mucho campo donde ejercitar su actividad y de tener la fortuna que, a semejanza de la lotería, no sonríe siempre a los ricos, sino que se complace, de vez en cuando, en alegrar el hogar de los humildes, además, que todo hombre puede ser, si se lo propone, escultor de su propio cerebro, y que aun el peor dotado es susceptible, al modo de las tierras pobres, pero bien cultivadas y abonadas, de rendir copiosa mies.
Acaso me equivoque, pero declaro sinceramente que en mis excursiones por el extranjero y en mis conversaciones con sabios ilustres, he sacado la impresión (salvada tal cual excepción) de que la mayoría de éstos pertenece a la categoría de las inteligencias regulares, pero disciplinadas, muy cultivadas y movidas por avidez insaciable de celebridad. Es más: en alguna ocasión he topado con sabios renombrados inferiores, tanto por sus pasiones como por su inteligencia, al descubrimiento que los sacó de la oscuridad, y al cual llegaron por los ciegos e inesperados caminos del azar. El caso de Courtois, del cual ha dicho un ingenioso escritor que no se sabe si fue él quien descubrió el yodo, o si el yodo lo descubrió a él, es más frecuente de lo que muchos se figuran.
De cualquier modo, ¿qué nos cuesta probar si somos capaces de crear ciencia original? ¿Cómo sabremos, en fin, si entre nosotros existe alguno dotado de superiores aptitudes para la ciencia, si no procuramos crearle, con las excelencias de una disciplina moral y técnica apropiadas, la ocasión de que se revele? Como dice Balmes, «si Hércules no hubiera manejado nunca más que un bastón, nunca creyera ser capaz de blandir la pesada clava».
Acuden a mi mente muchos ejemplos que testifican cómo una medianía, asistida por una cultura asidua e inflamada en la noble pasión del patriotismo, puede llegar a hacer verdaderos descubrimientos; pero, como no hay cosa más molesta a los hombres o a las naciones que el dictado de pobreza de espíritu, ni juicio más antipático a los ojos del hombre de mérito que atribuir solamente sus éxitos a la terca continuidad en el trabajo, séame permitido, a fin de evitarme resquemores y discriminaciones enojosas, ofrecerme yo mismo como caso. Sin pecar de petulante o presuntuoso, creo que puedo considerarme autor de algunos descubrimientos anatómicos que, por confirmados y sabidos, se citan como adquisiciones definitivas de la ciencia; y no cuento en mi activo con las teorías e hipótesis lanzadas a la polémica por mi imaginación inquieta e impaciente, pues las teorías suelen representar síntesis prematuras de fenómenos incompletamente conocidos, y están, por tanto, sujetas al vaivén de los sistemas, corriendo el riesgo de desaparecer ante los nuevos progresos. (En ciencia el hecho queda, pero la teoría se renueva).
Ahora bien: estos hechos nuevos constituyen exclusivamente el fruto del trabajo fecundado por la energía de una voluntad resuelta a crear algo original.
¿Es que poseo aptitudes especiales para la labor científica? Niégolo en redondo; y si la insignificancia misma de la labor lograda no lo acreditara demasiado, lo probaría también la historia de mi juventud, declarada por boca de mis maestros y condiscípulos, la mayor parte de los cuales vive todavía. Ellos dirán cómo yo fui, durante el bachillerato, uno de los alumnos más indóciles, turbulentos y desaplicados, y cómo al llegar a la Universidad y cursar (y no ciertamente por espontánea voluntad) la carrera de Medicina en Zaragoza, no brillé ni poco ni mucho en las aulas, donde, exceptuando algunas asignaturas en las cuales estímulos paternos, harto insinuantes y enérgicos para ser desatendidos, me obligaron a fijar la atención, figuré constantemente entre los medianos, o, a lo más, entre los regulares. Ellos podrían decir también que, desde el punto de vista de la inteligencia, de la memoria, de la imaginación o de la palabra, en nuestra clase de cuarenta alumnos escasos se contaban lo menos diez o doce que me aventajaban.