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Desmond Morris - Comportamiento íntimo

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Desmond Morris Comportamiento íntimo
  • Libro:
    Comportamiento íntimo
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1971
  • Índice:
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Comportamiento íntimo: resumen, descripción y anotación

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LAS RAÍCES DE LA INTIMIDAD

Como ser humano que es, usted puede comunicarse conmigo de muchas maneras. Yo puedo leer lo que usted escribe, escuchar las palabras que pronuncia, oír su risa y su llanto, mirar la expresión de su rostro, observar las acciones que realiza, oler el perfume que lleva, y sentir su abrazo. En lenguaje vulgar, podemos referimos a estas interacciones diciendo que «establecemos contacto» o «mantenemos contacto»; sin embargo, sólo la última involucra un contado corporal. Todas las demás se realizan a distancia. El empleo de palabras tales como «contacto» y «tacto» al referirnos a actividades tales con la escritura, la vocalización o las señales visuales, es, si lo consideramos objetivamente, extraño y bastante revelador. Es como si aceptásemos automáticamente que el contacto corporal es la forma más fundamental de comunicación.

Hay otros ejemplos de esto. Así, hablamos con frecuencia de «tener el corazón en un puño», de «escenas» que nos tocan en lo más «vivo» o de «sentimientos heridos», y decimos que un orador «tiene al público en la mano». En ninguno de estos casos hay agarrón, tocamiento, sensación o manejo; pero esto parece no importar. El empleo de metáforas de contacto físico es un medio eficaz de expresar las persas emociones implicadas en diferentes contextos.

La explicación es bastante sencilla. En la primera infancia, antes de que supiésemos hablar o escribir, el contacto corporal fue un tema dominante. La interacción física directa con la madre tuvo una importancia suprema y nos dejó su marca. E incluso antes, dentro del claustro materno, antes de que pudiésemos, no ya hablar o escribir, sino ver u oler, fue un elemento aún más poderoso de nuestras vidas. Si queremos comprender las muchas maneras curiosas, y a veces fuertemente reprimidas, en que establecemos contactos físicos con otros durante la vida adulta, debemos empezar por volver a nuestros remotos orígenes, cuando no éramos más que embriones dentro del cuerpo de nuestras madres. Las intimidades del útero, que raras veces tomamos en consideración, nos mudarán a comprender las intimidades de la infancia, de las que solemos prescindir porque las damos por sabidas, y las intimidades de la infancia nos ayudarán, al ser vistas y examinadas de nuevo, a explicar las intimidades de la vida adulta, que tan a menudo nos confunden, nos intrigan e incluso nos inquietan.

Las primerísimas impresiones que recibimos como seres vivos, al flotar acurrucados dentro del muro protector del útero materno, son sin duda sensaciones de íntimo contacto corporal. Por consiguiente, la principal excitación del sistema nervioso en desarrollo toma, en esta fase, la forma de variadas sensaciones de tacto, presión y movimiento. Toda la superficie de la piel del feto se baña en el tibio líquido uterino de la madre. Al crecer aquél y apretarse el cuerpo en desarrollo contra los tejidos de la madre, el suave abrazo del saco uterino envolvente se hace gradualmente más firme, estrechando más y más al feto a cada semana que transcurre. Además, a lo largo de todo este periodo, la criatura que se está desarrollando se ve sometida a la presión variable de la rítmica respiración de los pulmones de la madre y a un suave y regular movimiento de balanceo, cuando la madre camina.

Cuando, en los tres últimos meses antes del nacimiento, el embarazo toca ya a su fin el niño es también capaz de oír. Todavía no puede ver, ni gustar, ni oler; pero cosas que resuenan en la noche del claustro materno pueden ser claramente detectadas. Si se produce un ruido fuerte y agudo cerca del vientre de la madre, la criatura se sobresalta. Su movimiento puede ser fácilmente registrado por instrumentos sensibles, o incluso ser lo bastante fuerte para que la madre lo sienta. Esto significa que durante este período, el niño es indudablemente capaz de oír el rítmico latido del corazón de la madre, 72 veces por minuto. Éste quedará grabado como la principal señal sonora de la vida intrauterina.

Éstas son, pues, nuestras primeras y verdaderas experiencias vitales: flotar en un líquido tibio, permanecer acurrucados en un abrazo total, balancearnos con las oscilaciones del cuerpo en movimiento y escuchar los latidos del corazón de la madre. Nuestra prolongada exposición a estas sensaciones, a falta de otros estímulos, dejan una huella duradera en nuestro cerebro, una impresión de seguridad, de bienestar y de pasividad.

De pronto, esta dicha intrauterina se ve rápidamente destruida por lo que debe ser una de las experiencias más traumáticas de toda nuestra vida: el acto de nacer. En cuestión de horas, el útero se transforma de nido mullido, en violento y opresor saco de músculos, el músculo más vasto y poderoso de todo el cuerpo humano, incluidos los brazos de los atletas. El perezoso abrazo que era como un apretón cariñoso se convierte en una constricción aplastante. El recién nacido no nos saluda con una sonrisa feliz, sino con la tensa y convulsa expresión facial de una victima desesperada. Su llanto, que suena como música dulcísima a los oídos de los ansiosos padres, es en realidad muy parecido a un grito salvaje de pánico ciego, al perder de pronto su íntimo contacto con el cuerpo de la madre.

En el momento de nacer, el niño aparece fláccido, como de goma blanda y mojada: pero casi inmediatamente boquea y absorbe su primer aliento. Después, a los cinco a seis segundos, empieza a llorar. Mueve la cabeza, los brazos y las piernas con creciente intensidad, y, durante media hora, sigue protestando, con irregulares sacudidas de los miembros, jadeos, muecas y gritos, hasta que se sume, generalmente, en un profundo y largo sueño.

De momento, el drama ha terminado; pero cuando el niño se despierta necesita un gran cuidado maternal, contacto e intimidad para compensar la perdida comodidad de la matriz. Estos sustitutos post uterinos se los proporciona, de muchas maneras, la madre a los que la ayudan. El más natural es remplazar el abrazo del útero por el de los brazos de la madre. El abrazo maternal ideal es el que abarca todo el niño, de modo que la superficie del cuerpo de éste establezca con el de la madre el mayor contacto posible, sin dificultar su respiración. Existe una gran diferencia entre abrazar al niño o simplemente sostenerlo. El adulto que sostiene un niño can el mínimo contacto no tarda en descubrir que esto reduce extraordinariamente el valor reconfortante de su acción. El pecho, los brazos y las manos de la madre deben procurar reproducir el abrigo total de la matriz perdida.

A veces, no basta con el brazo, sino que hay que añadir otros elementos similares a los de la matriz. Sin saber muy bien por qué la madre empieza a mecer suavemente al niño de un lado a otro. Esto tiene un poderoso efecto sedante; pero, si no basta, debe levantarse y dar pasos hacia delante y hacia atrás, con el niño acunado en los brazos. De vez en cuando, conviene que lo sacuda brevemente arriba y abajo. Todas estas intimidades ejercen una influencia reconfortante sobre el niño inquieto o llorón y, al parecer, esto se debe a que imitan algunos de los ritmos experimentados por la criatura antes de nacer. La presunción más natural es que aquéllas reproducen las suaves oscilaciones sentidas por el niño en el claustro materno cuando la madre caminaba durante su embarazo. Pero esto tiene una falla. Suele equivocarse la rapidez. El ritmo del cuneo es considerablemente más lento que el de la marcha normal. Además, cuando «se pasea al niño» se hace a un paso mucho más lento que cuando se anda con normalidad.

Recientemente, se han realizado experimentos para averiguar el ritmo ideal de la cuna. Si era demasiado lento o demasiado rápido, el movimiento producía muy poco efecto sedante, si es que producía alguno; pero cuando se imprimió a la cuna mecánica de sesenta a setenta oscilaciones por minuto, el cambio fue sorprendente: los niños en observación se tranquilizaron inmediatamente y lloraron mucho menos. Aunque las madres varían en la rapidez con que mecen a sus hijos cuando los llevan en brazos, su ritmo típico es muy parecido al de los experimentos, y lo propio puede decirse de cuando «pasea al niño». Sin embargo, en circunstancias normales, la rapidez de la marcha suele exceder de los cien pasos por minuto.

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