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Immanuel Kant - Historia natural y teoría general del cielo

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Immanuel Kant Historia natural y teoría general del cielo
  • Libro:
    Historia natural y teoría general del cielo
  • Autor:
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    ePubLibre
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  • Año:
    1755
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Historia natural y teoría general del cielo: resumen, descripción y anotación

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APÉNDICE AL CAPÍTULO VII
TEORÍA GENERAL E HISTORIA DEL SOL

Existe todavía una cuestión principal cuya solución es indispensable en la teoría sobre la naturaleza del cielo y en una cosmogonía completa. ¿A qué se debe que el centro de cada sistema esté ocupado por un cuerpo ardiente? Nuestra estructura planetaria tiene al sol como cuerpo central, y las estrellas fijas que vemos, son según toda apariencia centros de sistemas similares.

Para comprender por qué en la formación de un sistema mundial el cuerpo que sirve de centro de atracción, ha tenido que ser un cuerpo ígneo, mientras los restantes globos de su esfera de atracción permanecieron como cuerpos siderales oscuros y fríos, basta con recordarse la forma de creación de un sistema mundial tal como la hemos expuesto detenidamente en los capítulos anteriores. En el espacio dilatadamente extendido en el cual la materia elemental dispersa se dispone en formaciones y movimientos sistemáticos, los planetas y cometas se forman únicamente de aquella parte de la materia elemental atraída hacia el centro que por la caída y la influencia mutua de todas las partículas ha sido determinada a la exacta limitación de la dirección y velocidad que es necesaria para el movimiento giratorio. Esta parte, según hemos demostrado más arriba, es la menor de toda la cantidad de materia que cae, y nada más que una selección de especies más densas que por la resistencia de las otras han podido llegar a este grado de exactitud. Dentro de este conjunto se hallan especies en caída de extrema liviandad que debido a la resistencia del espacio no penetran por su caída a la necesaria velocidad de las revoluciones periódicas y que por la debilidad de su impulso son arrojadas enteramente hacia el cuerpo central. Y como estas partes más livianas y fugaces son al mismo tiempo las más eficaces para mantener el fuego, vemos que al agregársele, el cuerpo y centro del sistema recibe el privilegio de transformarse en un globo ardiente, es decir, en un sol. En cambio, la materia más pesada e ineficaz y la falta de estas partículas que alimentan el fuego, hará que los planetas sean sólo conglomerados fríos y muertos, carentes de aquella propiedad.

Por este agregado de materias tan livianas ha sido también que el sol ha obtenido la menor densidad específica, por la cual es cuatro veces inferior en densidad a nuestra Tierra, el tercer planeta en la distancia del sol, aunque sería natural creer que en este centro del sistema mundial, por ser el lugar más bajo, deberían encontrarse las especies más pesadas y densas de la materia las que harían que sin el agregado de una cantidad tan grande de la materia más liviana superaría la densidad de todos los planetas.

La mezcla de especies más densas y pesadas de los elementos con éstas más livianas y fugaces sirve también para predisponer al cuerpo central para el fuego más violento que debe arder y ser mantenido en su superficie. Porque sabemos que el fuego en cuyo alimento se hallan mezcladas materias densas con otras fugaces, aventaja en violencia aquellas llamas que sólo son mantenidas por las especies livianas. Y esta mezcla de algunas especies pesadas con otras más livianas es una consecuencia necesaria de nuestra teoría de la formación de los cuerpos siderales y tiene además la ventaja que la violencia del fuego no dispersa en forma repentina la materia combustible de la superficie y que ésta es alimentada en forma paulatina y continua por la afluencia de alimento desde el interior.

Solucionada así la cuestión de porqué el cuerpo central de un gran sistema sideral es un globo ardiente, es decir un sol, no parece superfluo seguir ocupándose algún tiempo de este tema y de explorar el estado de este cuerpo con diligente examen, máxime porque las suposiciones pueden ser deducidas en este caso de argumentos más valiosos que lo suelen ser por lo general en las exploraciones del estado de cuerpos siderales lejanos.

En primer lugar, establezco que no se puede dudar de que el sol sea en realidad un cuerpo ardiente y no una masa calentada hasta el grado extremo de materia fundida e incandescente, tal como algunos han querido concluir a causa de ciertas dificultades que han encontrado en la primera suposición. Pues considerando que un fuego llameante tiene ante cualquier otra clase de calor la esencial ventaja de que, para decirlo así, tiene su origen en sí mismo y, en vez de disminuir o agotarse por la propagación, recibe precisamente de ella mayor fuerza y violencia, exigiendo pues sólo materia y alimento para conservarse y durar permanentemente; y considerando además que el ardor de una masa calentada hasta el grado extremo es sólo un estado pasivo que disminuye incesantemente por el contacto de la materia afectada y carece de fuerzas propias para propagarse desde un pequeño foco o de revivir después de una disminución, considerando, repito, todo ello y dejando a un lado los otros argumentos, se evidencia ya suficientemente que según toda probabilidad debe atribuirse aquella calidad al sol, fuente de la luz y del calor en cualquier sistema mundial.

Si el sol, o los soles en general, son globos ardientes, la primera característica de su superficie que se puede derivar de este hecho, es que en ellas debe existir el aire, puesto que sin aire no arde ningún fuego. Esta circunstancia da motivo a notables conclusiones. Pues poniendo primero la atmósfera del sol y su peso en relación al conglomerado del sol, ¿en qué grado de compresión no estará este aire, y cuánto poder no tendrá precisamente por ello para mantener con su fuerza elástica los más violentos grados del fuego? En esta atmósfera se levantan también, según puede suponerse, las columnas de humo de las materias disueltas por la llama, las que sin ninguna duda abarcan una mezcla de partículas gruesas y más livianas que, levantadas a una altura en que reina un aire que para ellas es fresco, se precipitan en pesadas lluvias de brea y azufre, dando nuevo alimento a la llama. Esta misma atmósfera por causas iguales que la de nuestra tierra, no se halla libre de los movimientos de los vientos que según toda apariencia deben superar en violencia cualquier grado que la imaginación pueda representarse. Cuando alguna zona en la superficie del sol, sea a causa de la fuerza asfixiante de los vapores que estallan, sea por una escasa afluencia de materias combustibles ve reducida la violencia de las llamas, el aire que se halla encima de ella se enfría algo y al contraerse permite al aire de la zona vecina a penetrar en su espacio con una fuerza correspondiente al exceso de su tensión, reavivando así la llama extinguida.

Sin embargo, toda llama gasta siempre mucho aire, y no existe duda de que la elasticidad del elemento aéreo líquido que rodea el sol, ha de sufrir no poca desventaja dentro de algún tiempo. Aplicando en escala grande lo que el Señor Hales ha demostrado sobre este punto por medio de cuidadosos experimentos con respecto a nuestra atmósfera, habrá que considerar la permanente tendencia de las partículas de humo que salen de la llama a destruir la elasticidad de la atmósfera solar, como un problema central cuya solución ofrece dificultades. Pues como la llama que arde sobre toda la superficie del sol se priva a sí misma del aire que les es indispensable para arder, el sol está en peligro de extinguirse cuando la mayor parte de su atmósfera haya sido gastada. Es cierto que el fuego produce también aire por la disolución de ciertas materias, pero los experimentos demuestran que siempre se gasta más de lo que se produce. También es cierto que cuando una parte del fuego solar bajo los vapores asfixiantes es privado del aire que sirve para conservarlo, habrá violentas tempestades, según dijimos, que tratarán de disiparlos y alejarlos. Pero en general, la renovación de aquel elemento necesario sólo podrá ser comprendida considerando que el calor de un fuego llameante que casi únicamente se dirige hacia arriba y apenas hacia abajo, al ser ahogado por la causa indicada dirige su violencia contra el interior del cuerpo solar y obliga sus profundos abismos a dejar salir el aire encerrado en sus cavidades, dando nuevo alimento al fuego, y suponiendo además con una libertad que un tema tan desconocido permite, que en estas entrañas del sol haya principalmente materias que, como el salitre, son inagotables en aire elástico. De esta manera, el fuego solar no podrá carecer durante períodos extremadamente largos de la afluencia de un aire continuadamente renovado.

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