Immanuel Kant - Filosofía de la Historia
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- Libro:Filosofía de la Historia
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- Editor:ePubLibre
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- Año:1798
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Filosofía de la Historia: resumen, descripción y anotación
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1786
Es lícito esparcir en el curso de una historia presunciones que llenen las lagunas que ofrecen las noticias} porque lo antecedente, en calidad de causa lejana, y lo consiguiente, como efecto, pueden ofrecernos una dirección bastante segura para el descubrimiento de las cansas intermedias que nos hagan comprensible el tránsito. Pero pretender que una historia surja por entero de presunciones no parece diferenciarse mucho del proyecto de una novela. Como que tampoco llevaría el título de historia presunta, sino de pura invención. Sin embargo, lo que no puede osarse en el curso de la historia de las acciones humanas, puede intentarse en sus orígenes y en la medida en que se deben a la Naturaleza. Porque no hará falta inventarla, sino que puede ser sacada de la experiencia si se supone que ésta en los comienzos no fue ni mejor ni peor que la que ahora conocemos; supuesto que se compadece con la analogía de la Naturaleza y no implica ninguna osadía; por esto una historia del primer desenvolvimiento de la libertad a partir de su germen original en la naturaleza del hombre, es cosa bien distinta de la historia de la libertad en su decurso, que no puede fundarse más que en noticias.
De todos modos, como las presunciones no pueden proclamar demasiado alto sus pretensiones de asentimiento, sino que tienen que presentarse como movimientos que se le consienten a la imaginación, acompañada de razón, para recreo y salud del ánimo y en ningún caso como algo serio; por esto, mal se pueden medir con aquellas historias que sobre ese mismo acontecimiento se exponen y aceptan como auténticas noticias y cuya comprobación descansa en fundamentos bien distintos de la pura filosofía natural. Por esto mismo, pues emprendo un viaje de placer, séame permitido servirme, como de mapa viajero, de un testimonio sagrado, y pueda yo imaginar que, en este viaje hecho en alas de la fantasía, no sin alguna dirección razonable procedente de la experiencia, tropiezo con el mismo camino que ese testimonio marcó. El lector hojeará el libro I de Moisés cap. II-VI y podrá seguir en detalle si el camino señalado conceptualmente por la filosofía coincide con el del libro sagrado.
Si no queremos perdernos en suposiciones, tendremos que poner el principio en aquello que ya no admite derivación alguna de causas naturales anteriores por medio de la razón humana, a saber, la existencia del hombre; y ya mayor y porque tiene que prescindir de la ayuda materna; aparejado, para que procree; y una sola pareja, para que no surja en seguida la guerra, como ocurriría de estar los hombres juntos siendo extraños los unos a los otros, o también para que no achacáramos a la Naturaleza que con su diversidad de origen había faltado a la disposición más adecuada para la sociabilidad, que constituye el destino máximo del hombre; porque la unidad de la familia de la que habrían de descender todos los hombres, era para ese fin la preparación mejor. Coloco a esta pareja en un lugar a resguardo de los ataques de las fieras y provisto en abundancia por la Naturaleza, es decir, en una especie de jardín cubierto de un cielo benigno. Y la contemplo después que ha adelantado bastante en su destreza para servirse de sus fuerzas, así que no comienzo con la cruda rudeza de su natural; porque, de intentar yo llenar esta laguna, que de seguro ha durado largo tiempo, es fácil que mis suposiciones le sobraran un poco al lector y le faltaran un mucho a la verosimilitud. Por lo tanto, el primer hombre podía erguirse y andar, podía hablar (Moisés, cap. II v. 20), sí, hacer uso del discurso, es decir, hablar según conceptos coordinados (V. 23), por lo tanto, pensar. Puras habilidades que tuvo que ganarlas por su mano (pues de haberle sido procuradas se heredarían, lo que contradice la experiencia), pero adornado de las cuales le supongo ya para poder tomar en consideración el desarrollo de lo moral en su hacer y omitir, lo cual presupone necesariamente aquella destreza primera.
El instinto, esta voz de Dios, a la que obedecen todos los animales, es quien debe conducir al novato en sus comienzos. Este instinto le permite conocer algunas cosas, le prohíbe otras (ni, 2. 3). Pero no es menester suponer la existencia de un instinto especial, hoy perdido, para asegurar este amparo. Pudo ser muy bien el sentido del olfato y su parentesco con el órgano del gusto, la conocida simpatía de este último con los órganos de la digestión, y, con esto, la facultad de presentir la adecuación o no de un alimento con el gusto, que todavía poseemos. Ni es necesario suponer que este sentido estuviese más aguzado en la primera pareja; porque es bien sabido cuán gran diferencia en la perceptibilidad existe entre los hombres que se sirven únicamente de sus sentidos y los que se ocupan a la vez de sus pensamientos, desviándose así de las sensaciones.
Mientras el hombre inexperimentado siguió obedeciendo a esta voz de la Naturaleza, se encontraba a sus anchas. Pero pronto la razón comenzó a animarse y buscó, comparando lo gustado con lo que otro sentido, no tan trabajado por el instinto, por ejemplo la vista, le presentaba como semejante a lo gustado, la ampliación de su conocimiento de los medios de nutrición más allá de los límites impuestos por el instinto (III, 6). Este ensayo pudo, por casualidad, salir bastante bien, aun no siendo el instinto consejero, con tal de que no lo contradijera. Pero resulta ser una cualidad de la razón que, con ayuda de la imaginación, puede provocar artificialmente nuevos deseos, no sólo sin necesidad de un impulso natural que a ello le empuje, sino hasta en contra de tales impulsos, deseos que si en un principio merecen el nombre de, concupiscencia, poco a poco se convierten en un enjambre de inclinaciones ineludibles y hasta antinaturales que recibirán el calificativo de voluptuosidad. La ocasión para esta apostasía de las inclinaciones naturales pudo ser una nimiedad; pero el éxito del primer intento, que significó cobrar conciencia de que la razón era una facultad que permitía traspasar los límites en que se mantienen todos los animales, fue muy importante y, para el género de vida, decisivo. Quizás se hubiera tratado, en el caso, de un fruto cuyo aspecto, por su semejanza con otros frutos aceptables, ya probados, incitara al ensayo; si a esto se añadió el ejemplo de algún animal cuya naturaleza fuera adecuada al gusto a ensayar, contrariamente a lo que ocurría con el hombre, que por eso sentía un instinto natural que se le resistía, se pudo presentar de este modo la primera ocasión a la razón para empezar a porfiar con la voz de la Naturaleza (III, 1) e intentar, a pesar de su contradicción, el primer ensayo de una elección libre que, en su condición de tal, no resultaría de seguro con arreglo a lo esperado. Imagínese todo lo pequeño que se quiera el daño que de pronto sintió el hombre, la cosa es que abrió los ojos (V. 7). Descubrió en sí la capacidad de escoger por sí mismo una manera de vivir y de no quedar encerrado, como el resto de los animales, en una sola. A la satisfacción momentánea que el descubrimiento de esta ventaja debió producirle, pronto le seguirían el miedo y el temor: cómo se las iba a arreglar él, que no conocía todavía ninguna cosa según sus propiedades ocultas y sus lejanos efectos, con su facultad recién descubierta. Se encontraba como al borde de un abismo: porque, sobre los objetos concretos de sus deseos, que el mismo instinto le señalaba, se le abría ahora una serie infinita en cuya elección se encontraba perplejo y una vez que había probado este estado de libertad le era ya imposible volver a la obediencia (bajo el mando del instinto).
Después del instinto de nutrición, por medio del cual la Naturaleza conserva a cada individuo, el instinto sexual, en cuya virtud se conserva la especie, es el más importante. La razón, una vez despierta, no dejó de extender también su influencia sobre éste. Pronto encontró el hombre que el estímulo del sexo, que en los animales descansa en un impulso pasajero, por lo general periódico, en él era posible prolongar y hasta acrecentar por la imaginación, la cual lleva su negocio con mayor moderación pero, al mismo tiempo, con mayor duración y regularidad, a medida que el objeto es
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