Título original: Huozhe
Primera edición: mayo 2010
©Yu Hua, 1993
© Traducción: Anne-Hélène Suárez Girard, 2010
Con diez años menos que ahora, encontré un trabajo que era una bicoca, consistente en recorrer el campo en busca de canciones populares. Durante todo ese verano, como un gorrión revoloteando a su aire, estuve vagando por una zona rural inundada de sol y de cigarras.
Me gustaba beber ese té acre de los campesinos. Dejaban los cubos de té bajo los árboles de las sendas que separaban los bancales, y yo, sin el menor escrúpulo, cogía un tazón incrustado de posos, lo llenaba hasta arriba y bebía directamente, además de llenar mi cantimplora; intercambiaba unas cuantas tonterías con los hombres que trabajaban en los bancales y me iba como si tal cosa en medio de las risitas furtivas que mi presencia había provocado entre las chicas.
Un día estuve charlando toda una tarde con un anciano que vigilaba un melonar, fue la vez en que más melones comí en toda mi vida; cuando me levanté para despedirme, me vi de repente andando con paso pesado de embarazada. Luego me senté en el quicio de una puerta con una abuela, que me cantó Encinta de diez lunas [1] mientras tejía sandalias de esparto.
Lo que más me gustaba era sentarme delante de alguna casa de pueblo, cuando llegaba el crepúsculo, a contemplar cómo rociaban el suelo con agua del pozo, para abatir el polvo en suspensión, mientras el haz luminoso del poniente acariciaba la cima de los árboles. Cogía entonces el abanico que me ofrecían, probaba sus verduras en salmuera, más saladas que la mar, miraba a las chicas, hablaba con los hombres.
Iba con un sombrero de paja de ala ancha en la cabeza, chanclas en los pies y una toalla colgada del cinturón por detrás, que iba azotándome el trasero como la cola de un caballo. Me pasaba el día lanzando grandes bostezos, recorriendo sin rumbo los caminitos que separaban los campos, con las chanclas chasqueando -tris tras, tris tras- y levantando nubes de polvo como si fueran estrepitosas ruedas de carro.
Deambulaba por todas partes, sin saber ya muy bien en qué aldeas había estado y en cuáles no. A menudo, al aproximarme a algún pueblo, oía a los niños gritar:
– ¡Ya está aquí el bostezón!
Así se enteraban en el pueblo de que había vuelto el hombre que sabía contar historias picantes y cantar canciones de amor. En realidad, todas esas historias picantes y esas canciones de amor las había aprendido de ellos. Yo sabía qué era lo que les gustaba y, naturalmente, eso mismo era lo que me gustaba a mí.
Una vez me encontré con un anciano sollozando, sentado en al borde de un campo con la cara tumefacta y amoratada, totalmente alterado por la tristeza que llevaba dentro. Cuando me vio acercarme, alzó el rostro, y su llanto se hizo más sonoro. Le pregunté quién le había dado esa paliza. Mientras se rascaba el barro del pantalón, me contestó furioso que había sido el descastado de su hijo. Pero luego, cuando le pregunté por qué, no fue capaz de responder más que con evasivas, y comprendí inmediatamente que sin duda había intentado algo poco honroso con su nuera.
Otra noche iba yo con una linterna, a toda prisa en la oscuridad, cuando iluminé junto a una laguna dos cuerpos desnudos, uno encima del otro. Al alumbrarlos quedaron inmóviles, salvo una mano que se rascó discretamente la pierna. Apagué inmediatamente la linterna y me alejé.
Una tarde, en plena temporada agrícola, entré a pedir agua en una casa que tenía la puerta abierta de par en par. Un hombre en calzones, de semblante turbado, me cortó el paso y me arrastró en volandas hasta el pozo. Allí me extrajo solícito un cubo de agua y, acto seguido, corrió de nuevo a su casa escabullándose como un ratón.
Vi con frecuencia este tipo de cosas, casi tantas veces como canciones oí, de modo que, al contemplar esa tierra rebosante de verdor, entendía mejor por qué la región era tan fértil y productiva.
Ese verano faltó poco para que me echara novia. Conocí a una joven preciosa, de las que enamoran. Aún hoy su carita morena resplandece ante mis ojos. Cuando la vi, estaba sentada en la hierba, a la orilla del río, con el pantalón remangado, agitando una vara de bambú mientras cuidaba de unos patos rollizos. Esa chica de dieciséis o diecisiete años pasó conmigo, muy tímida, toda una tarde tórrida. Cada vez que sonreía bajaba profundamente la cabeza. La vi bajarse disimuladamente las perneras del pantalón, y luego ocultar sus pies descalzos en la hierba. Esa tarde estuve diciéndole lo primero que me pasaba por la cabeza, vendiéndole mis planes de llevarla de excursión, y la chica se mostraba asustada y encantada a la vez. Yo al principio estaba muy exaltado, y todas esas cosas las dije de corazón. Sólo me importaba lo feliz y a gusto que me sentía a su lado, sin pensar ni un momento en el futuro. Pero luego, cuando vinieron sus tres hermanos mayores, fuertes como toros, me llevé un susto tremendo y me pareció que tenía que poner pies en polvorosa si no quería verme obligado a tomarla por esposa.
Cuando me encontré con ese anciano llamado Fugui , acababa de llegar el verano. Esa tarde, busqué la sombra de un árbol frondoso. El algodón de los campos ya había sido cosechado, y unas cuantas mujeres con pañuelo en la cabeza estaban arrancando los tallos; el trasero se les movía al sacudir el barro adherido a las raíces. Me quité el sombrero de paja y descolgué la toalla para enjugarme el sudor de la cara. A mi lado había una laguna lanzando destellos bajo el sol. Me senté enfrente, apoyado en el tronco de un árbol. Enseguida me vino sueño, así que me tumbé en la hierba, me cubrí el rostro con el sombrero y, con la mochila a modo de almohada, a la sombra del árbol, cerré los ojos.
Así, con diez años menos que ahora, tumbado entre la hierba y la enramada, dormí durante dos horas. Entretanto, alguna que otra hormiga se me subió a las piernas; pero mis dedos, aun en lo más profundo de mi sueño, las expulsaban con certeros capirotazos.
Más tarde, me pareció que había llegado a la orilla un viejo, impulsando su balsa con una pértiga, y se había puesto a dar voces a lo lejos. Me arranqué del sueño, y oí los gritos con nitidez. Al levantarme, vi junto a los campos a un anciano tratando de convencer a un viejo buey.
El buey de labranza, quizá profundamente cansado, permanecía allí plantado, cabizbajo. Detrás, con la espalda desnuda, el anciano que llevaba el arado parecía descontento de la actitud apática del viejo buey. Le oí decir con voz sonora:
– El buey ara el campo, el perro vigila la casa, el monje mendiga, el gallo anuncia la mañana, y la mujer teje, ¿dónde se ha visto un buey que no are? Así ha sido desde la antigüedad. ¡Vamos! ¡Muévete!
Como si reconociera su error, al oír las voces del anciano, el viejo buey cansado levantó la cabeza y avanzó tirando del arado.
Vi que la espalda del anciano y el lomo del buey eran igual de oscuros; dos existencias que entraban en el crepúsculo, surcando el duro suelo de ese campo, alzando terrones como olas en la superficie del agua. Entonces oí al anciano cantar, con voz cascada pero conmovedora, una canción de los viejos tiempos. Primero tarareó un largo preludio, luego llegaron dos versos de la letra:
Me quiere por yerno el emperador,
pero está tan lejos que no pienso ir.
Como estaba lejos, no le apetecía ir a convertirse en yerno del emperador. Al ver al anciano tan presuntuoso, no pude reprimir una carcajada. Quizá porque el buey aminoró el paso, el anciano volvió a gritarle:
– ¡Erxi y Youqing, no aprovechéis para holgazanear! ¡Jiazhen y Fengxia, aráis bien! ¡Y tú, Kugen, tampoco lo haces mal!
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