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Julián Barnes - La mesa limón

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Este libro habla sobre la certeza de que somos mortales. Entre los chinos, el símbolo de la muerte era el limón. Y en Helsinki los que se sentaban en la mesa limón estaban obligados a hablar de la muerte. En estos cuentos de la mediana edad, los protagonistas han envejecido, y no pueden ignorar que sus vidas tendrán un final. Como el músico de El silencio, aunque él habla antes de la vida y, después, de su último y final movimiento. En Higiene, un militar retirado se encuentra cada año en Londres con Babs, una prostituta que es como su esposa paralela. El melómano de Vigilancia lleva a cabo una campaña de acoso contra los que tosen en los conciertos, una campaña que tal vez no tenga que ver con el placer de la música, sino con las manías de la vejez…

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Julián Barnes La mesa limón Traducción de Jaime Zulaika Título de la edición - photo 1

Julián Barnes

La mesa limón

Traducción de Jaime Zulaika

Título de la edición original: The Lemon Table

© Julián Barnes, 2004

A Pat

Una breve historia de la peluquería

1

La primera vez, después de la mudanza, le acompañó su madre. En teoría para examinar al barbero. Como si la frase «corto por detrás y a los lados, y rebaje un poquito en la coronilla» pudiese significar algo distinto en aquel nuevo barrio. Él lo había puesto en duda. Todo lo demás parecía igual: el sillón de tortura, los olores quirúrgicos, el suavizador y la navaja plegada, no como una garantía, sino como una amenaza. Sobre todo, el torturador jefe era el mismo, un majara con las manos grandes que te empujaba la cabeza hacia abajo hasta que casi te partía la tráquea, y que te apretaba la oreja con un dedo de bambú. «¿Inspección general, señora?», dijo, untuoso, cuando hubo terminado. Su madre se había sacudido los efectos de la revista que estaba leyendo y se había levantado. «Muy bien», dijo vagamente, inclinándose sobre él, que olía a cosas. «La próxima vez vendrá él solo.» En la calle, le había frotado la mejilla, mirado con ojos perezosos y murmurado: «Pobre cordero esquilado.»

Ahora él iba a la barbería solo. Al pasar por delante de la inmobiliaria, la tienda de deportes y el banco con entramado de madera, se ejercitaba diciendo: «Corto por detrás y a los lados y rebaje un poquito en la coronilla.» Lo decía muy deprisa, sin la coma; había que recitar bien las palabras, como una plegaria. Llevaba un chelín y tres peniques en el bolsillo; encajó el pañuelo más adentro para que no se salieran las monedas. Le disgustaba que no se le autorizase a tener miedo. En el dentista era más sencillo: tu madre te acompañaba siempre y el dentista siempre te hacía daño, pero después te daba un caramelo de fruta por haber sido un buen chico, y al volver a la sala de espera fingías delante de los otros pacientes que estabas hecho de una pasta dura. Tus padres estaban orgullosos de ti. «¿Has estado en la guerra, compadre?», le preguntaba su padre. El dolor te introducía en el mundo de las expresiones adultas. El dentista decía: «Dile a tu padre que vales para ultramar. Él lo entenderá.» Así que volvía a casa y su padre decía: «¿Has estado en la guerra, compadre?», y él respondía: «El señor Gordon dice que valgo para ultramar.»

Se sintió casi importante al entrar empujando la puerta con energía de adulto. Pero el barbero se limitó a saludar con la cabeza, a señalar con el peine la hilera de sillas de respaldo alto y a reanudar sus manipulaciones encorvado sobre un vejete de pelo blanco. Gregory se sentó. La silla crujió. Le entraron ganas de hacer pis. Había a su lado un cubo de revistas que no se atrevió a explorar. Miró los mechones en el suelo, como nidos de hámster.

Cuando le llegó su turno, el barbero deslizó un grueso cojín de caucho en el asiento. El acto pareció insultante: Gregory llevaba pantalones largos desde hacía ya diez meses y medio. Pero aquello era típico: nunca estabas seguro de las normas, nunca sabías si torturaban a todo el mundo de la misma manera o si sólo era a ti. Como ahora: el barbero estaba intentando estrangularle con la sábana, se la apretaba fuerte contra el cuello y luego le metía un paño dentro del cuello de la camisa. «¿Qué se le ofrece hoy, joven?» El tono insinuaba que una cochinilla ignominiosa e impostora como Gregory se había colado en el local por una serie imprecisa de motivos distintos.

Tras una pausa, Gregory dijo:

– Un corte de pelo, por favor.

– Bueno, me parece que has venido al sitio apropiado, ¿no?

El barbero le dio un golpecito con el peine en la coronilla; no un golpe doloroso, pero tampoco suave.

– Corto-por-detrás-y-a-los-lados-y-rebaje-un-poquito-en-la-coronilla.

– Marchando -dijo el barbero.

Sólo atendían a chicos a ciertas horas de la semana. Había un anuncio que decía «Chicos: sábado por la mañana no». De todos modos, como el sábado por la tarde estaba cerrado, habría podido decir que no admitían a chicos los sábados. Los chicos tenían que ir cuando no iban los hombres. Por lo menos, los hombres con un trabajo. Él iba a veces cuando los demás clientes eran jubilados. Había tres peluqueros, todos de mediana edad, con batas blancas, que dividían su tiempo entre jóvenes y viejos. Untaban de brillantina a los vejetes carrasposos, entablaban con ellos conversaciones misteriosas y alardeaban de su habilidad con las tijeras. Los vejestorios llevaban abrigo y bufanda incluso en verano, y dejaban propina al marcharse. Gregory observaba la transacción con el rabillo del ojo. Un hombre le daba dinero a otro, y en el apretón de manos secreto los dos fingían que no había habido un intercambio.

Los chicos no daban propina. Quizá por eso los barberos los odiaban. Pagaban menos y no daban propina. Tampoco se estaban quietos. O, al menos, lo estaban si sus madres les decían que se estuviesen quietos, pero esto no impedía que el barbero les aporrease la cabeza con una palma tan sólida como la cara plana de una hachuela, murmurando: «Estáte quieto.» Corrían rumores de que había chicos a los que les habían rebanado la punta de las orejas porque no se estaban quietos. A las navajas las llamaban degolladoras. Todos los barberos estaban majaras.

– Lobezno, ¿no?

Gregory tardó un rato en comprender que se dirigía a él. Luego no supo si mantener la cabeza gacha o mirar al barbero en el espejo. Al final mantuvo la cabeza gacha y dijo:

– No.

– ¿Ya eres boy scout?

– No.

– ¿Cruzado?

Gregory no sabía lo que significaba. Empezó a levantar la cabeza, pero el barbero le dio un golpe con el peine en la coronilla. «Estáte quieto, te he dicho.» Gregory tenía tanto miedo del majara que no pudo responder, lo que el barbero interpretó como una negativa.

– Una gran organización, los cruzados. Piénsatelo.

Gregory pensó en que le rajaban curvas espadas sarracenas, en que le ataban a un poste en el desierto y le comían vivo las hormigas y los buitres. Entretanto, se sometió a la fría tersura de las tijeras, siempre frías aunque no lo estuvieran. Con los ojos bien cerrados, sobrellevó el tormento de los pelos picajosos que le caían sobre la cara. Sentado en el sillón, sin mirar, estaba convencido de que el barbero debería haber dejado de cortar hacía siglos, pero como estaba tan majara era probable que siguiera rapándole hasta dejar a Gregory calvo. Todavía faltaba pasar la navaja por el cuero para suavizarla, lo cual quería decir que iban a rebanarte la garganta: la sensación seca y rasposa de la hoja junto a las orejas y la nuca; el matamoscas que te metían en los ojos y la nariz para barrer los pelos.

Estos eran los toques que te estremecían cada vez. Pero había siempre algo más espeluznante. Él sospechaba que era algo soez. Las cosas que no conoces o que están hechas para que no las conozcas suelen resultar soeces. Como el poste del barbero: soez, a todas luces. La barbería adonde iba antes sólo tenía una tabla vieja de madera pintada, con colores todo alrededor. El de aquí funcionaba con electricidad y no paraba de dar vueltas, como un remolino. Algo todavía más soez, pensó. Luego estaba el cubo lleno de revistas. Seguro que algunas de ellas eran soeces. Todo era soez si querías que lo fuese. Era la gran verdad sobre la vida que él acababa de descubrir. Tampoco le importaba. A Gregory le gustaban las cosas soeces.

Sin mover la cabeza, miró en el espejo contiguo al jubilado que estaba dos sillones más allá. Había estado cotorreando con esa voz alta que siempre tenían los vejetes. Ahora el barbero, encorvado sobre él, le estaba cortando pelos de las cejas con un par de tijeras pequeñas de punta redonda. Hizo lo mismo con los orificios nasales y luego con las orejas. Le extraía de ellas grandes hebras. Qué asquerosidad. Por último, el barbero empezó a untar de polvos con un cepillo la nuca del viejales. ¿Para qué eran los polvos?

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