Título original: Un amore
© de la traducción: 2004 Carlos Manzano
Una mañana de febrero de 1960, en Milán, el arquitecto Antonio Dorigo, de 49 años, telefoneó a la señora Ermelina.
«Soy Tonino, buenos días, señ…»
«¿Es usted? ¡Cuánto tiempo sin verlo! ¿Cómo está?»
«Bastante bien, gracias. Es que en este último tiempo he tenido muchísimo trabajo y tal… Dígame, ¿podría ir esta tarde a su casa?»
«¿Esta tarde? Déjeme pensar… ¿a qué hora?»
«No sé. A las tres o tres y media».
«A las tres y media, de acuerdo».
«Ah, mire, señora…»
«Diga, diga».
«La última vez, ¿recuerda?… La verdad es que aquel género, si he de serle sincero, no me acababa de gustar, preferiría…»
«Comprendo. Por desgracia, yo misma a veces…»
«Algo más moderno, ¿me explico?»
«Sí, sí. Pues mire, ha hecho bien en telefonearme hoy, hay una oportunidad… ya verá como quedará satisfecho».
«Preferiría tejido negro».
«Negro, negro, ya lo sé, como el carbón».
«Gracias, hasta luego entonces».
Colgó el auricular. Estaba solo en el estudio. También Gaetano Maronni, el colega que ocupaba la habitación contigua, había salido aquella mañana.
Era una mañana cualquiera de una día cualquiera. El trabajo avanzaba bien. Desde el ventanal del octavo piso se veía la casa de enfrente, una casa moderna igual a las demás circundantes, igual a aquella en la que se encontraba Dorigo: bastante alegre, no obstante, en Via Moscova, gran complejo urbanístico atravesado por paseos ajardinados en los que podían aparcar los automóviles.
Era uno de tantos días grises de Milán, pero sin lluvia, con ese cielo incomprensible que no se sabía si eran nubes o sólo niebla allende la cual tal vez se encontrara el sol o simplemente neblina procedente de las chimeneas, de los respiraderos de las calderas de gasóleo, las chimeneas de las refinerías Coloradi, los ruidosos camiones, las alcantarillas, los montones de detritus inmundos vertidos en las zonas edificables de la periferia, la tráquea de millones y millones -¿tantos eran?- aglomerados entre cemento, asfalto y rabia en torno a él.
Encendió el tercer cigarrillo, eran las once menos cuarto («Soy Tonino, buenos días, señ…» «¿Es usted? ¡Cuánto tiempo…!») en el reloj eléctrico del complejo, situado en la pared de enfrente. De vez en cuando se oía un débil retazo de música, al otro lado, en la habitación contigua, donde la señorita Maria Torri tenía encendida sobre la mesa, en el bolso, en el regazo, la pequeña radio japonesa y nunca le daba tregua, ni siquiera durante las discusiones, y Dorigo no había tenido valor para prohibírselo. En el fondo también a él le habría gustado tener una, incluso se había comprado una de contrabando, de bolsillo, por diez mil liras -en las tiendas del centro las vendían a veinticuatro mil o veinticinco mil liras-, pero al cabo de tan sólo dos días Georgina se la había birlado: no era que Georgina le entusiasmara, pero se conocían desde hacía mucho tiempo, la había conocido bajo los soportales del Corso, mientras del bolsillo de su abrigo salía un vals vienés de esos precisamente que él no podía soportar, pero por pereza no la había apagado y entonces ella había dicho:
«Déjame ver: ¡Qué bonita! ¿Me la regalas?»
¿Qué le importaba, en el fondo, a él la radio?
Encendió el cuarto cigarrillo. Había un trabajo por acabar, pero no sentía el menor deseo de hacerlo: al fin y al cabo, no había urgencia, bastaba con entregarlo el sábado y aquel día era martes; además, es que, cuando tenía ganas de hacer el amor, trabajar le resultaba muy difícil. No es que Dorigo fuera un tipo muy sensual y rebosante de virilidad, pero de vez en cuando, sin motivos aparentes, la imaginación se ponía de pronto a trabajar y todo el curso de sus pensamientos cambiaba completamente.
Además, cuando había concertado el encuentro con una muchacha, todo el cuerpo empezaba a esperar. Era un estado doloroso, pero al tiempo hermosísimo, difícil de explicar, casi la sensación de ser una víctima que se ofrecía enteramente al sacrificio: todo el cuerpo desnudo, con abandono y arrebato de energías vehementes, que le hormigueaban por todos los miembros, las vísceras y la carne. Una carga de fuerza tremenda, en modo alguno bestial y ciega, sino lírica y cargada de obscuras depravaciones.
En esos momentos Dorigo olvidaba incluso su cara, que siempre le había desagradado, que siempre había considerado odiosa, y se hacía la ilusión de poder ser deseado incluso.
Al mismo tiempo, la espera de la mujer («Soy Tonino, buenos días, señ…» «Ah, ¿es usted? ¡Cuánto tiempo…!») le hacía perder la seguridad en sí mismo, que tan marcada era en el trabajo. Ante la mujer dejaba de ser el artista casi célebre, citado internacionalmente, el escenógrafo genial, la personalidad envidiada, el hombre de inmediato simpático. Él mismo se asombraba de resultar simpático al instante, pero con las mujeres era muy diferente, se volvía uno cualquiera, distante incluso. Lo había advertido infinidad de veces, las mujeres se sentían intimidadas y cuanto más se esforzaba él por mostrarse desenvuelto y gracioso, peor era: la mujer lo miraba desorientada y casi atemorizada. Necesitaba una gran confianza para recuperarse y mostrarse natural, pero, para adquirir una verdadera confianza, hacía falta tiempo. Los comienzos eran siempre penosos y laboriosos. ¡Cómo envidiaba a Maronni, que, tras pronunciar tres palabras, hacía sentirse cómodas a las chicas! A veces lo odiaba incluso, de la rabia. Con las mujeres sus paradojas predilectas eran un juego totalmente erróneo, se daba cuenta perfectamente: en lugar de hacer reír provocaban desorientación e incomodidad, tenían la impresión de que se burlaba de ellas o quería desairarlas. Se consolaba un poco con la idea de que a la larga su clase lograba casi siempre salvarlo o por lo menos que quedara discreto, aunque no gustase; en efecto, la mujer intuía, aunque la detestara, su superioridad intelectual, huraña y orgullosa, que no conseguía entregarse a las claras y, sin embargo, cómo le habría gustado, en cambio, abandonarse sin reservas y gozosamente, como un niño con el entusiasmo del juego.
¿Qué muchacha le habría reservado aquella tarde la señora Ermelina? Procuraba no caer en un optimismo excesivo, resulta tan difícil dar con el tipo idóneo; cierto es que en casa de la señora Ermelina había siempre, gracias a Dios, jovencitas frescas: ya que no otra cosa, la juventud de los cuerpos.
En el fondo -pensaba-, si Ermelina le hubiera asignado Britta, no habría estado mal. Llevaba meses sin hacer el amor con Britta. Ésta no experimentaba relajaciones sentimentales, pero en la cama no ponía pegas. Aquel cuerpo rubio, macizo, firme, elástico, sin un pelo ni siquiera en la ingle. Y pensar que en general no podía soportar a las rubias, ni siquiera las falsas, pero Britta estaba provocativamente maciza, como una foca jovencita. Cuando alzaba los brazos, las axilas se ofrecían: flores abiertas de par en par, rosadas, lisas, húmedas, tibias, sin una sombra; tanta era su juventud, que sobresalía incluso una tierna hinchazón.
Miró su escritorio, cubierto con una mezcolanza de libros, carpetas, papeles: las señales del trabajo.
A aquella hora, la ciudad en pleno trabajaba por encima, por debajo y alrededor de él. En la misma casa trabajaban hombres como él y también en la de enfrente y en la viejísima de Via Foppa que se vislumbraba en un claro entre las otras y también detrás, en las casas invisibles, y más allá, entre la neblina, a lo largo de kilómetros y kilómetros. Papeles, archivadores, impresos, telefonazos, recibos, manos ocupadas con plumas, lápices, con un tornillo, una muesca, una suma, un empalme, una soldadura, un extracto de cuenta, un ajuste, una infinidad de hormigas frenéticas sedientas de bienestar y, sin embargo, sus pensamientos -oh, le daban ganas de reír- en derredor, a lo largo de dichos kilómetros y kilómetros, eran semejantes a los suyos, indecentes y exquisitos, con la misteriosa voz que llama a la propagación de la especie, transcendida en vicios extraños y ardientes -¿por qué nadie tenía nunca el valor de decirlo?-: pensamientos sobre ella, sobre ella, sobre aquella boca especial, aquellos labios con una factura determinada, con una perspectiva de músculos tensos -¿recuerdas?-, suaves y fluidos, con una curvatura diferente de todas las demás, con un pliegue, una plenitud, una concavidad, un calor, una humedad, una ductilidad, una depresión, un abismo abrasador. Y los periódicos hablaban de endurecimiento soviético, interpelaciones en la Cámara de Diputados relativas al Alto Adigio, garantías de Nenni sobre la autonomía del PSI, incendio del cine Fiamma, crisis de la Junta Regional siciliana, ¡qué payasada más demencial!
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