Ferran Torrent
Especies Protegidas
2º Lloris
Pese a ser de ficción, los personajes de esta novela no son reales.
Porque yo soy del tamaño de lo que veo y no del tamaño de mi estatura.
Fernando Pessoa, Libro del desasosiego
Celdoni Curull, catalán ejemplar, llegó a Dakar, capital de Senegal, tras hacer escala en Madrid. Los vuelos al país africano que partían desde Barcelona sólo lo hacían con cierta regularidad en septiembre. Los catalanes, ciudadanos orgullosamente europeos y reivindicativos por naturaleza, apenas disponían de enlaces con el continente africano. También carecían de vuelos diarios a Nueva York, trasladados a la capital española. Pero a Celdoni Curull le daba igual tanto Europa como Nueva York. Sus negocios estaban en Gambia, Mali, Mauritania y Senegal, países a los que llegaba desde Madrid, porque España siempre había estado muy bien conectada con África.
Antes de ser agente de futbolistas, Celdoni Curull se había dedicado durante mucho tiempo a la importación de madera desde Guinea, un país que hizo añicos su integridad moral, la insignia de la familia Curull: también su padre había trabajado en ello en su día. Compromiso y confianza, ése era el lema de la firma. Sin embargo, Celdoni tuvo que pelearse con el régimen de Teodoro Obiang (ya se lo dijo un guineano resignado y sarcástico que había sido recolector de naranja en Valencia: «En Guinea, las cosas son Obiangas o negras»), un régimen cuya corrupción llegó a manchar a personas de la rectitud moral que él mismo tenía. De entrada, para poder seguir con el negocio tuvo que sobornar a unos cuantos funcionarios; los jefes de departamento, por insignificantes que fueran, también quisieron participar. Los imitaron celosos subsecretarios ministeriales hasta que Celdoni, al comprobar que los sobornos prácticamente superaban los beneficios, decidió cortar por lo sano y entrevistarse con el ministro de Asuntos Exteriores, que, escandalizado, suprimió con una llamada telefónica todas las canonjías, por así decirlo. Celdoni quedó satisfecho; aunque el ministro se adjudicó para sí los incentivos monetarios que habían pertenecido a los demás, también le dio una área de explotación mayor -hasta ochenta mil hanegadas-, circunstancia que le permitió volver a sus anteriores beneficios.
Catalán juicioso, Celdoni era consciente de que, en un país donde todo el mundo se convertía en pedigüeño con una facilidad pasmosa, las cosas no tardarían mucho en irse a pique. De estado civil desencantado con alguna esperanza, y con escasa inclinación por las faldas, dedicaba su tiempo libre a presenciar partidos de fútbol que los jóvenes guineanos a menudo practicaban con balones desvencijados. Así empezó Celdoni a interesarse por los aspectos técnicos del fútbol. En realidad, como todo catalán de pura cepa, albergaba la esperanza de presidir el Barça. Más aún tratándose de un culer como él, al que su padre había hecho socio del club incluso antes de incluir su nombre en el registro eclesiástico, pese a ser católico practicante.
Como técnico observador, en tres meses Celdoni proporcionó dos jugadores al Igualada y otro al Gavá. Los tres guineanos acabaron trabajando en las plantaciones agrícolas del Maresme. No obstante, dos años después, Celdoni había enviado guineanos a casi todos los equipos de la preferente catalana, e incluso uno llegó a jugar en la segunda división B. Fue el único al que no mandaron de vuelta, pero ya le habían perdido la pista. Por lo menos Celdoni empezó a conseguir un dinero extra a cuenta de un hobby que, todo hay que decirlo, se convirtió en profesión cuando Teodoro Obiang, presidente del país por aclamación forzosa, le montó una escuela de fútbol muy bien equipada para que exportara figuras guineanas por toda Europa. El gobierno -Obiang- se quedaría con el setenta y cinco por ciento de los traspasos (por alojamiento y gastos de los jugadores) y él con el resto. El problema no fue lo escaso de la comisión que recibía, sino más bien que en todo el país no había ni un solo guineano capaz de hacer un pase correcto con un balón normal. Para pulir la técnica ficharon a dos entrenadores rusos, a un polaco e incluso a un brasileño. Probaron con distintas escuelas y estrategias, pero la máxima de que los jugadores crean el sistema no se adecuaba en absoluto al fútbol guineano. No les salía una figura ni esculpiéndola. En un acto de desesperación y ante la impaciencia del jefe de Estado, Celdoni Curull se armó de valor y se hizo cargo de la parte técnica para poner en práctica, con el mítico Barça de Johan Cruyff en mente, la línea de tres defensas, tres centrales con vocación ofensiva y cuatro delanteros de instinto asesino. La estrategia funcionaba en los entrenamientos. El equipo teóricamente titular encajaba muchos goles pero siempre marcaba uno más, siguiendo la filosofía del gran holandés. Para llevar a cabo una prueba seria, con el objetivo de calibrar el potencial futbolístico guineano, se pactó un partido amistoso contra Senegal, encuentro que perdieron por cero a seis (Senegal jugó con sus reservas) en un estadio lleno a rebosar de aficionados expectantes y bajo un arbitraje imparcial. Celdoni Curull, catalán responsable, abandonó el país tras una rueda de prensa elíptica («Por decirlo con pulcritud, el fútbol es así») en una avioneta de rumbo vacilante, sin presentar la dimisión por escrito, renunciando a la indemnización legal que le correspondía, justo antes de que Obiang, que había ordenado su busca y captura por agravios a la nación, consiguiera atraparlo.
En Senegal, Celdoni había hecho contactos y había trabajado para un rumano, intermediario agente FIFA, que lo introdujo como ayudante en un grado profesional superior. Ejerció de observador técnico en Namibia y el Zaire, naciones escasamente prolíficas en cracks, que además padecían otras deficiencias de rango moral y político. Por lo menos aquello le servía como aprendizaje. Tenía una residencia en Senegal y, cuando iba, confeccionaba por su cuenta un fichero de nativos con aptitudes. El fichero acabó en manos del rumano, que lo descubrió un día mientras ambos cenaban en casa de Celdoni un chebou-diene, plato de origen uolof, una mezcla de arroz y pescado. Catalán de rancio abolengo, totalmente acostumbrado a que lo timaran, Celdoni Curull, pese a todo, perseveró en la elaboración de un fichero personal, pero esta vez mental. En su cabeza estaban todos los jugadores con proyección de futuro. Para conservar la memoria -otro rasgo muy catalán-, todos los días repasaba la lista completa, eliminando a los que el tiempo evidenciaba como inútiles y añadiendo caras nuevas a la vez.
Un día de agosto lluvioso, muy lluvioso, en un barrio periférico de Dakar observó atentamente a un adolescente de unos quince años que tocaba el balón de un modo extraordinario pese a lo improvisado del campo de fútbol, un auténtico barrizal. ¿A quién le recordaba aquella figura grácil y espigada? Celdoni pensó en Kubala, en la enorme habilidad del húngaro al hacer el dribbling en seco, en la maestría de sus pies al conducir el balón sin necesidad de mirarlo. Una maravilla, el senegalés, un prodigio de técnica, un jugador de dibujos animados, según el lenguaje que utilizaría un experto pedante. Y sólo era un adolescente. Celdoni intuyó el hallazgo, pero, como catalán reflexivo que era, pensó en los miles de jóvenes africanos que se echaban a perder por falta de buenos consejos y de alimentación adecuada. Enseguida Celdoni se puso en contacto con la secretaría técnica del Barça, compuesta por ocho miembros y por la duda, nada metafísica, de comprobar cuál de todos era el más inútil. Su ofrecimiento no tuvo éxito porque, todo hay que decirlo, las anteriores recomendaciones de Celdoni no habían sido muy acertadas. Insistió advirtiendo que, esta vez sí, se trataba de una auténtica figura, de uno de esos jugadores que hacen época. Que lo tuvieran a prueba durante un par de meses, tres, no sé, que lo observaran y enseguida se darían cuenta de que se equivocaban al respecto. Dado su reducidísimo crédito hicieron caso omiso de él. Pero, siendo un
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