Amy Tan
El club De la buena Estrella
Título original: The Jay Luck Club
Traducción: Jordi Fibla
A mi madre
y a la memoria de su madre
Cierta vez me preguntaste qué recordaría.
Esto, y mucho más.
La autora agradece al grupo de escritores con el que se reúne semanalmente, su amabilidad y sus críticas durante la redacción de esta obra. También desea dejar constancia de su agradecimiento a Louis DeMattei, Robert Foothorap, Gretchen Schields, Amy Hempel, Jennifer Barth y su familia en China y Norteamérica. Y un millar de flores para cada una de las tres personas a quienes ha tenido la alegría y la suerte de conocer: su editora, Faith Sale, por haber creído en este libro; su agente, Sandra Dijkstra, por salvarle la vida; y su profesora, Molly Gilles, quien le enseñó a comenzar una y otra vez y luego, pacientemente, la guió hasta el final
El Club de la Buena Estrella
Suyuan Woo Ping-mei “June” Woo
An-mei Hsu Rose Hsu Jordan
Lindo Jong Waverly Jong
Ying-Ying St. Clair Lena St. Clair
Plumas desde mil li de distancia
La anciana recordaba un cisne que comprara hacía muchos años en Shanghai por una suma ridícula. Aquella ave, se jactó en su momento el vendedor del mercado, fue en otro tiempo un pato que estiró el cuello con la esperanza de convertirse en ganso, ¡y míralo ahora! Es demasiado hermoso para comerlo.
Luego la mujer y el cisne navegaron a través de un océano que tenía muchos li [1]de extensión, estirando sus cuellos hacia Estados Unidos. Durante la travesía, ella arrullaba al cisne diciéndole: «En América tendré una hija igual que yo, pero allí nadie dirá que su valía se mide por la sonoridad del eructo de su marido, allí nadie la mirará con desprecio, porque la obligaré a hablar sólo en un perfecto inglés norteamericano. iY allí estará demasiado saciada para tragar ninguna pena! Sabrá lo que quiero decir porque le regalaré este cisne… un animalito que llegó a ser más de lo que se esperaba de él».
Pero cuando llegó al nuevo país, los funcionarios de inmigración le arrebataron el cisne; y ella se quedó agitando los brazos y con una sola pluma del ave como recuerdo. Luegotuvo que rellenar tantos formularios que olvidó por qué había ido allí y lo que dejó atrás.
La mujer había envejecido y tenía una hija que creció hablando sólo inglés y tragando más Coca-Cola que penas. Desde hacía mucho tiempo la mujer quería darle a su hija la única pluma de cisne y decirle: «Ahora tal vez parezca que esta pluma no vale nada, pero viene de lejos y trae consigo todas mis buenas intenciones».
Y aguardó, un año tras otro, hasta el día en que pudiera decirle eso a su hija en un perfecto inglés norteamericano.
El Club de la Buena Estrella
Mi padre me ha pedido que ocupe la cuarta esquina en el Club de la Buena Estrella, sustituyendo a mi madre, cuyo puesto ante la mesa de mah jong está vacío desde que falleció, hace un par de meses. Mi padre cree que la mataron sus propios pensamientos.
– Tenía una nueva idea en su cabeza -dijo mi padre-, pero antes de que pudiera expresado, el pensamiento se hizo demasiado grande y reventó. Debe de haber sido una idea muy mala.
Según el médico, la causa de su muerte fue un aneurisma cerebral, y sus amigas del club dijeron que había muerto como un conejo: rápidamente y dejando atrás asuntos sin concluir. Mi madre tendría que haber sido la anfitriona de la siguiente reunión del Club de la Buena Estrella.
Una semana antes de morir me llamó, llena de orgullo y de vida:
– Tía Lin ha hecho sopa de habichuelas rojas para el club. Yo vaya preparar sopa negra de semillas de sésamo. -No te pavonees -le dije.
– Claro que no.
Me explicó que las dos sopas eran casi lo mismo, chabudwo, o quizá dijo butong, lo cual significaría que no eran lo mismo en absoluto. Se trataba de una de esas expresiones chinas con las que se indica la mejor parte de unas intenciones confusas. Nunca puedo recordar cosas que no he comprendido de entrada.
***
En 1949, dos años antes de que yo naciera, mi madre creó en San Francisco una versión del Club de la Buena Estrella. Fue el año en que mis padres abandonaron China con un baúl de cuero rígido que sólo contenía lujosos vestidos de seda. Una vez a bordo del barco, mi madre explicó a mi padre que no había tenido tiempo de recoger nada más. Aun así, él siguió hurgando entre la seda resbaladiza, en busca de sus camisas de algodón y sus pantalones de lana.
Cuando llegaron a San Francisco, mi padre la obligó a esconder aquellas ropas chillonas, y ella llevó el mismo vestido chino a cuadros marrones hasta que la Sociedad de Acogida a los Refugiados le regaló dos vestidos de segunda mano, demasiado grandes incluso para las mujeres norteamericanas. La sociedad estaba formada por un grupo de ancianas misioneras pertenecientes a la Primera Iglesia Bautista China y, debido a sus regalos, mis padres no pudieron rechazar su invitación para que se afilias en a la iglesia, como tampoco pudieron hacer caso omiso del consejo práctico que les dieron aquellas señoras, a saber, que mejorasen su inglés mediante la clase de estudios bíblicos los miércoles y, más adelante, gracias a sus prácticas en el coro los sábados por la mañana. Así fue como mis padres conocieron a los Hsu, los Jong y los St. Clair. Mi madre percibió que las mujeres de estas familias también dejaron atrás tragedias inenarrables, en China, así como esperanzas que ni siquiera sabían empezar a expresar en su frágil inglés; o, por lo menos, mi madre reconoció el aturdimiento en el semblante de aquellas mujeres y vio con qué rapidez se movían los ojos cuando ella les explicaba su idea del Club de la Buena Estrella.
Mi madre atesoraba la idea de ese club desde la época de su primer matrimonio en Kweilin, antes de que llegaran los japoneses, y por ello considero el club como su historia de Kweilin, la historia que siempre me contaba cuando estaba aburrida, cuando no tenía nada que hacer, cuando había fregado todos los cuencas y restregado dos veces la mesa de formica, cuando mi padre se dedicaba a leer el periódico y fumar un Pall Mall tras advertimos que no le molestáramos. En esas ocasiones mi madre sacaba una caja de viejos suéteres de esquiar, enviados por unos parientes de Vancouver a quienes nunca habíamos visto. Cortaba de un tijeretazo el borde de un suéter y extraía un crespo cabo de hilo, que ataba a un trozo de cartón, y mientras empezaba a enrollar rítmicamente la lana, me contaba su historia. En el transcurso de los años me contó siempre la misma historia, con excepción del final, cada vez más oscuro, que arrojaba largas sombras sobre su vida y, finalmente, también sobre la mía.
***
– Soñaba con Kweilin antes de haberla visto -empezaba a contar mi madre, hablando en chino-. Soñaba con los picos recortados que se alzaban a lo largo de un río curvilíneo, sus orillas cubiertas de un mágico musgo verde. Las cumbres de aquellos picos estaban envueltas en blancas brumas, y si fueras capaz de deslizarte por aquel río y alimentarte con el musgo, serías lo bastante fuerte para escalar la cima. Si resbalaras, caerías en un mullido lecho de musgo y te echarías a reír. Y una vez llegaras a la cima, podrías verlo todo y sentirías tal felicidad que te bastaría para no volver a preocuparte en toda tu vida.
»En China, todo el mundo soñaba con Kweilin, y cuando llegué allí comprendí cuán míseros eran mis sueños, cuán pobres mis pensamientos. Al ver las colinas me reí y estremecí al mismo tiempo. Los picos parecían gigantescas cabezas de pescado frito que trataran de saltar fuera de una tina de aceite. Detrás de cada colina veía las sombras de otro pescado, y luego otro y otro. Entonces las nubes se movieron un poco y las colinas se convirtieron de repente en elefantes monstruosos que avanzaban en silencio hacia mí. ¿Te lo imaginas? Y al pie de la colina había cuevas ocultas, en cuyo interior colgaban jardines rocosos con las formas y colores de coles, melones, nabos y cebollas. Estas cosas eran tan extrañas y hermosas que jamás podrías imaginarlas.
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