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Francisco Fernández-Carvajal - Donde duerme la ilusión

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Francisco Fernández-Carvajal Donde duerme la ilusión

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I.

CREADOS PARA LA FELICIDAD

Los sucedáneos

Ha terminado la boda en la que un hombre y una mujer se han comprometido para siempre. El párroco ha despedido a los recién casados con estas palabras, u otras similares: «Que el Señor esté siempre con vosotros, que seáis muy felices». Quizá, después de todo, se trate de un mismo deseo: estar con el Señor y ser felices es una misma realidad, san Josemaría Escrivá afirmaba que «la angustia y la tristeza se oponen completamente a la misma esencia de Dios, que es la felicidad en grado sumo». Y aconsejaba: «Si estáis cansados, decídselo al Señor; si encontráis dificultades de categoría, dejadlas en manos del Señor. Pero evitad que alguno pueda concluir, por vuestra actitud personal, que el yugo del Maestro no es suave, no es de amor». Le estaríamos engañando con nuestro modo desamorado de comportarnos.

Pocas realidades nos deseamos tanto, unos a otros, como esta de la felicidad. Expresiones como «felicidades», «que seáis felices»…, se encuentran en todos los idiomas y lugares de la tierra. Se expresa con estas fórmulas el deseo de algo profundo y muy valioso, algo esencial a la persona.

Pocas cosas también se alcanzan con menos frecuencia, aunque se pongan los ingredientes que a los hombres nos parecen necesarios para conseguirla: quizá la salud, el dinero, el amor, el éxito, el aprecio de los demás… Sin embargo, la felicidad, tal como la desea nuestro corazón, es algo que, si nos descuidamos, se deja para un futuro indeterminado, cada vez más lejano, que se nos escapa de las manos con el paso de los años.

Nos parece que este tipo de palabras —felicidad, alegría, gozo, paz, etc.— expresan realidades parecidas a raras monedas de coleccionista, de gran valor pero difíciles de encontrar. ¡Cuánto daríamos por un mes, por un día, o al menos por una tarde de alegría verdadera, de amor auténtico!, tal como la pide nuestro corazón.

Se cuenta que, a la muerte de Abderramán III, se encontró un billete escrito por el propio califa, que decía algo así: he poseído todo lo que un hombre puede desear en este mundo, he vivido 75 años, he reinado 50…, he sido feliz 9 días.

El deseo de felicidad es tan grande y tan intenso en todos los hombres que no se puede colmar del todo aquí en la tierra: «es de origen divino. Dios lo ha puesto en el hombre con el fin de atraerlo hacia Él, el único que lo puede satisfacer». Ninguna otra cosa podrá llenarlo. Todos los hombres y todas las mujeres, de un modo u otro, no pocas veces por caminos equivocados, buscamos ser felices.

Muchos hombres se han vuelto escépticos y dudan que exista algo que colme los deseos de su corazón. Por eso han inventado sucedáneos, como esos productos que llevan en la etiqueta «con sabor a…». Les han dado nombres que no les corresponden: a la tranquilidad la han llamado paz; al placer, amor… A la felicidad, tal como la pide nuestro corazón, la han dado casi por imposible. Sin embargo realmente existe y está al alcance de toda persona de buena voluntad. Muchos no la consiguen, por muchos años que vivan, porque la buscan donde no se encuentra: en la comodidad, en el dinero, en el afán de dominio, en el placer, como si fuéramos a buscar piedras preciosas en un bazar de bisutería barata.

Entrevistaban por la radio a un buen escritor, ya mayor. Le preguntaban si creía en el progreso. Y este conocido literato, que hacía años que vivía en una casa en el campo, contestaba que cada mañana se asomaba a la ventana y veía una cosechadora, un tractor, otra máquina que no sabía muy bien para qué servía. «¿Cómo no voy a creer en el progreso si veo cada año que las mieses, que antes se recolectaban con grandes esfuerzos en dos meses, ahora se llevaba a cabo con suma facilidad en una o dos semanas?». Pero, añadía: «este es un progreso que calienta y llena el estómago, pero deja frío y vacío el corazón».

Porque el progreso verdaderamente humano es otra cosa; es progreso del hombre, de su realidad total como persona. El progreso técnico es también, aunque aumente las comodidades, un sucedáneo, si no va acompañado de un verdadero progreso interior, si no enriquece el alma.

La felicidad verdadera nos conduce en primer lugar «a purificar nuestro corazón de sus malos instintos y a buscar el amor de Dios por encima de todo. Nos enseña que la verdadera dicha no reside ni en la riqueza o el bienestar, ni en la gloria humana o el poder, ni en ninguna obra humana, por útil que sea, como las ciencias, las técnicas y las artes, ni en ninguna criatura, sino en Dios solo, fuente de todo bien y de todo amor». Solo en Él.

Newman afirmaba ya en su época que el dinero era el ídolo de su tiempo. En realidad, es un ídolo de todos los tiempos. «A él —decía— rinde homenaje “instintivo” la multitud, la masa de los hombres. Estos miden la dicha según la fortuna, y, según la fortuna también, miden la honorabilidad… Esto se debe a la convicción de que con la riqueza se puede todo. La riqueza por tanto es uno de los ídolos de nuestros días, y la fama es otro… La notoriedad, el hecho de ser reconocido y de hacer mido en el mundo (lo que podría llamarse una fama de prensa) ha llegado a ser considerada como un bien en sí mismo, un bien soberano, un objeto de verdadera veneración». La riqueza, el éxito, la notoriedad, por sí mismos, también dejan, a la postre, frío y vacío el corazón.

La alegría y la paz verdaderas, las que llenan el corazón, se encuentran solo en Dios. Fuera de Él no las encontraremos. Estamos hechos por y para Dios y nos dirigimos a Él. Es esta una verdad esencial para comprender al hombre en lo más profundo de su ser.

En cierta ocasión, el Señor se dirigió a sus discípulos y les dijo: Dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen (Mt 13). Les llama dichosos, felices, afortunados y les da el motivo de su felicidad: no se debe a que vayan a ser ricos y poderosos, o sean en el futuro invulnerables al dolor; al fracaso, a la enfermedad y a las dificultades. Serán felices, estarán alegres, no «porque todo les vaya bien», que a veces va mal, sino porque sus ojos ven y sus oídos oyen lo que tantos hombres esperaron ver y oír. Son dichosos porque están abiertos a la fe, a Cristo. La cercanía de Jesús será el motor, la fuente, de su felicidad, esa que el mundo no nos podrá quitar jamás. Ni el mundo, ni las dificultades, ni los fracasos. Es una felicidad y una paz muy hondas, que no se puede comprar con bienes materiales, sino más bien con el desprendimiento de ellos, utilizándolos solo como instrumentos, sin poner en ellos nunca el corazón como si fueran un fin en sí mismos, un bien absoluto.

En busca de la felicidad

La alegría —afirma santo Tomás— es el primer efecto del amor y, por tanto, el primer fruto de la entrega. Se podría decir que hay tantas clases de alegría como clases de amor; la alegría de quien ama una buena comida es bien distinta de la que goza quien acaba de enamorarse. Dime dónde está tu alegría, se podría decir, y te diré dónde está tu amor, dónde tienes puesto el corazón.

La alegría de amar a Dios no tiene comparación con ninguna otra de la tierra, «no es esa que podríamos llamar fisiológica, de animal sano», que es buena, pero que se queda pequeña para un hijo de Dios, «sino otra sobrenatural, que procede de abandonar todo y abandonarte en los brazos amorosos de nuestro Padre-Dios». El cristiano está alegre porque la esencia de su vida es amar y, de modo singular, amar a Dios. Al menos, procurar amarle, y sentirse querido por Él. ¡Amare et amari!, Amar y ser amado, exclamaba san Agustín. Es inconcebible un verdadero cristiano que viva su fe sin alegría, sin ese talante alegre y sereno propio de los hijos de Dios. Seguir de cerca a Cristo, amarlo y sentirse amado por Él, es un verdadero gozo. ¡Qué contento estoy de seguirte!, deberíamos repetir al Señor muchas veces cada día.

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