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Luis Magrinyà nació en Palma de Mallorca en 1960 y vive en Madrid desde 1982. Estudió Filología Hispánica y fotografía. Ha sido traductor, trabajó nueve años en la Real Academia Española en el equipo de lexicógrafos de la 22.ª edición del DRAE, y desde 1995 dirige varias colecciones —especialmente de clásicos universales— en Alba Editorial. Es autor de dos libros de cuentos, Los aéreos (Debate, 1993) y Belinda y el monstruo (Debate, 1995); de la novela Los dos Luises (Anagrama, Premio Herralde 2000), y de los libros Intrusos y huéspedes (Anagrama, 2005) y Habitación doble (Anagrama, 2010, Premio Ciudad de Barcelona y Premio Otras Voces, Otros Ámbitos). En 2011 apareció la recopilación de sus cuentos en un solo volumen bajo el título de Cuentos de los 90 (Caballo de Troya).
José Antonio Pascual (Salamanca, 1942) colaboró, de nueve de la mañana a nueve de la noche, seis meses al año de 1972 a 1979, con Joan Corominas en el Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico: «A pesar de que entonces yo era doctor, catedrático de Instituto y profesor adjunto de la Universidad, allí me encontraba como un simple aprendiz que no entendía casi nada», ha declarado. Acabó firmando la obra como coautor. Concibió, junto con Juan Gutiérrez Cuadrado, el proyecto del Diccionario Salamanca de la lengua española (1996) y hoy, además de ser vicedirector de la Real Academia Española, dirige el Nuevo diccionario histórico. Su último libro es No es lo mismo ostentoso que ostentóreo: la azarosa vida de las palabras (2013).
Edición en formato digital: abril de 2015
© 2015, Luis Magrinyà Bosch
© 2015, José Antonio Pascual, por el prólogo
© 2015, Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. U.
Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona
Diseño de portada: Penguin Random House Grupo Editorial
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ISBN: 978-84-9992-541-7
Composición digital: M.I. maqueta, S.C.P.
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Estilo rico, estilo pobre
Todas las dudas:
guía para expresarse y escribir mejor
LUIS MAGRINYÀ
Prólogo de José Antonio Pascual
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Prólogo
Lo prudente es dar vueltas y más vueltas a las cosas estas de las palabras echando los condimentos con que las cocinamos en el horno del propio magín. Claro que para ello cada maestrillo tiene su librillo y cada cocinero sus recetas. Las que nos trae aquí Luis Magrinyà me parecen muy oportunas para ayudarnos a escribir mejor, simplemente porque él ha sido cocinero antes que fraile: cocinero haciendo diccionarios durante muchos años, que es como lo conocí; porque lo de escribir novelas debe venirle de siempre, aunque yo lo haya visto con este hábito solo cuando colgó los de la cocina.
Vuelve a ponerse ahora de cocinero para ayudarnos a prescindir de algunos tics adquiridos inconscientemente al escribir. Y da buenas razones para hacerlo, que nada tienen que ver con perdonarnos la vida por nuestras equivocaciones o con exhibir ante nosotros la actitud heroica de quien pretende salvar el mundo de la lengua de su irremediable degradación; tampoco se lanza al universo de las esferas de los principios y reglas con que se organizan todos los idiomas del mundo... Vayamos pues confiados a la cocina del autor del libro ––a la cocina de la escritura, entendámonos–– y dejémonos ayudar, incluso quienes no somos ya principiantes, en el empeño de mejorar nuestra manera de expresarnos.
Lo primero que hemos de hacer será alejarnos de la elección automática y espontánea de las palabras, como la que practicamos (sé que me la juego acudiendo a este verbo tan lleno de peligros) llevados por la urgencia, la desidia o la comodidad, que conduce a esa «lengua global y plana, incolora e insípida»,
Luis Magrinyà ha sabido cortarse ––y hacer que nos cortemos sus lectores–– con los vidrios de esa otra realidad del uso, alejada de la confortable sensación que produce un mundo en orden, en que se nos dan las cosas hechas. No se trata, como he dicho antes (quien lea el libro entenderá por qué no he huido del verbo decir sustituyéndolo, pongo por caso, por señalar), de dar con la armazón lógica de la lengua, sino de prevenirnos del riesgo que existe cada vez que nos aventuramos a elegir dentro de las posibilidades que nos ofrece, pues algo tiene de aventura esto de escribir y aun de hablar. Una aventura en la que podemos perder, tanto por carta de más como por carta de menos.
No basta con ser reflexivos; no es suficiente con poner toda la atención en las cosas y elegir, pues el mero hecho de hacerlo no augura un acierto. Lo demuestran los ejemplos tomados en su mayor parte de buenos escritores, Luis entre ellos. Se trata de ejemplos que se mueven entre esos dos ejes que vertebran una lengua: el que, si no se me asusta el lector, llamaré paradigmático, abierto a cualquier elección, y, dicho con la misma cautela, el sintagmático, que va condicionando nuestra libertad para dar con las combinaciones esperables de palabras, aunque nos permita romper de vez en cuando ––a veces con no poco riesgo–– con ellas. Saber elegir en el primero de los ejes con el término oportuno y atreverse a romper con el esperable, en el segundo, es la solera en que se asienta esta guía para escribir bien.
Con ello se va mucho más allá de lo que suele preocuparnos a quienes tenemos el gusto por la escritura. Empezando por desvelar que a menudo lo que suele tomarse como un lenguaje rico es solo fanfarria, mero floripondio, pues el derroche no es en esto, como en casi todo, una virtud. Si se admite la convención razonable y extendida de evitar una prosa pobre, ruidosa y cansina, que se origina por la repetición, se aclara también que con ello se pueden hacer no pocos estropicios. Evitar la repetición de verbos tan frecuentes y de sentido tan general como hacer, tener, dar o decir, sustituyéndolos por sinónimos suyos, no solo no sirve muchas veces para hacer la prosa más expresiva, sino que la convierte, por el contrario, en más imprecisa e incoherente.
Si tuviera que seleccionar algunas páginas de esta obra serían las que se refieren a los verbos parlanchines o, vamos a ponernos serios, a los declarativos. Para tomar una buena distancia y poder entender mejor sus problemas, se llega incluso a abrir una ventana al inglés, cuyas convenciones no son siempre las mismas que las de nuestra lengua. Como no lo son tampoco, por otros motivos, las posibilidades del euskera, tal y como lo muestra Bernardo Atxaga:
Cuando un lector lee, en castellano, una novela con mucho diálogo, es muy probable que no vea los continuos dijo, respondió
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