ESTILO
ESCRITOS LITERARIOS DE UN OPIÓMANO INGLÉS
THOMAS DE QUINCEY
Traducción y prólogo de Andrés Barba
DEL EXCURSO COMO UNA DE LAS BELLAS ARTES
En un arranque de genio, y durante una entrevista para The Paris Review, Ford Madox Ford confesó que se había casado con su mujer «para continuar con la conversación», una declaración que a buen seguro habría suscrito uno de los escritores más excéntricos e inclasificables de toda Inglaterra -y probablemente el opiómano más célebre de todos los tiempos-, Thomas De Quincey, en el artículo que abre este libro. Conversación fue publicado por primera vez en la Tait’s Edinburgh Magazine a partir de octubre de 1847 y es sin duda el más reseñable de la trilogía de breves artículos (Retórica, Lenguaje y Conversación) que De Quincey diseñó para que acompañaran a Estilo, un largo texto que había publicado algunos años antes en la revista Blackwood’s Edinburgh Magazine, repartido en cuatro entregas: en julio, septiembre y octubre de 1840 y febrero de 1841. Conversación es una pequeña máquina del tiempo al más puro estilo quinceyniano en la que se intenta trazar las bases de un acto que -al igual que el asesinato- consideraba necesario reivindicar como una de las «bellas artes». Resulta conmovedor que, más que la conversación culta (a la que se adscribe bajo la categoría de arte mecánica), De Quincey reivindique la alegre conversación imprevisible y reniegue de los «acaparadores» como de la peor peste a la que se puede enfrentar la humanidad. En él se encuentra también, hasta donde yo tengo noticia, una de las primeras expresiones literarias de las veleidades de la percepción subjetiva del tiempo y un recetario elemental de cómo podría garantizarse -mediante la presencia de un simposiarca- que la conversación se mantenga siempre al margen de sus enfermedades más evitables.
De Quincey es, en el sentido más literal de la palabra, un escritor absolutamente imprevisible, el rey del excurso, el estilista más consumado de su generación y «una de las mejores prosas en lengua inglesa de todos los tiempos» (Borges dixit). No es fácil saber si la radical modernidad de la prosa de De Quincey proviene tanto de la mezcla entre autobiografía y ficción de sus bosquejos autobiográficos más célebres (Confesiones de un inglés comedor de opio, Suspiria de Profundis y otros muchos artículos breves) o de ese estilo totalmente imprevisible, esa naturaleza esquiva e inclinada permanentemente al excurso.
En el prólogo al tomo X de la edición de las obras completas de 1897 que he utilizado para realizar esta traducción, David Masson -el profesor emérito de la universidad de Edimburgo que se echó a la espalda la ingente tarea de organizar toda la obra dispersa de De Quincey- comenta a propósito de Estilo: «Como la mayoría de los artículos de De Quincey Estilo es, prima facie, muy discursivo. Es imposible saber qué viene a continuación. Tan pronto está hablando de escritores ingleses como de escritores griegos y romanos o de franceses y alemanes, tan pronto nos encontramos en medio de un jardín como saltamos hasta la orilla del mar o la profundidad de un bosque. Se afirma desde el principio que el tema es el estilo o la dicción y aunque es cierto que una buena parte trata sobre el tema, cuando el discurso se desliza primero a la historia de la literatura en general y luego a la literatura griega uno siente que lo hace para presentar un tema imprevisto y al final sencillamente porque ha perdido el hilo. ¡Pero atención! Porque cuando uno sale del bosque sigue teniendo el hilo entre los dedos y consigue convencerse de que lo ha tenido durante todo el trayecto por la espesura. Puede que uno solo esté medioconvencido, también el mismo autor lo está solo a medias, pero lo más sabio es no decir nada. Si uno ha pasado un rato extraordinario leyendo un artículo, ¿a qué viene pelear porque una parte de él, incluso la mejor parte, no tiene nada que ver con el título? Pues bien, este artículo de De Quincey no solo es extraordinario, sino que es también una de las mejores exhibiciones del género al que pertenece».
El aviso para navegantes de Masson es el indicador perfecto de hasta qué punto la lectura de este estupendo texto de De Quincey requiere desde el principio un espíritu abierto, tanto por su modernidad como por lo resbaladizo de su atención sobre los temas que trata. De Quincey reflexiona aquí sobre asuntos tan contemporáneos como la necesidad de adaptar los contenidos a los formatos en la prensa o hasta qué punto se pone en peligro el sentido crítico de una sociedad al completo cuando se instaura de manera generalizada la costumbre de «leer en diagonal», se pregunta si las peculiaridades de los distintos estilos nacionales están determinadas por sus peculiaridades «cognitivas», analiza el origen de los excursos y las notas a pie de página (de las que él mismo llegó a ser un consumado maestro), discute el genio (al igual que Kant) como una cuestión «nacional», analiza el origen de la prosa y de las ciencias «de la soledad», las ciencias de la abstracción pura como la escolástica, para acabar haciendo, entre otras muchas cosas, un encendido discurso a favor de las fórmulas de «publicación» en la Atenas de Pericles en detrimento de la Inglaterra que le ha tocado vivir.
Estilo es un texto erudito, pero también un texto ameno que no deja de leerse con interés ni un momento. Para evitar precisamente que se perdiera esa amenidad me he permitido suprimir aquí solo algunos párrafos, los que estaban vinculados de una manera muy evidente con aspectos demasiado contemporáneos del autor (que solo serían comprensibles para el lector actual con un enorme aparato crítico que aumentaría el ya considerable de esta edición), el resto de los excursos, los excursos de estilo, valga la redundancia con el título, están todos intactos. Tal vez lo más interesante de Estilo sea precisamente eso, que es una teoría y práctica en una sola entrega. Cuando De Quincey no está reflexionando abiertamente sobre él es tan evidente su enorme voluntad de que se haga palpable que el artículo acaba siempre remitiendo -como decía Masson- a su tema, por mucho que sea de forma involuntaria. Basta y sobra en cualquier caso para que el lector disfrute de estos textos que se publican aquí por primera vez en lengua castellana.
Andrés Barba
CONVERSACIÓN
Entre las artes relacionadas con las elegancias de la vida social y en un grado que nadie se atrevería a negar se encuentra el Arte de la Conversación, pero en un grado que casi todo el mundo niega -si uno lo juzga al menos por la negligencia de sus principios más elementales- ese mismo arte está igualmente relacionado con los usos de la vida social. Ni los lujos de la conversación ni sus beneficios parecen encontrarse hoy entre los bienes que se obtienen de su rudo empleo. Sin la ayuda de un arte y de un sencillo sistema de reglas establecidas a partir de una experiencia que casi siempre tiende a extraviarse cuando no tiene quien la guíe, casi ningún acto ni esfuerzo humano logra sus propósitos con una perfección razonable. Los sabios griegos no se atrevían ni a beber un vaso de vino en compañía de sus amigos sin un arte sistemático que los guiara y unas leyes que los controlaran. Un arte y unas leyes (con perdón de Platón) mucho mejores que los ambiciosos propósitos de su República. Cada simposium tenía sus propias reglas y eran muy rigurosas, y también su propio simposiarca, generalmente de lo más tirano. Puede que fuera elegido democráticamente pero una vez que se había instalado se convertía en un autócrata no menos despótico que el rey de Persia. Ha habido objetos y asuntos mucho más banales y fugitivos que han acabado adoptando formas de Arte. Tomar un plato de sopa con elegancia y bajo las dificultades propias de llevar puesto un vestido a la moda de esa época fue algo que se elevó a la categoría de arte hace cuarenta y cinco años gracias a un francés que daba lecciones sobre el asunto a las damas de Londres y la duquesa más célebre de aquella época, a saber, la de Devonshire, se encontraba entre sus alumnas predilectas. El acto de escupir -pido perdón al lector por mencionar un acto tan grosero- demostró ser también un arte muy complejo sobre el que se dieron también numerosas charlas en público en el Londres de la misma época. En esa universidad los profesores eran los conductores de los carruajes y los estudiantes los caballeros que llegaban a pagar una guinea por cada tres lecciones; el principal problema de ese sistema hidráulico era lanzar una columna de saliva con una curva parabólica desde el centro de Parliament Street llevando un carruaje de cuatro caballos a las aceras de izquierda o derecha para alarmar las conciencias de los viandantes. El problema más peliagudo y que cerraba el