Seduciendo-a-Dios
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© El Ejército del Futuro
© de esta edición: Proscritos LaEditorial
Apdo. correos 57
28250 Torrelodones. Madrid
www.proscritoseditorial.com
Diseño de cubierta: Emerio Arena
Fotografía portada: David Luna www.davidluna.es Entramado informático: www.laisla.com
Este libro es una realidad virtual.
Primera edición: junio de 2008
ISBN: 978-84-936556-0-0
Depósito legal: Imprenta
Impreso en España por: Publidisa
Puedes reproducirlo cuantas veces quieras,
puedes copiarlo, leerlo en voz alta o regalarlo.
Ha sido escrito para ser pasado de mano en mano.
A veces
me abriría las costillas
con mis propias manos
y dejaría que todo ese lodo de amor
os arrastrara.
(Comandante Inar de Solange)
Agradecimientos:
A la red proscrita.
Este libro es hijo suyo.
Uno
Soy una Elegida.
Entre todas, yo.
Por alguna razón que ignoro y que no necesito conocer.
Aunque no sé quién me envía, no reconozco más padre que el que me dio los apellidos, ni me someto a ningún dios.
Me basta con saber que tengo una misión.
Como Jesucristo, Osama, o el Coyote. Nací con un destino y hacia él me dirijo: morir en la cruz, morir matando, o morir de hambre.
O quizá de un cáncer de pulmón.
Morir, en cualquier caso.
A lo largo de mi vida he ido sembrando tantas expectativas que no me queda más remedio que alcanzarlas, o mis discípulos descreerán de mí, todo sacrifi cio habrá sido en vano y mi fracaso será mi locura. La línea que separa el éxito de la demencia es tan fi na que sé que puedo atravesarla en un descuido, ya lo he hecho antes, pero algún día quizá no haya retorno. Quizá me canse de luchar, de nadar en este océano interminable, de hablar y hablar y hablar, y trabajar y trabajar y trabajar para no conseguir nada; y ese día cerraré mis labios y me tumbaré en la cama hasta que me lleven a un lugar en el que pueda permanecer en mi universo, lejos del mundo que he venido a cambiar.
Y dos
Tengo ojos de hombre.
Esa es la marca.
Mi corazón y mi cuerpo son de mujer, pero veo a través de los ojos de un hombre. Mi ambición y mis impulsos sexuales son masculinos.
Soy la última evolución de la raza mujer, aquella que está destinada a dominar un mundo en el que las evoluciones anteriores no funcionan.
Los hombres me hablan como si fuera uno de ellos, comparten sus problemas más íntimos conmigo, como si tuvieran de antemano la seguridad de que yo sabré entenderles. Los hombres, esos seres introvertidos a los que las mujeres acusan de poco comunicativos, se me abren como fl ores.
Conmigo hablan demasiado.
Sé lo que tengo que hacer para que cualquiera de ellos se confíe a mí. Y la maldita ambición, que es como un cáncer que se extenderá hasta matarme, no para de aguijonearme para que no deje caer en saco roto esa habilidad.
Alá me ha puesto en tu camino
He pedido una cerveza al último camarero diligente de este Madrid añejo. Hoy apenas quedan profesionales, no digamos ya madrileños, sino españoles. Años atrás una gata como yo se desesperaba cuando pedía una caña en provincias: estaba acostumbrada a los mejores camareros del planeta. Aquellos que estaban pendientes de la puerta
«Buenos días, señores, al fondo hay sitio ¿qué van a tomar? ¡marchan-do dos cañas y una de bravas!» Hoy cualquiera puede desesperarse en muchísimos bares de la capital del reino, los parroquianos asistimos a una desnaturalización de este noble y necesario ofi cio, desempeñado ahora por inmigrantes que no tienen ni puta idea.
No comprendo por qué los propietarios españoles de los bares no les enseñan que, cuando se queda la bandeja vacía, se aprovecha para recoger los restos de la consumición anterior; que conviene mirar a los ojos del cliente y sonreír, en lugar de atender las mesas con cara de raza inferior que no se atreve a levantar la mirada. Sería bueno para todos, para el cliente, que estaría mejor atendido, para el camarero, que dejaría de recibir quejas y quizá incluso llegase a hacerse una clientela fi ja con la que poder charlar, y para el dueño, que lo notaría en la caja.
Sin embargo todo el mundo parece creer que a un tipo que viene de una cultura diferente, basta con ponerle una bandeja en la mano y pagarle un sueldo a fi n de mes para que sepa lo que tiene que hacer.
¿No ha cruzado medio mundo para estar aquí? Pues que aprenda. La mayoría de los camareros inmigrantes no han recibido instrucción alguna, y clientes y camareros se odian con entusiasmo recíproco.
Algo parecido sucede con la inmigración femenina. Miles, millones de europeos tenemos trabajando en nuestras casas a mujeres de otros países. Mujeres que a lo mejor han dejado hijos y marido a miles de kilómetros, que están solas, que quizá no entiendan nada del mundo 9
que les rodea. A ellas les vendría bien que los jefes, de vez en cuando, tuvieran un resto de humanidad y se sentaran a charlar con ellas. Pero casi siempre estamos demasiado ocupados como para perder hablando ese precioso tiempo, que ayudaría tanto a la integración de la recién llegada.
Zaida viene unas horas tres días a la semana para que no muramos asfi xiados por un caos de ropa sucia. Somos una familia de clase media occidental: padre, madre, la parejita y el adosado en un pueblo del extrarradio, a media hora de la capital. Antes venía una mujer colombiana todos los días, pero de un tiempo a esta parte he tenido que recortar gastos. Vivimos por encima de nuestras posibilidades, esta casa es demasiado grande, tanto que en seis años no hemos conseguido hacerla habitable por entero.
Zaida es marroquí, lleva catorce años en España, y seis meses conmigo. Ha trabajado en el servicio doméstico y en la cocina de un restaurante, se ha comprado un coche, un piso y hasta una ter-momix.
Cuando llegó a mi vida yo sospechaba que ella era otra señal que indicaba el camino, que ella podría tener claves que me hicieran comprender cuál era mi destino. Pero tenía miedo de las consecuencias y los primeros días evité hablar con ella. Toda la vida preparándome para cumplir la misión y, cuando llega el momento, meto la cabeza bajo el ala. Como si eso pudiera engañar a la puta voz: hablacon ella, habla con ella, habla con ella. Una mañana, harta de que no me dejara trabajar, habla con ella, salí de mi despacho dispuesta a hacerme la encontradiza.
Zaida es una mujer que ilumina, la felicidad es el motor de su sonrisa. Sus ojos, increíbles y negros, no disimularon su alegría al verme entrar en la cocina. Reconozco esa mirada, hace muchos años que trabajan inmigrantes en mi casa: otra que ha visto en mí al mesías, pensé.
Y me prometí ser dura y no ceder por muy triste que fuera lo que me contara. Estaba decidida a que las historias pequeñas no me dis-trajeran de mi propósito de hacer Historia.
Pero Zaida comenzó a hablar sin freno, como si mirándola a los ojos yo hubiera abierto un grifo de agua encerrada durante años.
Para ser marroquí manejaba el español a una velocidad que hubiera resultado sorprendente en un nativo. Mi trabajo consiste en analizar las palabras y las imágenes, la información. Soy analista. Y, por su manera de narrar y relacionar ideas, supe que dentro de ella latía una escritora. Es otro de mis dones: sé qué deseos ocultos encierra cada persona, eso me permite ponerle en el camino.
No me contó su triste vida como hicieron todas las mujeres que han trabajado en mi casa, sino una conmovedora historia de alegre superación.
—¿Te gusta leer?
—No sé leer ni escribir. Nunca he ido al colegio Me había preparado para que me cantara la triste canción de la inmigrante, y estaba dispuesta a escucharla, a asentir con la cabeza, a prodigar unas palabras de aliento y huir escaleras arriba. Pero Zaida era una escritora analfabeta. La voz trató de reventar las paredes de mi cabeza.
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