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Erich Mª Remarque - Sin Novedad En El Frente

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Erich Mª Remarque Sin Novedad En El Frente

Sin Novedad En El Frente: resumen, descripción y anotación

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Soy joven , tengo veinte años, pero no conozco de la vida más que la desesperación, el miedo, la muerte y el tránsito de una existencia llena de la más absurda superficialidad a un abismo de dolor. Veo a los pueblos lanzarse unos contra otros y matarse sin rechistar, ignorantes, enloquecidos, dóciles, inocentes. Veo a los más ilustres cerebros del mundo inventar armas y frases para hacer posible todo eso durante más tiempo y con mayor rendimiento. Este clásico de la literatura antimilitarista es un relato inclemente y veraz de la vida cotidiana de un soldado durante la primera guerra mundial.

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Luz

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Capítulo 1

Nos encontramos en la retaguardia, a nueve kilómetros del frente. Ayer nos relevaron. Ahora tenemos el estómago lleno de judías con carne de buey, estamos saciados y satisfechos. Incluso han sobrado para esta noche y cada uno de nosotros ha podido llenar su fiambrera para la cena. Además hay doble ración de salchicha y de pan. Esto va bien. Hacía mucho tiempo que no se había presentado un caso como éste; el furriel, con su cara roja como un tomate, viene en persona a ofrecernos la comida. Llama con una seña a todos los que pasan y les sirve una buena ración. Casi está desesperado pues no sabe cómo vaciar de rancho su caldera. Tjaden y Müller han encontrado un par de baldes y se los han hecho llenar hasta los topes, como reserva. Tjaden lo hace por gula, Müller por precaución. Nadie puede explicarse dónde diablos mete Tjaden tanta comida. El sigue, como siempre, más seco que un arenque prensado.

Pero lo mejor es que también hemos tenido doble ración de tabaco. Diez cigarros, veinte cigarrillos y dos pastillas para mascar, a cada uno. Es una cantidad muy razonable. He cambiado mis pastillas por los cigarrillos de Katczinsky, con lo que ahora tengo cuarenta. Suficientes para un día.

Si he de decir la verdad, no nos estaban destinadas tantas provisiones. Los prusianos no son tan espléndidos. Todo lo debemos a un simple error.

Hace quince días que nos hicieron ir a la primera línea, a relevar. Nuestro sector estaba bastante en calma y, por esto, el furriel recibió para el día de nuestra vuelta la cantidad habitual de provisiones, y había preparado lo necesario para los ciento cincuenta hombres de nuestra compañía. Pero, sin embargo, el último día precisamente, con gran sorpresa por nuestra parte, la artillería pesada inglesa hizo de las suyas sin parar, ametrallando sin descanso nuestra posición, y causándonos tantas bajas que sólo regresamos ochenta hombres.

Volvimos por la noche y nos acostamos enseguida para poder, por fin, descabezar un buen sueño; Kat tiene razón; al fin y al cabo no sería tan desagradable la guerra si pudiésemos dormir un poco más. En primera línea casi no nos es posible y los turnos de quince días se hacen muy largos.

Era ya mediodía cuando los primeros de nosotros salimos, agachados, de las barracas. Media hora más tarde cada uno había cogido ya la fiambrera y nos apiñábamos en torno de su majestad la manduca que, por cierto, despedía un olor fuerte y apetitoso. Delante, como es natural, estaban los más hambrientos: Albert, el más pequeño y también el que tiene las ideas más claras de todos nosotros, cosa que, por cierto, sólo le ha permitido llegar, con mucho esfuerzo, a soldado de primera; Müller, que todavía arrastra por todas partes sus libros de texto y sueña en unos utópicos exámenes (incluso en medio de un bombardeo se abstrae pensando en sus teoremas de física); Leer, que lleva una enorme barba y siente una gran predilección por las mujeres de los prostíbulos para oficiales, jura y vuelve a jurar, refiriéndose a ellas que, por orden de la Comandancia General, están obligadas a llevar camisas de seda y que, para los clientes que sobrepasen el grado de capitán, deben tomar antes un baño. El cuarto soy yo, Pablo Baümer. Los cuatro tenemos diecinueve años, los cuatro hemos salido de la misma clase para ir a la guerra.

Inmediatamente detrás de nosotros están situados nuestros amigos. Tjaden, un cerrajero delgadísimo que tiene nuestra misma edad, el mayor goloso de la compañía. Se sienta a comer seco como un espárrago y se levanta más hinchado que una pulga preñada; Haie Westhus, de la misma edad, un minero que puede, con toda facilidad, meter un pan de munición en su puño y cerrándolo preguntaros: «¿Sabes lo que tengo aquí dentro?»; Detering, un campesino que sólo piensa en su alquería y en su mujer; finalmente, Estanislao Katczinsky, el jefe de nuestro grupo, pícaro, tenaz, desprendido, con cuarenta años, cara terrosa, los hombros caídos y un magnífico olfato para oler el peligro, la buena comida y los escondrijos más seguros.

Nuestro grupo formaba en cabeza de la gran serpiente que se enroscaba delante del rancho y comenzábamos a impacientarnos porque el furriel seguía quieto como un muñeco, esperando. Por fin, Katczinsky le gritó:

—¡Vamos, Enrique, abre de una vez tu caldera!; todos sabemos que las judías están listas.

Él, sin embargo, movió la cabeza con aburrimiento:

—Cuando estéis todos aquí…

Tjaden, insinuó con malicia:

—Ya estamos todos.

El furriel se hacía el sueco.

—¡Eso quisierais! ¿Dónde están los demás?

—¡No serás tú quien los harte hoy! Ambulancia y fosa común…

El hombre vaciló como si le hubieran golpeado en la cabeza:

—¡Y yo que he cocinado para ciento cincuenta hombres!

Kropp le dio un empujón.

—Bueno, sírvenos la comida de una vez. ¡Empieza, que ya es hora!

Súbitamente una idea luminosa cruzó por el cerebro de Tjaden. Su cara puntiaguda, de rata, empezó a aclararse, se le contrajeron los ojos de malicia, y, temblándole las mejillas, se acercó al furriel tanto como le fue posible:

—¡Pero, hijo mío!…, o sea que has recibido también pan para ciento cincuenta hombres, ¿no es cierto?

El cabo, desconcertado todavía, movió la cabeza afirmativamente.

Tjaden le cogió por la guerrera.

—¿Y salchichas también?

La cara, roja como un tomate, asintió de nuevo.

A Tjaden le temblaban las mandíbulas.

—¿Y tabaco?

—Sí, de todo.

Tjaden se volvió radiante.

—¡Dios!, ¡a esto se le llama tener churra! Entonces… ¡Todo es para nosotros! A cada uno le toca… espera… ¡justo: doble ración!

Pero el «Tomate» había despertado por fin y dijo:

—¡No, eso no puede ser!

—¿Por qué no puede ser, vamos a ver, tío zanahoria? —preguntó Katczinsky.

—Lo que es para ciento cincuenta no puede ser para ochenta.

—Ya te lo demostraremos —gruñó Müller.

—El rancho, bueno; pero de las otras raciones sólo os puedo dar ochenta —insistió el «Tomate».

Katczinsky se amoscó.

—¿Quieres que te releven o qué? No has recibido pitanza para ciento cincuenta hombres, sino para la segunda compañía; y nos la darás. La segunda compañía somos nosotros.

Le rodeamos con malas intenciones. Nadie podía soportarle porque, por su culpa, en la trinchera, habíamos comido más de una vez frío y con retraso; en cuanto silbaban un poco las bombas ya no se atrevía a acercarse con la caldera y nuestros compañeros de turno tenían que andar mucho más que los de las otras compañías. Bulcke, por ejemplo, de la primera, se portaba mucho mejor. Estaba gordo como una marmota, pero cuando convenía arrastraba las calderas hasta la primera línea. Estábamos pues de un humor que aseguraba la leña si no se hubiera presentado, de pronto, el teniente que nos mandaba. Se informó de la causa del jaleo y se limitó a decir:

—Sí, ayer tuvimos muchas bajas.

Después miró en la caldera y añadió:

—Tienen buen aspecto estas judías.

El «Tomate» hizo un gesto afirmativo:

—Las he hecho con carne y manteca.

El teniente nos miró. Sabía lo que pensábamos. Sabía, además, muchas otras cosas porque se había hecho hombre entre nosotros y no era más que cabo cuando llegó a la compañía. Levantó de nuevo la tapa y olfateó.

—Traedme un buen plato a mí también —dijo mientras se alejaba— y repartid todas las raciones. Bastante las necesitan.

El «Tomate» puso cara de imbécil mientras Tjaden bailaba a su alrededor.

—¡Si no te perjudica en nada! Parece creerse el dueño de la Intendencia, éste… ¡Vamos, empieza, viejo asqueroso, y no te descuentes!

—¡Así te ahorquen! —refunfuñó el «Tomate».

Estaba atónito. Era incapaz de comprender tamaña sinrazón. El mundo había perdido el sentido común y, como si quisiera demostrar que todo le era indiferente, nos distribuyó, además, voluntariamente media libra de miel artificial por cabeza.

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