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Título en inglés: Moving Mountains: Praying with Passion, Confidence, and Authority
© 2016 por John Eldredge
Publicado por Nelson Books, un sello de Thomas Nelson. Nelson Books y Thomas Nelson son marcas registradas de HarperCollins Christian Publishing, Inc.
Publicado en asociación con Yates & Yates, www.yates2.com
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Editora en Jefe: Graciela Lelli
Traducción: Eugenio Orellana
Adaptación del diseño al español: Grupo Nivel Uno, Inc.
ISBN: 978-0-71803-928-8
ISBN: 978-0-71803-929-5 (eBook)
16 17 18 19 20 DCI 9 8 7 6 5 4 3 2 1
C ONTENIDO
A los hombres y mujeres que me enseñaron a orar. Mi vida cambió para siempre.
Uno
L A ORACIÓN QUE DA RESULTADO
E l 26 de junio de 2012, en Colorado, fue un día de un calor insoportable. En Colorado Springs, los termómetros marcaron una temperatura récord de más de 38º C, haciendo que aumentaran las preocupaciones por un incendio forestal sin control que ardía en las montañas al oeste de la ciudad. Los bomberos eran pocos, y la sequía había preparado las condiciones para que las laderas ardieran como yesca. Muchos dirigían la vista hacia las colinas con preocupación. De pronto, como una señal malévola, los vientos empezaron a soplar con ráfagas de hasta ciento cuatro kilómetros por hora. (Los vientos de cincuenta y seis kilómetros por hora casi pueden derribar a una persona. Ciento cuatro kilómetros por hora se consideran una «tormenta violenta» en la escala de Beaufort). Los vientos de tormenta, el fuego y un terreno montañoso reseco constituyen una trilogía fatal.
El fuego en el Cañón Waldo pasó por sobre las líneas de contención, tal como ocurrió con la guerra relámpago lanzada por el ejército alemán en Polonia en 1939. El fuego voraz comenzó a extenderse, sin control, en dirección este hacia los límites de la ciudad. Cuando todo hubo acabado, el saldo fue más de siete mil hectáreas devastadas y 346 casas consumidas.
Aquella tarde, me encontraba sentado en mi escritorio cuando un colega se acercó y me dijo: «¿Has visto esto?». Mi reacción instintiva fue mirar a las montañas —las ventanas de nuestra oficina dan hacia el oeste— y vi las llamas trepando por la última estribación antes de la ciudad. Estuvimos siguiendo los informes hora a hora; el fuego había alcanzado casi dos mil hectáreas y se estimaba que solo se había controlado cinco por ciento del mismo. Mi barrio (bordeábamos el bosque) fue puesto en alerta de evacuación dos veces; por varios días vimos la columna de humo alzándose sobre las montañas —desde el epicentro del incendio al oeste de nosotros—, alcanzando una altura de unos diez mil metros como un nubarrón o una columna de un volcán, todo de un aterrador color naranja y negro.
Sin embargo, los informes se mantenían asegurándonos que el fuego se movía en dirección noroeste y que no pasaría por la ciudad, de modo que nos calmamos; hasta que vi cómo avanzaban las llamas por la cima de la montaña. Agarré mi teléfono, salí de la oficina y llamé a Stasi:
—¡Empaca! Voy para allá.
—Pero no se ha dado la orden de evacuación —me contestó.
—¡Está llegando! —le dije—. ¡El fuego está llegando! Puedo verlo. Estoy en camino.
Igual que alguien que corre para que no lo alcancen las olas, literalmente corrí como compitiendo con la velocidad con que el fuego consumía cresta tras cresta. Alcanzamos a agarrar el perro y algunas pertenencias. Es verdad cuando se dice lo poco que importan las cosas, llegado el momento de salvar la vida y de decirle adiós a todo lo demás.
Nuestros vecinos fueron los últimos en salir; más tarde nos contaron cómo estallaban los árboles en la colina por encima de nuestras casas. Atascados en un tráfico que apenas se movía causado por la evacuación masiva, la ceniza caía sobre nosotros cual copos de nieve mientras nos comunicábamos con nuestros amigos para que oraran. Mi Land Cruiser del año 78 no tiene aire acondicionado, así que empapé un pañuelo de Stasi con agua y me tapé la boca para no inhalar humo; mientras hacía planes de contingencia en caso de que el fuego nos alcanzara. El viento aullaba montaña abajo, empujando las lenguas de fuego hacia adelante como sabuesos infernales.
Con algunos queridos amigos, buscamos protección al este de la ciudad. Y esperamos ansiosos. Pasarían otros tres días de fuego y humo envolviéndolo todo para que nos enteráramos de la noticia: nuestra casa se había salvado.
Empezaron a llegar informes fragmentados sobre el incendio, pero fue el testimonio del equipo de bomberos lo que nos dejó sin habla. Uno de los jefes, un bombero veterano, y un puñado de combatientes de primera línea del fuego se reunieron en nuestra calle para ser testigos de algo asombroso que nunca habían visto. La pared de fuego de más de treinta metros de altura debería haber bajado por la ladera reseca y consumido nuestra casa en cuestión de segundos. Pero no fue así. Cada vez que la muralla de fuego se acercaba a la línea divisoria de nuestra propiedad, se detenía, vacilaba y se volvía atrás. El fuego devorador no traspasaría los límites de nuestra propiedad. Avanzaba, retrocedía, avanzaba, retrocedía a pesar de que el viento soplaba desde atrás y el fuego había cubierto una gran extensión en cuestión de minutos. Entonces recordamos que en ese mismo momento, tres días atrás, un amigo nos había mandado un mensaje de texto.