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Manuel Blanco - Ciudad en el alba

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Manuel Blanco Ciudad en el alba

Ciudad en el alba: resumen, descripción y anotación

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Las interpretaciones de los recuerdos personales y de los colectivos, construidas al paso del tiempo, son el material de la crónica que cada uno hacemos al llevar un diario, participar del mito o contar el sucedido. Porque resulta que cronistas somos todos y entonces nuestro primer derecho —¿o deber?— es participar en la construcción de esa memoria. El que goce sus nostalgias que arroje el primer relato ♦ Y eso hizo Manuel Blanco a lo largo de mil quinientos noventa y seis días recontándonos sus memorias en la «Ciudad en el alba» que publicó entre 1984 y 1989 en «El Nacional». Pero también construyéndola paso a paso al tratar el hecho del momento y preocupándose por el futuro de esta megalópolis que odia y ama profundamente ♦ El presente volumen incluye una selección de ciudades en el alba, tantas como lectores y lecturas puedan tener. Selección caprichosa —como todas— pretende reflejar con apenas algo más de la décima parte la riqueza del mundo que nos platica Manuel Blanco. Allí está el lenguaje, las canciones, los personajes, la cocina, los oficios, la nota roja casera, los muertitos, nuestras tradiciones, los gustos, el temblor ♦ El lector tiene en sus manos un capítulo de esa otra realidad para que le haga las correcciones, adiciones y tachoneados que quiera. Sólo nos resta invitarlo a pasar a lo barrido en este danzón dedicado a la gran ciudad que nos acompaña. (Salvador Ávila Beltrán)

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MANUEL BLANCO 27 de octubre de 1943 - 6 de junio de 1998 Escritor y - photo 1

MANUEL BLANCO (27 de octubre de 1943 - 6 de junio de 1998) Escritor y periodista mexicano, nació en la colonia Doctores de la Ciudad de México y falleció en Mérida, Yucatán, nieto del General Revolucionario Lucio Blanco Fuentes, se inició en el periodismo desde 1969, dirigió la página cultural de el periódico El Nacional de 1970 a 1989, publicó siete libros y colaboró en la realización de otros más.

En 1973 el Gobierno del Estado de México le publica su primera obra, Viva mi desgracia, en 1976, es finalista en el concurso «Casa de las Américas» (La Habana, Cuba), con su libro de cuentos Las cuatro esquinas, en 1978 publica los cuentos Jardín de lluvia y Natalia en ediciones Asunción Sanchís, en 1982, ediciones T. E. A. le publica Cantos de Enloquecido Amor, un compendio de cinco relatos que a pesar de ser breves, dan cuenta del depurado estilo del autor. En 1993 se publica Hojas de la memoria periodística: Manuel Blanco en la mira, como un homenaje en sus cincuenta años de vida, tomo que incluye anécdotas y relatos de periodistas y escritores (José Agustín, Carlos Monsiváis, Roberto López Moreno, Macario Matus, entre otros muchos), sobre Manuel Blanco.

En 1994, el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, publica una selección de las mil quinientas noventa y seis columnas Ciudad en el Alba, que fueron publicadas en El Nacional, donde refleja el vivir y el sentir diario de los pobladores del Distrito Federal, que entre otras cosas nos muestra «el lenguaje, las canciones, los personajes, la cocina, los oficios, la nota roja casera, los muertitos, nuestras tradiciones, los gustos, el temblor», como acertadamente nos recuerda Salvador Ávila en la presentación del mismo. Figura importante en la cobertura periodística del Festival Cervantino, colaboró a la institución de el premio «El gallo pitagórico» a la mejor cobertura, y que él mismo obtuvo en una ocasión, obtuvo el Premio Nacional de Periodismo que otorga el club de periodistas de México, por el suplemento Huellas Urbanas de la revista Huellas. Fue despedido de El Nacional al inicio del sexenio de Carlos Salinas de Gortari, pero a decir de Víctor Roura, salieron ganando sus lectores, pues se concentró en su narrativa, en sus decires, afinó su pensamiento, afiló sus ideas. Durante algunos años publicó la página semanal, El Farolito en el diario El Financiero, hasta su fallecimiento. En 1998, el gobierno de Tlaxcala y Daga editores, de manera póstuma, publican Manuel Blanco Cultura y Periodismo una reseña literaria y en el año 2001 la Unidad Obrera y Socialista, le edita el libro Para que empiece usted a soñar, un compendio de historias urbanas de la vida cotidiana, como un homenaje post mortem. Intenso colaborador del Taller Coreográfico de la UNAM, se hizo crítico de danza e incluso colaboró con varios textos en diversas publicaciones del Taller, principal promotor de una agrupación que integrara a los reporteros culturales, fundó la Unión de periodistas culturales (UPECU) entre sus muchas aventuras sociales y políticas.

LA COTIDIANIDAD
Cultura callejera

I

H ace unos años los italianos descubrieron que la cultura no tenía por qué ser para unos cuantos. Más bien fueron los romanos los que llegaron a esa conclusión. Un día las autoridades de Roma tuvieron la ocurrencia de cerrar calles al tránsito de vehículos y armaron espectáculos y jornadas culturales. La respuesta de la gente fue espontánea y masiva.

Con el resultado de que los fines de semana aquello era un pulular de gente. Y no faltaron quienes se espantaran. Como siempre, los reaccionarios, que nunca faltan, lo mismo que los de la empresa privada, juzgaron que aquello era peligroso. Cómo iba a ser que la gente anduviera suelta por las calles escuchando conciertos, leyendo libros, asistiendo a representaciones teatrales, a funciones de danza, a exposiciones de pintura. ¡Cómo!

Un día cambiaron las autoridades municipales. Cambió la política de cultura abierta y callejera. La gente se fue olvidando de toda aquella rica experiencia. La derecha había ganado otra batalla.

Uno piensa en esas cosas y considera que no dejan de tener su importancia. Somos una ciudad con unos cuantos teatros, con muy pocos cines. Los espacios culturales no abundan pero, sobre todo, están muy mal distribuidos. El sur «culto» y pudiente lo tiene todo. El norte prácticamente nada.

Hacia Neza, hacia Tlane, el paisaje es árido y la gente vive hacinada, falta casi todo y, desde luego, recintos culturales. ¿Por qué tiene que ser así?

Nada más que nosotros los chilangos, desde tiempos prehispánicos y desde la Colonia, siempre supimos encontrar la manera de reunirnos y de compartir. Los bailes, las canciones y hasta los poemas los prohibieron muchas veces. La Santa Inquisición no se andaba con juegos.

Nada más que no contaban con la astucia del pueblo pobre. Ni con el ingenio y la voluntad de los verdaderos artistas e intelectuales. ¿No la misma Sor Juana Inés de la Cruz, obligada a vender sus libros, a arrepentirse de haber querido ser escritora, a flagelarse incluso, siguió, pese a los pesares, escribiendo secretamente en su celda del convento jerónimo?

Es que la libertad de expresión y de creación artística no es algo que pueda abolirse por un decreto de la autoridad. Ni por la acción de grupos oscurantistas que quisieran que volviéramos a los siglos coloniales. Antes al contrario, estamos necesitados de abrir muchos nuevos espacios para el arte y la cultura.

II

Así que las canciones y los bailes populares sobrevivieron por mil conductos a lo largo de cinco siglos. A la danza de moros y cristianos la gente le añadió las cadencias y los motivos prehispánicos y en cada región hubo adaptaciones, muchas de las cuales han pervivido. Es que además el pueblo se inventó un larguísimo calendario de festividades religiosas y muchas no eran sino prolongación de sus antiguos ritos, que coincidían con el calendario agrícola o con los distintos cultos a la tierra, al agua y a la renovación cíclica de la vida.

El ejemplo más claro de esto fue el culto a la madre Tonantzin, a la que andando el tiempo se sobrepuso, sin grandes esfuerzos, el culto guadalupano.

Las tarantelas primero y mucho más tarde las contradanzas fueron clasificadas como bailes obscenos y lascivos y, naturalmente, prohibidos. Fue por demás. La gente siguió bailando. Curioso: era una actividad clandestina que todos practicaban.

Pero ¿no ha sucedido lo mismo con la poesía popular? Los versos picantes e irreverentes del Negrito Poeta (su nombre era José Vasconcelos, homónimo del ministro de Educación que conocemos) andaban de boca en boca, sabidos y repetidos de memoria. Y en el siglo XIX los versos de Antonio Plaza, populares, enjundiosos, atrevidos, no sólo eran recitados en tabernas y pulcatas. También entraban a formar parte usual de la tertulia casera y familiar, por más que la sociedad oficial y «decente» los rechazara públicamente.

Después, sólo el Flaco de Oro, Agustín Lara, ha sido tan popular, tan cantado y reconocido. Cómo no, si nos legó centenares de temas que abarcan prácticamente todos los ritmos, siempre con esa suave cursilería que lo hiciera famoso. Un mundo aparte, pero no ajeno, lo constituye, qué duda cabe, el compadre José Alfredo. Sus canciones continúan calando hasta lo más hondo. Tanto, que hasta la gente bonita, los cultisureros y los pirruris, a la ahora buena de la sinceridad, lo interpretan con lágrimas en los ojos. A poco no.

Es lo mismo que sucede en las fiestas. Que el cumpleaños, que la despedida, que los quince, que el casorio. A veces hasta contratan alguna banda de rock . Y ahí están muchos, salte y salte como espoleados por las chinampinas. Pero a la hora de la verdad la gente se arremolina en la pista improvisada para danzonear, para bailar juntitos y compartir la música y sus temas cancioneros. ¿Pues por qué se cree que

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