Cubierta
J OSEPH R ATZINGER
ESCATOLOGÍA
La muerte y la vida eterna
Traducción de
S. T ALAVERO T OVAR y R. H. B ERNET
Herder
www.herdereditorial.com
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Título original: Eschatologie
Traducción: Severiano Talavero Tovar y Roberto H. Bernet
Diseño de cubierta: Claudio Bado
Maquetación electrónica: Manuel Rodríguez
© 2007, Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano
© 2007, Verlag Friedrich Pustet, Ratisbona
© 2007, Herder Editorial, S.L., Barcelona
© 2012, de la presente edición, Herder Editorial, S.L., Barcelona
ISBN DIGITAL: 978-84-254-2970-5
La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.
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A mis alumnos de Ratisbona
1969-1977
Í NDICE
PREFACIO PARA LA NUEVA EDICIÓN
En el otoño de 1969, cuando acepté el llamamiento a ocupar una cátedra en la recientemente fundada Universidad de Ratisbona, me reencontré allí con el profesor Johann Auer, con quien me unían hermosos años de trabajo en común en la Universidad de Bonn. Auer había desarrollado ya en Bonn el proyecto de un Curso de teología dogmática (Kleine Katholische Dogmatik) que, publicado en su versión original en formato de bolsillo, debía poder ser para los estudiantes un «florilegio de puntos básicos para sus reflexiones teológicas y para sus meditaciones religiosas» (como reza en el Prefacio común a todos los tomos de la obra). Él ya había terminado de escribir el 5.º tomo —titulado El Evangelio de la gracia , fruto de su trayectoria docente, iniciada en 1947— y lo había entregado a la editorial Pustet. También estaban avanzados los trabajos preparatorios para el resto de los tomos. A mi llegada a Ratisbona, Auer y el editor, doctor Friedrich Pustet, me insistieron en que participara en el proyecto, de modo que se tornara en un obra en común. Como yo ya había acordado con la editorial Wewel la publicación de una obra de teología dogmática, dudé en aceptar la propuesta, pero me dejé persuadir por la invitación de mi amigo. Finalmente, al terminar el primero de los dos fascículos que me correspondía redactar —éste sobre la escatología—, fui nombrado arzobispo de Múnich y Frisinga, de modo que el volumen, publicado por la misma fecha de mi consagración episcopal, terminó siendo mi única aportación a esta empresa común. La otra aportación para cuya elaboración se había pensado en mí —la introducción a la Teología— no llegó a escribirse porque el profesor Auer fue llamado en 1989 a partir de esta vida antes de que pudiese iniciar la labor de redacción.
Treinta años han transcurrido desde la primera edición de la obra, años en los que el desarrollo teológico no se ha detenido. Cuando se escribió el libro se estaban produciendo dos transformaciones muy profundas en el pensamiento acerca del tema de la esperanza cristiana. La esperanza comenzaba a concebirse entonces como una virtud activa, como acción que modifica el mundo y de la que ha de surgir una nueva humanidad, el «mundo mejor». La esperanza adquiría así índole política, y su cumplimiento parecía haber sido puesto en manos del mismo ser humano. Según se afirmaba, el reino de Dios, en torno al cual está centrado todo en el cristianismo, iba a ser el reino del hombre, el «mundo mejor» del mañana: Dios no está «arriba, sino delante», se decía. Si en esta primera perspectiva el pensamiento teológico desembocaba en un torrente cada vez más caudaloso de reflexiones filosóficas y políticas, un segundo desarrollo pertenece, en cambio, enteramente al ámbito interno de la teología, aun cuando, a su modo, el contexto histórico cultural tuviese también efectos en él. La crisis relacionada con la tradición, que se hizo virulenta en la Iglesia católica a continuación del Vaticano II, llevó a que, a partir de entonces, se quisiese construir la fe estrictamente a partir de la misma Biblia y fuera de la tradición. En ese marco se constató que la Biblia no contenía el concepto de inmortalidad del alma sino sólo la esperanza en la resurrección. Por tanto —así se afirmaba—, había que descartar la «inmortalidad del alma» como un producto del platonismo que se había superpuesto sobre la fe bíblica en la resurrección. Con una curiosa filosofía de la atemporalidad que, según se afirmaba, reina después de la muerte, se explicaba entonces que la resurrección tenía lugar en la muerte. Esta teoría se introdujo también rápidamente en el lenguaje del anuncio cristiano, de modo que, en muchos lugares, la acción litúrgica de petición por un difunto pasó a llamarse «celebración de la resurrección».
Así pues, en mi Escatología tuve que enfrentarme con ambas teorías, aunque sin olvidar por ello los temas de toda la tradición de fe, de esperanza y de oración que se habían desarrollado a lo largo de la historia de la Iglesia, importantes como son para un libro de texto. En lo que respecta al primero de esos temas, me pareció importante no permitir que la escatología pasara a ser teología política, del tipo que fuese. Por eso creí poder limitarme en lo esencial a señalar el problema, y procuré poner de relieve el significado permanente de la esperanza en la acción propia de Dios en la historia, acción que otorga su marco de referencia interior al actuar humano y eleva lo transitorio introduciéndolo en lo permanente.
En cambio, era ineludible un enfrentamiento más inmediato con la pregunta sobre la resurrección en la muerte, que constituye el contenido del § 5 de este libro. Ante todo es correcto que la Biblia no ofrece un aparato conceptual definitivo de antropología sino que se sirve de diferentes modelos conceptuales. También es correcto que el concepto central de esperanza en la Biblia es el de «resurrección». Pero igualmente seguro es que la Biblia desconoce la idea de una resurrección en la muerte, es más: la rechaza expresamente (véase 2 Tim 2,18). Por el contrario, sí conoce el «estar en el Señor» entre la muerte y la resurrección (véase, por ejemplo, Flp 1,23).
Intenté explicar que el desarrollo de un aparato conceptual antropológico con las expresiones cuerpo y alma, tal como se ha dado en la tradición y fue formulado en el Concilio de Vienne (DH 902), desarrolla de forma enteramente adecuada los elementos dados en la antropología bíblica. Estas afirmaciones suscitaron después de la publicación de mi libro una viva disputa en la que mi posición fue caracterizada simplemente como una defensa del platonismo. En los dos anexos agregados a la sexta edición alemana [1990] procuré exponer in extenso mi posición en esta disputa y reconocí también con agradecimiento las aproximaciones y mediaciones que se habían dado a través de la misma y que habían fecundado nuestra reflexión sobre las «postrimerías». La exposición más reciente que conozco acerca de la escatología (J. Wohlmuth, Mysterium der Verwandlungen. Eine Eschatologie aus katholischer Perspektive im Gespräch mit jüdischem Denken der Gegenwart , Paderborn: F. Schöningh, 2005) ha hecho una elaboración de esa controversia en todos sus aspectos y ha creído constatar un amplio acercamiento de los puntos de vista (especialmente 169-179). No quisiera retomar aquí de nuevo toda esta controversia, pero sí acentuar una vez más cuál era y sigue siendo mi inquietud positiva. Ante todo, mi inquietud no está centrada en el aparato conceptual o en el tema del «platonismo» sino —en el sentido de la enseñanza de Jesús— en una concepción estrictamente teo-lógica de nuestra vida más allá de la muerte, de nuestra «vida eterna». Vivimos porque estamos inscritos en la memoria de Dios. En la memoria de Dios no somos una sombra, un mero «recuerdo»: estar en la memoria de Dios significa vivir, vivir enteramente, ser enteramente nosotros mismos. A los saduceos, que intentaban declarar absurda la fe en la resurrección sirviéndose de una abstrusa historia, Jesús no les responde con consideraciones antropológicas de tipo alguno sino haciendo referencia a la memoria de Dios: «Y en cuanto a que los muertos resucitan, ¿no habéis leído en el libro de Moisés, cuando aquello de la zarza, cómo le dijo Dios: “Yo soy el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob?”. Él no es Dios de muertos, sino de vivos. Estáis completamente equivocados» (Mc 12,26s; véase en este libro, pág. 136). Esta concepción teo-lógica es, justamente en cuanto tal, al mismo tiempo una concepción dia-lógica del ser humano y de su inmortalidad. Por eso, en el Anexo 2 de la sexta edición alemana pude resumir mi concepto de alma con la frase: «Alma no es otra cosa que la capacidad del hombre de relacionarse con la verdad, con el amor eterno» (aquí, pág. 302). La relación con aquello que es eterno, el estar en comunión con ello es participación en su eternidad. Esta concepción teo-dialógica de la vida eterna implica la concreción cristológica de nuestra fe en Dios: en Cristo se ha hecho carne el diálogo de Dios con nosotros. En cuanto pertenecemos al cuerpo de Cristo, estamos unidos al cuerpo del Resucitado, a su resurrección: «Con él nos resucitó y con él nos sentó en el cielo por Cristo Jesús» (Ef 2,6). A partir del bautismo pertenecemos al cuerpo del Resucitado y, en tal sentido, estamos ya fijados a ese futuro nuestro de no ser ya nunca más del todo «acorpóreos» —mera anima separata— , aun cuando nuestra peregrinación no pueda terminar mientras la historia esté aún en curso.