Presentación
En mayo de 2012 el predicador evangélico Mack Wolford, de 44 años, quiso mostrar que es cierto lo que enseña el evangelio de Marcos (Mc 16,17), es decir, que el verdadero creyente «puede tomar serpientes en sus manos» sin sufrir daño alguno. Ya lo había hecho otras veces en sus celebraciones. Pero en esta ocasión las cosas no salieron bien: esa tarde el pastor fue mordido por el venenoso reptil, ante la mirada atónita de todos los fieles que asistían al culto en West Virginia (Estados Unidos). Y en vez de ir al hospital, se dirigió a la casa de un familiar pensando que debido a la gran fe que tenía se iba a sanar. Por la noche su situación había empeorado y debió ser trasladado a un hospital, donde poco después falleció, a causa del retraso en acudir para ser asistido. Lo más llamativo es que el padre de Wolford, también predicador, había fallecido unos años antes de la misma forma, es decir, mordido por una serpiente venenosa en una ceremonia religiosa.
Estos, sin duda, son ejemplos extremos de quienes intentan tomar los textos bíblicos de forma literal. Sin embargo, en mayor o menor medida, son muchos los que todavía, alegando que la Biblia contiene la Palabra de Dios, la interpretan de manera textual, sin darse cuenta de lo peligroso que esto puede resultar para su fe y su vida. Piensan que es una falta de respeto cualquier intento de cuestionar lo que ella dice, cuando en realidad, si Dios nos distinguió con la capacidad de pensar, la falta de respeto sería más bien no leer las Sagradas Escrituras de manera razonable.
Hubo una época en que se creía que la comprensión del Libro Sagrado estaba reservada solo para una jerarquía privilegiada. Esto se debía a que, con el transcurso del tiempo, se había abierto una brecha cultural, social e histórica entre sus autores y los lectores, haciendo que gran parte de su contenido se volviera difícil de entender, y convirtiéndolo en monopolio de los especialistas. Afortunadamente los tiempos han cambiado. Los estudios bíblicos han avanzado enormemente, se han divulgado, y hoy el público en general tiene la posibilidad de comprender, de manera más fácil y sencilla, el sentido de estos maravillosos textos.
El presente libro es el tercer volumen de una colección destinada a responder ciertas preguntas que la gente se ha hecho alguna vez, o, si no se ha hecho, que debería hacerse. Está dirigido a catequistas, profesores de religión, agentes de pastoral y lectores de la Biblia en general. Al igual que los dos volúmenes anteriores, titulados ¿Quién era la serpiente del Paraíso? ...Y otras 19 preguntas sobre la Biblia, y ¿Por qué Dios permite los males y la muerte? ...Y otras 19 preguntas sobre la Biblia, esta obra pretende poner al alcance del público no especializado algunos temas tomados de los actuales estudios bíblicos, que quizás se encuentran poco difundidos, o limitados a un público de expertos. Intenta así relacionar a los lectores de la Biblia con los nuevos aportes realizados por la actual exégesis bíblica, con el fin de establecer un puente entre los especialistas y el resto del pueblo de Dios, y acercar así a este a las investigaciones de aquellos.
El libro ofrece un conjunto de veinte temas, desarrollados ya por la exégesis, pero escritos ahora en un lenguaje llano y comprensible para los no iniciados. Esperamos con esta obra no solo aportar respuestas a algunas dudas bíblicas, sino también estimular la inquietud por la lectura de la Sagrada Escritura, ya que ella fue escrita para que cada uno encuentre ayuda en tiempos turbulentos y de desánimo. Lo decía sabiamente san Pablo: «Gracias a la constancia y al consuelo que dan las Escrituras, podemos mantener la esperanza» (Rom 15,4).
1
Según la Biblia, ¿cuál es el origen del diablo?
Un viejo miedo
Muchos conocen la famosa historia del origen del diablo. Aquella que cuenta que al principio era un ángel bueno creado por Dios, pero que por soberbia pecó contra él y fue expulsado al infierno. Sin embargo, pocos saben que esa historia no figura en la Biblia. Está sacada de los libros apócrifos, es decir, de los textos que no fueron aceptados por la Iglesia, y que nunca formaron parte de las Sagradas Escrituras.
Más aún: los libros apócrifos cuentan tres historias distintas sobre el pecado del diablo. ¿Por qué hay tres historias? ¿Alguna se encuentra hoy en la Biblia? ¿Cuál de estas tres es la que las iglesias cristianas han aceptado en sus enseñanzas?
Para responder a esto, debemos remontarnos al origen de la idea del diablo en el pueblo de Israel. En efecto, desde siempre los israelitas se vieron amenazados por diversos males: un animal los atacaba, o un enemigo los golpeaba; y esos males tenían una explicación. Pero de vez en cuando sufrían un accidente extraño, o se enfermaban o morían sin motivo aparente, y entonces se preguntaban: ¿quién provocó esas desgracias? Pensando que esos males no podían venir de Dios, concluyeron que debían existir ciertas fuerzas o poderes malvados que los generaban. A estas las llamaron «espíritus impuros» o «demonios». Dedujeron también que debían estar gobernadas por un jefe supremo, al que le dieron diferentes nombres: Satán, Semyasa, Mastema, Azazel, Belial o Belcebú.
La invasión de los griegos
Al principio, los judíos no se preguntaron de dónde habían salido esos demonios. Simplemente aceptaban su existencia. Pero hacia el año 300 a.C. la situación cambió, cuando se vieron invadidos por los griegos. En esa época, Alejandro Magno irrumpió en el Oriente trayendo no solo sus ejércitos, sino también la mentalidad y la cultura griegas. Ahora bien, resulta que los griegos también creían en la existencia de demonios y seres espirituales, pero de manera diferente a la de los judíos. Para los griegos, los demonios eran seres casi divinos, que estaban más o menos en la misma categoría que sus dioses.
Al verse los judíos invadidos por esa creencia, que ponía a dioses y demonios al mismo nivel, se vieron obligados a preguntarse: ¿son los demonios seres semidivinos? Y se respondieron que no. Que el único ser supremo era Dios. Los demonios eran criaturas inferiores, creadas en algún momento por Dios.
Pero esto los llevó inevitablemente hacia una segunda pregunta: ¿cómo pudo Dios haber creado seres malvados? ¿Acaso el Génesis no decía que Dios había hecho todas las cosas bien (Gn 1,31)? ¿Por qué introdujo espíritus perniciosos en la creación? A esto se respondieron que Dios los creó buenos, como ángeles, y ellos por su propia voluntad pecaron y se volvieron malos.
Los ángeles violadores
Estas dos afirmaciones (que los demonios eran criaturas de Dios y que se hicieron malos voluntariamente) dejaron más tranquilos a los judíos. Pero tarde o temprano tenía que surgir un tercer interrogante: ¿qué pecado cometieron esos ángeles para volverse malos? Y aquí comenzó el problema.
Buceando en los textos que hoy forman parte del Génesis hallaron un extraño relato que, pensaron, podía ser la respuesta que buscaban.
Ese texto (que está en Gn 6,1-4) cuenta que, al principio de la humanidad, algunos ángeles se enamoraron de las mujeres humanas, de modo que bajaron a la tierra y tuvieron relaciones sexuales con ellas. Como fruto de esa unión antinatural nació una raza de gigantes que habitó un tiempo sobre la tierra. Este desorden moral terminó enojando a Dios, y por eso decidió castigar a la humanidad enviando el famoso diluvio universal que hubo en tiempos de Noé.