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SINOPSIS
«El 2 de enero de 2009 ingresé, por voluntad propia, en una clínica de desintoxicación. Dejaba atrás un reguero de autodestrucción y una sucesión interminable de días oscuros llenos de dolor y desamparo.
Esta es la historia real, en primera persona, de cómo superé, con ayuda, mi adicción al alcohol y a la cocaína y conseguí recuperar mi vida.
Escribo este libro para mis compañeros (algunos de ellos, por desgracia, ya no están con nosotros), y para muchísimas personas que no conozco, pero con las que comparto una enfermedad desoladora que aniquila vidas a diario.
No tengo complejo de Gandhi ni estoy opositando a Teresa de Calcuta ni tengo la más mínima intención de que se me relacione con Paulo Coelho y, desde luego, no soy más listo que nadie, pero sí deseo que, quizá con suerte, con humildad, estas páginas se puedan convertir en un libro que ayude a los adictos, y a los que no lo son, a comprender que existe una salida y que las heridas, externas e internas, pueden curarse.
Para los demás, los que han tenido la fortuna de no caer en el abismo de la adicción, puede que sirva para explicarla desde dentro, desestigmatizando un tabú que se oculta y del que solo se habla en susurros.
Te invito, seas quien seas, a que me acompañes en este viaje, que fue mi vida, a veces muy tenebroso, por momentos descarado, aterrador y divertidísimo, que tiene un final más que feliz porque termina conmigo, sobrio, doce años después, hoy, escribiendo estas líneas.»
Javier Giner
Javier Giner
Yo, adicto
Un relato personal de dependencia
y reconciliación
Hay épocas en que uno siente que ha caído a pedazos y a la vez se ve a sí mismo en mitad de la carretera estudiando las piezas sueltas, preguntándose si será capaz de montarlas otra vez y qué especie de artefacto saldrá.
T. S. E LIOT
El peor sufrimiento es el que no se puede compartir.
De vidas ajenas, E MMANUEL C ARRÈRE
Para las personas que me acompañaron.
Para las que siguen en mi vida.
Para las recién llegadas.
Nota del autor
Todo lo que se narra en este libro es real.
Para darle forma, me he basado en mis diarios personales y en decenas de cuadernos con apuntes que tomé mientras transcurrían los hechos. Es asombroso el torrente de impresiones y detalles que recogí en ellos.
También he mantenido múltiples conversaciones con personas que forman parte de esta historia, asegurándome de que mi memoria no me traicionaba. Algunas de ellas han leído el manuscrito y, generosamente, han señalado incoherencias o errores que no he tardado en subsanar.
La gran mayoría de los diálogos son transcripciones directas de mis notas. Otros me he visto obligado a dramatizarlos, puesto que no guardé acta literaria de ellos, pero lo he hecho siempre movido por la veracidad de la situación descrita y sustentado en mis propios cuadernos. Puedo asegurar que, aunque estén ficcionados, no son falsos, y me atrevería a apostar que los que los lectores sospecharán inventados son los más reales de todos.
La realidad siempre supera a la ficción. Este libro no es una excepción.
Para salvaguardar la intimidad y la posible identificación de las personas que aparecen, he alterado sus nombres y algunas de sus características personales (procedencia, etc.). Para evitar la repetición innecesaria y un despliegue inabarcable de personajes, en algunos casos hay varias personas reales concentradas en una sola. Se trata de aquellas cuya personalidad y problemática eran muy similares. Varios de mis compañeros y profesionales me dieron permiso para utilizar sus nombres. Solo lo acepté en el caso de Anais. El resto lo rechacé. Una de mis mayores preocupaciones escribiendo estas páginas ha sido protegerlos, del mundo y de sí mismos. Aunque saben defenderse solos, este es un libro en primera persona y, como tal, el único que merece ser identificado soy yo, el que decidió escribirlo.
No es megalomanía ni narcisismo literario. Simplemente no podría perdonarme que alguno se viera perjudicado por lo que yo decidí contar.
A modo de prólogo
Un mensaje de texto me despertó anoche a las dos de la mañana. Encendí la luz de la mesilla y me aproximé al teléfono, sin levantarme de la cama, extrañado por las horas. El mensaje llegaba de Estados Unidos. Un amigo me informaba escuetamente de que Travis había muerto. No imagino una manera de despertar más fulminante que la noticia de un fallecimiento, excepto que se desplome un elefante de colores desde el techo. Me recosté y me dispuse a recabar toda la información posible, invadido por mil preguntas simultáneas. Paco, mi perro, me miraba soñoliento, sorprendido de que hubiese interrumpido el sueño de ambos. Paco duerme conmigo en la cama. Dentro. Debajo del edredón. Soy ese tipo de persona.
«Sobredosis accidental —escribía Patrick en el mensaje—, eso es lo que están contando.» Yo había conocido a Travis hacía más de veinte años en Los Ángeles (residí allí casi cinco años, mientras estudiaba cine y trabajaba) y, como cualquier amistad trasatlántica, desde que yo había regresado a España nos seguíamos la pista a distancia: principalmente por redes sociales y algún mensaje privado ocasional. Hacía cuatro años había viajado a Barcelona y habíamos cenado en un restaurante cerca de las Ramblas. Juraría que aquella noche me contó que había estado asistiendo a AA (Alcohólicos Anónimos), que vivía sobrio y que se había mudado a Florida, agotado de California. Se había operado la nariz: Travis era un judío de Cleveland obsesionado con el tamaño y forma de su nariz de quien aprendí a usar camisetas de tirantes y cómo convertirme en un profesional del zorreo predigital, entre otras cosas importantes. A Travis le encantaba referirse a su trasero usando la palabra tuchus, la expresión yidis. También me descubrió a Radiohead, Beck, Aimee Mann, Justice y Fiona Apple. Así que se puede decir que Travis, al menos en una época de mi vida, fue una persona significativa. En aquella cena nos reímos rememorando nuestros «jóvenes años locos» en los que urdíamos maldades intrascendentes y lúdicas, experimentábamos la noche, follábamos, bebíamos y nos drogábamos en Los Ángeles como si la vida nos fuese en ello. Creo incluso que recordamos juntos, entre otras grandes hazañas, la madrugada en la que atravesé una puerta de cristal en casa de alguien, resultado de los excesos nocturnos y de mi visión borrosa. La puerta se rompió en mil pedazos, yo terminé sangrando ante la mirada alucinada de desconocidos y tuve que volverme a casa humillado, cubierto de esparadrapos y tiritas, dejándolos a todos en la casa donde apurábamos despreocupados nuestra juventud en pleno amanecer.