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Lucy Gordon - Salvado por una Ilusión

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Salvado por una Ilusión: resumen, descripción y anotación

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El bebé que lo salvó… En un viaje a Italia, Ferne Edmunds se quedó completamente deslumbrada por el alegre y encantador Dante Rinucci. Lo que no sabía era que a Dante le resultaba tan fácil vivir el momento porque cada día podía ser el último de su vida. Pero cuando Ferne descubrió que estaba embarazada, la oportunidad de ser padre le ofreció a Dante una razón para luchar y recobrar la ilusión.

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Lucy Gordon Salvado por una Ilusión Salvado por una ilusión 2010 Serie - photo 1

Lucy Gordon

Salvado por una Ilusión

Salvado por una ilusión (2010)

Serie: Los hermanos Rinucci

Título original: Accidentally expecting! (2009)

CAPÍTULO 1

CIRCULANDO entre atronadores pitidos y fogonazos de faros, Ferne se retorcía las manos mientras el taxi se abría camino por entre el lento transcurrir del tráfico de Milán.

– ¡Ay, Dios! ¡Perderé el tren! ¡Por favor!

El taxista se volvió para decirle:

– Hago todo lo que puedo, signorina, pero es que el tráfico aquí es único en el mundo -anunció no sin orgullo.

– Ya sé que no es culpa suya -gimió ella-. Pero tengo un billete nocturno para ir a Nápoles y mi tren sale dentro de un cuarto de hora.

El taxista soltó una risita.

– Confíe en mí. Llevo veinte años conduciendo por Milán y mis clientes jamás han perdido un tren.

Los diez minutos siguientes fueron angustiosos, pero finalmente la fachada de la Estación Central de Milán apareció ante ellos. Conforme Ferne saltaba del vehículo y pagaba la carrera, apareció un mozo.

– El tren para Nápoles -dijo ella, jadeando.

– Por aquí, signorina.

Entraron en la estación tan desesperados que la gente se volvía para mirarlos. De pronto, Ferne tropezó y cayó delante del mozo, haciéndole caer también.

A punto estaba de ponerse a gritar de frustración cuando unas manos surgieron milagrosamente de Dios sabe dónde, la metieron en el tren seguida de su equipaje y cerraron la puerta de golpe.

– Stai bene? -preguntó una voz masculina.

– Lo siento, no hablo italiano -respondió ella con voz entrecortada, agarrándose a él mientras la ayudaba a levantarse.

– Le preguntaba si estaba bien -le dijo él en inglés. -Sí, pero… oh, cielos, nos estamos moviendo. Tenía que haberle dado al pobre mozo una propina.

– No se preocupe.

La ventana contaba con una pequeña abertura en la parte alta y el hombre deslizó por ella el brazo con una mano llena de billetes que el mozo recibió agradecido. Luego, su salvador se despidió con la mano y se volvió hacia ella en el pasillo del tren, que poco a poco iba tomando velocidad.

Entonces Ferne tuvo un momento para mirarle y pensó que sufría alucinaciones. No podía ser tan guapo. Era un hombre en la treintena, alto e impresionante, con anchos hombros y un cabello azabache como sólo pueden tenerlo los italianos. Tenía los ojos de un azul profundo, llenos de vida, y su aspecto era de ésos que sólo se permiten los personajes de una novela.

Para colmo, había corrido en su ayuda como el héroe de un melodrama. Pero ¡qué demonios, estaba de vacaciones!

Él le devolvió la mirada de forma fugaz pero apreciativa, fijándose en lo esbelto de su figura y su cabello pelirrojo oscuro. Sin presunción, pero también sin falsa modestia, ella sabía que era atractiva: ya había visto antes lo que los ojos de él expresaban, aunque tardó un momento en pronunciar palabra.

– Le reembolsaré el dinero de la propina, por supuesto. Una mujer de unos sesenta años, con el pelo cano, delgada y elegante, apareció tras él en el pasillo.

– ¿Te has hecho daño, querida? -preguntó-. Ha sido una caída terrible.

– No, estoy bien, sólo un poco magullada.

– Dante, que venga a nuestro compartimento.

– Muy bien, tía Hope. Indícale el camino, yo llevaré las maletas.

La mujer agarró suavemente a Ferne del brazo y la condujo por eI pasillo hasta un compartimento en cuya puerta había un hombre, también de unos sesenta años, que las observaba conforme se iban aproximando. Se apartó para dejarlas entrar y acomodó a Ferne en un asiento.

– A juzgar por su acento, debe de ser usted inglesa -dijo la mujer sonriendo abiertamente.

– Sí, me llamo Ferne Edmunds

– Yo también soy inglesa. Al menos, lo fui hace mucho tiempo. Ahora soy la signora Hope Rinucci. Éste es mi marido, Toni… y este joven es nuestro sobrino, Dante Rinucci.

Dante entraba en ese momento con el equipaje. Lo metió bajo los asientos y luego se sentó, frotándose el brazo.

– ¿Te has hecho daño? -le preguntó Hope angustiada.

Él hizo una mueca de dolor.

– Creo que al sacar el brazo por esa rendija tan estrecha me he hecho unos moratones que me durarán de por vida -y entonces sonrió-. No pasa nada, sólo es una broma. Deja de preocuparte, la que necesita cuidados es nuestra amiga, que esos andenes son muy duros.

– Es cierto -dijo Ferne lastimeramente, frotándose las rodillas sobre los pantalones.

– ¿Quiere que le eche un vistazo? -preguntó él, expectante.

– No, no quiere -contestó Hope, anticipándose-. Compórtate. De hecho, ¿por qué no vas al vagón restaurante y pides algo para esta joven? -y añadió severamente-: Mejor si vais los dos.

Como dos niños obedientes, ambos hombres se levantaron y se marcharon sin pronunciar palabra… Hope rió entre dientes.

– Entonces, signorina… ¿es signorina?

– Signorina Edmunds. Pero llámeme Ferne, por favor: Después de lo que su familia ha hecho por mí, dejemos a un lado las formalidades.

– Bien. En ese caso…

Alguien llamó a la puerta y un encargado se asomó al interior.

– Ah, sí, viene a preparar las literas -dijo Hope-. Reunámonos con los hombres.

Conforme avanzaban por el pasillo, Hope preguntó:

– ¿Dónde está tu litera?

– No tengo -admitió Ferne-. Hice la reserva en el último minuto y estaban todas ocupadas.

En el vagón restaurante, Toni y Dante estaban sentados en una mesa. Dante se levantó cortésmente y le ofreció un asiento a su lado.

– Ahí está el revisor -dijo Hope-. Resolvamos todas las formalidades antes de comer. Puede que te encuentren una litera.

Pero a partir de ese instante las cosas se torcieron. Conforme los demás mostraban los billetes, Feme revolvió desesperada su bolsa, afrontando finalmente la cruda realidad.

– Ha desaparecido -susurró-. Todo. Mi dinero, los billetes… debe haberse caído cuando tropecé en el andén.

Volvió a buscar sin resultado. ¡Qué desastre!

¡Mi pasaporte también ha desaparecido! Tengo que volver.

Pero el tren avanzaba a toda velocidad.

– No se detiene hasta llegar a Nápoles -le explicó Hope.

– Pararán para echarme en cuanto descubran que no tengo ni billete ni dinero.

Hope la tranquilizó:

– Veamos qué es lo que podemos hacer.

Toni se puso a hablar en italiano con el revisor y luego le entregó su tarjeta de crédito.

– Van a emitir otro billete -le explicó Hope.

– Sois tan amables… Os devolveré el dinero, lo prometo.

– No te preocupes por eso ahora. Primero tenemos que encontrarte una litera.

– Eso es fácil -dijo Dante-: En mi compartimento hay dos literas, así que…

– Así que Toni puede dormir contigo y Ferne conmigo -dijo Hope, sonriendo-. ¡Qué buenísima idea!

– Pero tía, yo pensaba…

– Sé lo que pensabas y debería darte vergüenza.

– Sí, tía, lo que tú digas, tía.

Pero le guiñó el ojo a Ferne y ella no pudo evitar sentirse encantada. La idea de que un hombre tan guapo y seguro de sí mismo hiciese todo lo que se le ordenaba era estúpida. Su docilidad era tan claramente fingida que ella no pudo más que sonreír y sumarse a la broma.

El revisor intercambió unas palabras más con Toni antes de asentir y marcharse apresuradamente.

– Va a llamar a la estación para pedirles que busquen tus cosas -le explicó Toni a Ferne-. Ha sido una suerte que descubrieses tan pronto que no estaban en tu bolsa, porque así podrán recuperarlas antes de que alguien las encuentre. Pero, por si acaso, deberías cancelar las tarjetas de crédito.

– ¿Y cómo voy a hacerlo desde aquí? -preguntó Ferne, desconcertada.

– A través del consulado británico -anunció Dante, sacando su teléfono móvil.

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