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Pío Baroja - Ilusión o realidad

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Pío Baroja Ilusión o realidad
  • Libro:
    Ilusión o realidad
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
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  • Año:
    2006
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PÍO BAROJA San Sebastián 28 de diciembre de 1872 - Madrid 30 de octubre de - photo 1

PÍO BAROJA (San Sebastián, 28 de diciembre de 1872 - Madrid, 30 de octubre de 1956). Novelista español, considerado por la crítica el novelista español más importante del siglo XX. Nació en San Sebastián (País Vasco) y estudió Medicina en Madrid, ciudad en la que vivió la mayor parte de su vida. Su primera novela fue Vidas sombrías (1900), a la que siguió el mismo año La casa de Aizgorri. Esta novela forma parte de la primera de las trilogías de Baroja, «Tierra vasca», que también incluye El mayorazgo de Labraz (1903), una de sus novelas más admiradas, y Zalacaín el aventurero (1909). Con Aventuras y mixtificaciones de Silvestre Paradox (1901), inició la trilogía «La vida fantástica», expresión de su individualismo anarquista y su filosofía pesimista, integrada además por Camino de perfección (1902) y Paradox Rey (1906). La obra por la que se hizo más conocido fuera de España es la trilogía «La lucha por la vida», una conmovedora descripción de los bajos fondos de Madrid, que forman La busca (1904), La mala hierba (1904) y Aurora roja (1905). Realizó viajes por España, Italia, Francia, Inglaterra, los Países Bajos y Suiza, y en 1911 publicó El árbol de la ciencia, posiblemente su novela más perfecta. Entre 1913 y 1935 aparecieron los 22 volúmenes de una novela histórica, Memorias de un hombre de acción, basada en el conspirador Eugenio de Aviraneta, uno de los antepasados del autor que vivió en el País Vasco en la época de las Guerras carlistas. Ingresó en la Real Academia Española en 1935, y pasó la Guerra Civil española en Francia, de donde regresó en 1940. A su regreso, se instaló en Madrid, donde llevó una vida alejada de cualquier actividad pública, hasta su muerte. Entre 1944 y 1948 aparecieron sus Memorias, subtituladas Desde la última vuelta del camino, de máximo interés para el estudio de su vida y su obra. Baroja publicó en total más de cien libros.

Usando elementos de la tradición de la novela picaresca, Baroja eligió como protagonistas a marginados de la sociedad. Sus novelas están llenas de incidentes y personajes muy bien trazados, y destacan por la fluidez de sus diálogos y las descripciones impresionistas. Maestro del retrato realista, en especial cuando se centra en su País Vasco natal, tiene un estilo abrupto, vivido e impersonal, aunque se ha señalado que la aparente limitación de registros es una consecuencia de su deseo de exactitud y sobriedad. Ha influido mucho en los escritores españoles posteriores a él, como Camilo José Cela o Juan Benet, y en muchos extranjeros entre los que destaca Ernest Hemingway.

En 1913 fui yo a París con un médico amigo de Vera de Bidasoa, llamado Rafael Larumbe.

Había estado antes cuatro o cinco veces en la ciudad del Sena. Fuimos los dos a vivir a una calle próxima al bulevar Port-Royal.

Solía visitar con frecuencia a don Nicolás Estévanez, que era un hombre corpulento de ojos azules, buena persona, pero muy fanático en política, de un republicanismo intransigente.

Iba a verle después de comer, al Café de Flora, donde solían ir escritores, entre ellos Remy de Gourmont, Marius André, Henri de Régnier, León Daudet y varios otros que tomaban un aire de superioridad sobre los demás extraordinario. Era un poco excesiva tanta petulancia. Aquel areópago no funcionaba al aire libre como el de los griegos, sino en un salón lleno de humo de tabaco.

I

LOS ESPIRITISTAS

La primera vez que estuve en París al final del siglo XIX, hice el viaje desde San Sebastián con un amigo que se llamaba Campos.

En otra parte he contado el pequeño tropiezo que tuve con un gendarme en la estación de Austerlitz, gendarme que pretendía curiosear el contenido de mi maleta, por si en ella llevaba tabaco. Mi compañero Campos había olvidado en la frontera devolverme la llave, y como se hubiese adelantado en el barullo de la salida, tuve que dejar la maleta en el andén a los pies del guardia y correr para alcanzar al amigo y pedirle la llave. Cuando, ya en posesión de ésta, volví para abrir mi pequeño equipaje, el guardia no quiso molestarse en mirar de qué color eran mis calcetines, lo cual me hizo seguir confirmándome en la estupidez de tantas y tantas prevenciones fiscalesque sólo sirven para fastidiar a la gente y hacer vivir a los holgazanes.

Al llegar a la capital francesa alquilé un cuarto barato en la calle de Flatters, travesía pobre, bastante corta, situada entre la calle de Berthollet y el bulevar de Port-Royal, en el distrito quinto. La callejuela formaba una especie de codo, en el que resonaban los trompetazos bélicos de un cuartel próximo. Apenas si tendría entonces la calle de Flatters ochenta metros de longitud.

La dueña de la casa, Marina de nombre, era una mujer gruesa, rubia, no recuerdo si su rubicundez era natural o teñida; tenía un cuerpo de líneas bastante desarrolladas. Como estábamos en pleno verano y hacía bastante calor, mi patrona solía andar por su casa medio desnuda. A mí no me producían ningún efecto agradable las abundancias adiposas de aquella mujer despechugada, que pesaría más de ochenta kilos. Resultaban demasiados kilos para un hombre como yo, que en su juventud no pasaría de los cincuenta y tantos, más bien menos que más.

De todas maneras, como aquel saco de carne al parecer era buena persona, pronto entablamos charlas y nos hicimos nuestras confidencias, más o menos atrevidas, que a mí me sirvieron para irme soltando en el francés, con el que en España me había familiarizado leyendo muchas novelas en este idioma.

No tardó mucho Marina «la hôtesse» en sus conversaciones en mostrar su gran afición al misterio, estimulada por la frecuente lectura de folletines. Sin duda, como consecuencia de esas aficiones, pensaba que en París todavía existían tipos misteriosos como los de las novelas de Alejandro Dumas, Eugenio Sue, Xavier de Montepin y Ponson de Terrail.

Tenía mi patrona la gorda fe en la influencia de los amuletos, creía en toda clase de presagios y supersticiones y se hacía la ilusión de que alguna vez podría llegar a ser rica, e incluso a encontrar de la noche a la mañana, como por arte de birlibirloque, un hombre ardoroso, capaz de encender en ella el fuego devorador de la pasión que fundiera los ochenta kilos mediante el empleo de combinaciones mágicas, usando para ello y con acierto las recetas de algunos libros cabalísticos.

Generalmente yo me pasaba la mayor parte del tiempo recorriendo las orillas del Sena, curioseando los tenderetes de los bouquinistes, donde iba adquiriendo algunos libros capaces de despertar mi curiosidad de lector y, aunque no todos esos libros que llevaba a casa fueran del gusto de la robusta patrona, el hecho de que le prestase algunas novelas, y hasta algunos tratados de brujería, sirvió para que pronto me considerase como persona entendida en ciencias ocultas.

Así fue que un día, entrando en mi cuarto, me sorprendió hojeando un volumen encuadernado en pergamino, adquirido aquella misma mañana por pocos francos. La patrona me informó de que pensaba ir, anochecido, a presenciar una sesión de espiritismo, que se iba a celebrar en un hotelucho del bulevar Batignolles, y me preguntó si no querría ir con ella.

Yo, movido por la curiosidad, acepté la invitación. La patrona me dejó solo enfrascado en mi lectura, y horas después, cuando la luz del sol se iba amortiguando, vino en mi busca. Se había puesto sus mejores galas, encarcelando sus carnes abundantes, y al verla entrar en mi cuarto comprendí que debía abandonar mi lectura para encaminarme con ella al antro del misterio.

Yo no conocía bien de París más que una zona pequeña y por eso no me es fácil precisar cuál fue el itinerario que seguimos. Sólo recuerdo que tardamos bastante en llegar a una calle estrecha y oscura, y que una vez allí nos detuvimos ante una casa de aspecto viejo y pobre, con las ventanas y contraventanas cerradas.

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