Para proteger a parientes y amigos que siguen en Corea del Norte, he cambiado algunos nombres que aparecen en el libro y he omitido otros detalles. Por lo demás, he descrito todos los hechos tal como recuerdo que sucedieron o como me los han contado.
INTRODUCCIÓN
LONG BEACH, CALIFORNIA, 13 DE FEBRERO DE 2013
Me llamo Hyeonseo Lee.
No es el nombre que me dieron al nacer, ni el que me impusieron las circunstancias en distintos momentos. Es el que yo misma me puse en cuanto alcancé la libertad. Hyeon significa luz del sol; Seo, fortuna. Lo elegí para vivir mi vida en la luz y el calor y no regresar a las sombras.
Me encuentro entre los bastidores de un gran escenario, escuchando a los cientos de asistentes al auditorio. Una mujer me acaba de dar colorete en el rostro con una brocha suave, y me han colgado un micrófono. Temo que capte el sonido de mi corazón, que me retumba en los oídos. Me preguntan si estoy lista.
—Lo estoy —contesto, aunque no es lo que siento.
A continuación escucho un anuncio amplificado: una voz pronuncia mi nombre; me están presentando.
Entre el público se alza un ruido como el del mar. Muchas manos están aplaudiendo y mis nervios se empiezan a desbocar.
Salgo al escenario.
De repente, me siento ingrávida. Parece que tenga las piernas de cartón. Los focos son soles lejanos que me deslumbran. No logro distinguir ningún rostro entre la gente.
Sin saber cómo, desplazo mi cuerpo al centro del escenario. Respiro despacio para calmarme y trago saliva.
Es la primera vez que cuento la historia en inglés, un idioma que aún me resulta nuevo. El viaje hasta este punto ha sido largo.
El público guarda silencio. Empiezo a hablar.
Noto que me tiembla la voz. Les hablo de la chica que creció convencida de que su nación era la mayor del mundo, y que a los siete años fue testigo de su primera ejecución pública. Les hablo de la noche en que huyó cruzando un río helado y de cómo se dio cuenta, demasiado tarde, de que nunca podría regresar con su familia. Describo las consecuencias de esa noche y los terribles acontecimientos que siguieron, años después.
En dos ocasiones asoman las lágrimas; me detengo un instante y parpadeo para retenerlas.
No es un relato insólito entre los que hemos nacido en Corea del Norte y hemos escapado de allí. Sin embargo, percibo el efecto que está causando entre los asistentes a esta conferencia: están impactados. Seguramente, se preguntan por qué continúa existiendo en el mundo un país como el mío.
Quizá les costaría más aún entender que yo sigo amando a mi país y lo echo mucho de menos. Echo de menos sus montañas nevadas en invierno, el olor a queroseno y carbón ardiendo. Echo de menos mi infancia allí, la seguridad del abrazo de mi padre y dormir sobre el suelo radiante. Debería sentirme cómoda con mi nueva vida, pero continúo siendo la chica de Hyesan a la que le encantaría comerse unos fideos con su familia en su restaurante favorito. Echo de menos mi bicicleta y ver China al otro lado del río.
Salir de Corea del Norte no es como salir de otro país; es más bien como salir de otro universo. Nunca me liberaré por completo de su gravedad, por muy lejos que me vaya. Incluso para los que han soportado allí un sufrimiento inimaginable y han escapado del infierno, vivir en el mundo libre puede resultar tan complejo que muchos tienen problemas para superarlo y hallar la felicidad. Hay una pequeña proporción que hasta se rinde y se vuelve a vivir a ese oscuro lugar, como yo estuve tentada de hacer numerosas veces.
Mi realidad, sin embargo, es que no puedo volver. Puedo soñar con la libertad en Corea del Norte pero, casi setenta años después de su creación, esta permanece tan cerrada y tan cruel como siempre. Y si llegara el momento en que pudiera regresar sin temor, seguramente yo ya sería una extraña en mi propio país.
Al releer este libro, veo que es la historia de mi despertar, una larga y difícil maduración. He acabado aceptando que, como desertora de Corea del Norte, soy una forastera en el mundo. Una exiliada. Por más que intente encajar en la sociedad de Corea del Sur, no siento que alguna vez vaya a ser plenamente aceptada. Y, más importante todavía, no creo que yo misma llegue a aceptar por completo mi identidad surcoreana. Fui a ese país demasiado tarde, a los veintiocho años. La solución fácil a mis problemas de identidad sería decir que soy coreana, pero no existe tal nacionalidad. No existe Corea a secas.
Quisiera despojarme de mi identidad norcoreana, borrar la impronta que esta dejó en mí. Pero no puedo. No sé muy bien el porqué, aunque sospecho que se debe a que tuve una infancia feliz. De niños tenemos la necesidad, a medida que desarrollamos nuestra conciencia del mundo, de sentirnos parte de algo mayor que la familia, de pertenecer a una nación. El siguiente paso es identificarnos con la humanidad como ciudadanos globales. Pero, en mi caso, este desarrollo se truncó. Crecí sin saber casi nada del mundo exterior, salvo por lo que se divisaba a través de la lente del régimen. Hasta que me fui, no descubrí poco a poco que mi país es sinónimo, en todas partes, de maldad. Pero hace años, cuando mi identidad se estaba formando, lo ignoraba: creía que la vida en Corea era normal; sus costumbres y sus gobernantes solo se volvieron extraños con el tiempo y la distancia.
De modo que tengo que decir que Corea del Norte es mi país. Lo amo. Pero quiero que mejore. Mi país es mi familia y las numerosas personas buenas que conozco allí. ¿Cómo no voy a ser patriota?
Esta es mi historia. Espero que ofrezca una visión del mundo del que hui. Espero que anime a otros como yo, que luchan por sacar adelante una nueva vida para la que nunca les preparó su imaginación. Espero que el mundo empiece, al fin, a escucharles y actuar.
PRÓLOGO
Me despertó el grito de mi madre. Min-ho, mi hermano pequeño, dormía aún en el suelo, a mi lado. Al momento, mi padre entró como un torbellino en la habitación, gritando: «¡Arriba!». Nos tiró de los brazos y nos empujó a todos hacia afuera. Mi madre chillaba detrás de mí. Era tarde, casi había oscurecido. El cielo estaba despejado. Min-ho caminaba medio dormido. Ya en la calle, nos dimos la vuelta y vimos un humo negro y viscoso brotando de la ventana de nuestra cocina, y llamas oscuras propagándose por los muros externos.