Los cuatro evangelios
Edición bilingüe
Los cuatro evangelios
Edición bilingüe
Introducción, traducción y notas de
José Luis Calvo Martínez
Esta obra ha recibido una ayuda a la edición
del Ministerio de Cultura y Deporte
C OLECCIÓN E STRUCTURAS Y P ROCESOS
S erie R eligión
© Editorial Trotta, S.A., 2022
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© José Luis Calvo Martínez, 2022
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ISBN: 978-84-1364-077-8
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN
I. LOS TEXTOS EVANGÉLICOS
Los textos
1.1. Las primeras comunidades cristianas y los textos evangélicos
No son muchos los lectores de los evangelios que se preguntan cómo han llegado hasta nosotros unos textos tan limpios y netos, aunque con numerosos pasajes oscuros, con términos y frases no fáciles de interpretar y en un estilo a veces poco común. Seguramente una mayoría piensa que nos han llegado directamente, tal como están, desde las mismas manos de los apóstoles y discípulos de Jesús.
Esta falta de curiosidad se debe, en el mejor de los casos, a que se acepta la opinión y doctrina de la(s) iglesia(s) sobre los textos evangélicos sin siquiera plantearse dicho problema. Y puede que ello sea explicable para otros escritos, incluso importantes, pero una curiosidad mínima y razonable sobre unos textos que cambiaron la historia del mundo, como los evangelios, no es irrelevante para nadie y es, se diría, exigible precisamente para un creyente.
Jesús de Nazaret murió entre los años 30-33 de nuestra era y la mayoría de los personajes que lo conocieron y trataron personalmente, sus apóstoles y discípulos, pudieron sobrevivirle otros treinta o cuarenta años. Ello significa que el «material» que finalmente constituyó la base de los actuales evangelios —es decir, todo lo referente a los hechos y dichos de Jesús— fue durante varios años después de su muerte de transmisión oral. Y de carácter sin duda diferente de acuerdo con las diversas comunidades. Digamos, pues, que para los años 70-80 d.C. las comunidades cristianas estaban constituidas por personas de segunda generación muchas de las cuales, incluso antes de que fuera destruida Jerusalén por Tito el año 70, se encontraban ya dispersas por el Imperio en las ciudades más importantes y populosas de Asia Menor, como Antioquía, Éfeso y Mileto; en las costeras del Egeo, como Corinto y Salónica; y, en Italia, por supuesto, especialmente en Roma.
La mayoría de los creyentes en que se sustentaban dichas comunidades cristianas pertenecían a tres categorías étnico-religiosas.
Por un lado, estaban los judeocristianos, asentados en Jerusalén y dirigidos por Santiago, hermano de Jesús. Esta comunidad jerosolimitana mantenía una mayor cercanía al judaísmo, ya que para ellos Jesús era el Mesías, pero siguieron guardando la mayoría de los preceptos y costumbres del judaísmo (circuncisión, purificaciones, etc.). Lógicamente, perdió relevancia tras la muerte de Santiago (42 d.C.) y, sobre todo, tras la destrucción de la ciudad y del Templo por Tito en el año 70. Y con la pérdida de relevancia, el propio elemento hebraico fue perdiendo peso progresivamente en el conjunto del cristianismo.
La segunda clase estaba formada también por judíos, los llamados «helenistas de la diáspora» porque todos hablaban griego. Para muchos de ellos, sin duda, el hebreo o arameo era su lengua materna, pero otros precisaban ya una traducción al griego de términos hebreos o arameos que el evangelista necesitaba utilizar. Y por ello, precisamente, las citas del AT que se encuentran en los evangelios proceden de los Setenta (LXX), la traducción del hebreo al griego que realizaron 72 eruditos judíos en Alejandría en el siglo II a.C. Los lugares de asentamiento de este grupo eran las grandes ciudades antes citadas de Asia Menor, y la más importante, sin duda, Antioquía con Esteban a la cabeza. Su actitud respecto a los orígenes judaicos era más liberal y de compromiso, como revela sobre todo el Evangelio de Mateo.
Finalmente, el grupo que acabó siendo más importante estaba formado por los paganos conversos, cuyo líder era Pablo («Apóstol de los gentiles») y su actitud por completo radical, puesto que querían romper globalmente todos los lazos con las prácticas y gran parte del pensamiento y el culto hebreo. Así se vislumbra con especial claridad en el Evangelio de Juan. El apóstol Pedro se mantuvo en una posición intermedia, que pretendía ser conciliadora, lo que supuso un fuerte y abierto enfrentamiento con Pablo. Sin embargo, su muerte simultánea en el mismo año (64 d.C.) y el mismo lugar (Roma) hizo de la capital del Imperio la sede definitiva y la razón última de una progresiva inculturación por parte del pensamiento grecorromano y su concepción del mundo (Weltanschauung). En efecto, la importancia y predominio de este grupo que, de hecho, acabó modelando y creando el cristianismo que hoy tenemos, se debió, aparte de su ya aludido asentamiento en la capital del Imperio romano, al hecho de que sus fieles acabaron adaptando a la doctrina de Jesús la moral y la filosofía dominantes (estoicismo, neoplatonismo, etc.) y algunos rituales de las religiones paganas de las que procedían, las religiones mistéricas y de salvación, especialmente. E incluso sincretizaron sistemáticamente o, más bien, identificaron con personajes evangélicos, como falsos antecesores, algunas deidades paganas —Mitra con Jesús y la diosa Isis con María, por poner los dos ejemplos más relevantes—. A partir de la «romanización» el número de adeptos se fue incrementando rápidamente con personas de numerosas etnias procedentes, por lo general, de capas sociales medio-bajas —artesanos, campesinos, soldados, etc.— y con grupos socialmente débiles como mujeres y niños.
. Un igualitarismo fundamental, no social, que arranca del propio Jesús.
Y, en fin, quizá una de las razones que más influyeron en la propagación rápida del cristianismo fue el hecho de que las propias comunidades, perfectamente organizadas y eficaces, protegían y auxiliaban a los pobres y, especialmente, a los grupos de viudas y huérfanos. El emperador Juliano, en una carta al gran sacerdote Teodoro (cf. 89b.305b-d.1), le anima a hacer lo mismo que «los impíos galileos» (los cristianos), es decir, ejercitar lo que él llama philanthropia, ya que estos han conseguido «llevar a muchos al ateísmo (e.d., al cristianismo) mediante lo que llaman “caridad” (ἀγάπη), hospitalidad y servicio de mesas (alimentación)».
; y celebrar la eucaristía. Esta casa y el templo pagano, cuando el cristianismo se centró en Roma y se romanizó, son el modelo de la Iglesia.
Y es aquí donde resulta oportuno preguntarse: ¿de dónde tomaban el conocimiento de la doctrina de Jesús, y de su vida y hechos? Ello tenía que estar escrito para ser repetido siempre de igual manera. La pregunta es, pues: ¿cómo y cuándo se escribió? ¿Y por quién? ¿Y cuándo y en qué condiciones se fijaron los escritos, especialmente los evangelios llamados «canónicos», como los únicos verdaderos y fiables?
Creo que es importante señalar, en primer lugar, que no es posible que el texto de cada uno de los evangelios saliera tal como lo tenemos, y de una vez por todas, de una sola mano. Del análisis detallado de los propios textos se deducen inconsistencias varias, contradicciones, adiciones secundarias, y otro largo etcétera que justifican la idea de que nacieron en diferentes comunidades cristianas y tras un largo, y penoso, proceso. Todo ello refleja, pues, el hecho indubitable, ya señalado, de que el cristianismo primitivo estuvo amenazado y fue avanzando en medio de controversias teológicas y doctrinales muy fuertes entre unas y otras comunidades, y entre personalidades relevantes, acerca de temas como la «Segunda Venida», la naturaleza de Jesús, el papel de Pedro, la relación con el judaísmo; y tantos otros. El resultado sería, de un lado, el nacimiento de sectas divergentes que quedaron fuera como «heréticas» (gnosticismo, montanismo, docetismo, marcionismo, etc.), pero al final, y a duras penas, se acabó imponiendo una «ortodoxia» cuando las «iglesias» primitivas, que eran de carácter grupal, disperso y estaban constituidas por personajes carismáticos, profetas y fieles libres de dogmas, terminaron convirtiéndose en una organización fuertemente estructurada y jerarquizada. No es este el lugar de entrar en detalles sobre esta evolución, y el estatus final al que condujo, pero obviamente, es desde este momento, siglos III y IV, en que ya había quienes personal o colegiadamente tenían prestigio y poder para imponer una idea o una tendencia, cuando se convirtieron en «canónicos», oficiales y obligatorios unos textos; y apócrifos, los demás.
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