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¿QUÉ ES MÉXICO? Los norteamericanos comúnmente llaman a México “nuestra república hermana”. La mayoría de nosotros la describimos vagamente como una república muy parecida a la nuestra, habitada por gente un poco diferente en temperamento, un poco más pobre y un poco menos adelantada, pero que disfruta de la protección de leyes republicanas: un pueblo libre en el sentido en que nosotros somos libres.
Algunos que hemos visto el país a través de la ventanilla del tren, o que lo hemos observado un poco en las minas o haciendas, describimos esta tierra al sur del río Bravo como regida por un paternalismo benevolente, en el que un hombre grande y bueno todo lo ordena bien para su tonto pero adorado pueblo.
Yo encontré que México no era ninguna de esas cosas. Descubrí que el verdadero México es un país con una constitución y leyes escritas tan justas en general y democráticas como las nuestras; pero donde ni la Constitución ni las leyes se cumplen. México es un país sin libertad política, sin libertad de palabra, sin prensa libre, sin elecciones libres, sin sistema judicial, sin partidos políticos, sin ninguna de nuestras queridas garantías individuales, sin libertad para conseguir la felicidad. Es una tierra donde durante más de una generación no ha habido lucha electoral para ocupar la presidencia; donde el Poder Ejecutivo lo gobierna todo por medio de un ejército permanente; donde los puestos políticos se venden a precio fijo. Encontré que México es una tierra donde la gente es pobre porque no tiene derechos; donde el peonaje es común para las grandes masas y donde existe esclavitud efectiva para cientos de miles de hombres. Finalmente, encontré que el pueblo no adora a su presidente; que la marea de la oposición, hasta ahora contenida y mantenida a raya por el ejército y la policía secreta, llegará pronto a rebasar este muro de contención. Los mexicanos de todas clases y filiaciones se hallan acordes en que su país está a punto de iniciar una revolución en favor de la democracia; si no una revolución en tiempo de Díaz, puesto que éste ya es anciano y se espera que muera pronto, sí una revolución después de Díaz.
Mi interés especial en el México político se despertó por primera vez a principios de 1908, cuando establecí contacto con cuatro revolucionarios mexicanos que entonces se hallaban encerrados en la cárcel municipal de Los Ángeles, Cal. Eran cuatro mexicanos educados, inteligentes, universitarios todos ellos, que estaban detenidos por las autoridades de los Estados Unidos bajo la acusación de planear la invasión de una nación amiga: México, con una fuerza armada desde territorio norteamericano.
¿Por qué unos hombres cultos querían tomar las armas contra una república? ¿Por qué necesitaron venir a los Estados Unidos a preparar sus maniobras militares? Hablé con esos detenidos mexicanos. Me aseguraron que durante algún tiempo habían agitado pacíficamente en su propio país para derrocar sin violencia y dentro del marco constitucional a las personas que controlaban el gobierno.
Pero por esto mismo —declararon— habían sido encarcelados y sus bienes destruidos. La policía secreta había seguido sus pasos, sus vidas fueron amenazadas y se había empleado toda clase de métodos para impedirles continuar su trabajo. Por último, perseguidos como delincuentes más allá de los límites nacionales, privados de los derechos de libertad de palabra, de prensa y de reunión, privados del derecho de organizarse pacíficamente para promover cambios políticos, habían recurrido a la única alternativa: las armas. ¿Por qué deseaban derrocar a su gobierno? Porque éste había dejado a un lado la Constitución; porque había abolido los derechos civiles que, según consenso de todos los hombres ilustrados, son necesarios para el desarrollo de una nación; porque había desposeído al pueblo de sus tierras, porque había convertido a los trabajadores libres en siervos, peones y algunos de ellos hasta en verdaderos esclavos.
—¿Esclavitud? ¿Quieren hacerme creer que todavía hay verdadera esclavitud en el hemisferio occidental? —respondí burlonamente—. ¡Bah! Ustedes hablan como cualquier socialista norteamericano. Quieren decir “esclavitud del asalariado”, o esclavitud de condiciones de vida miserables. No querrán significar esclavitud humana.
Pero aquellos cuatro mexicanos desterrados insistieron:
—Sí, esclavitud —dijeron—, verdadera esclavitud humana. Hombres y niños comprados y vendidos como mulas, exactamente como mulas, y como tales pertenecen a sus amos: son esclavos.
—¿Seres humanos comprados y vendidos como mulas en América? ¡En el siglo XX! Bueno —me dije—, si esto es verdad, tengo que verlo.
Así fue como, a principios de septiembre de 1908, crucé el río Bravo en mi primer viaje, atravesando las garitas del México viejo.
En este mi primer viaje fui acompañado por L. Gutiérrez de Lara, mexicano de familia distinguida, a quien también conocí en Los Ángeles. De Lara se oponía al gobierno existente en México, hecho que mis críticos han señalado como prueba de parcialidad en mis investigaciones. Por el contrario, yo no dependí de De Lara ni de ninguna otra fuente interesada para obtener información, sino que tomé todas las precauciones para conocer la verdad exacta, por medio de todos los caminos posibles. Cada uno de los hechos fundamentales apuntados respecto a la esclavitud en México lo vi con mis propios ojos o lo escuché con mis propios oídos, y casi siempre de labios de personas quizás inclinadas a empequeñecer sus propias crueldades: los mismos capataces de los esclavos.