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John Lloyd Stephens - Viaje a Yucatán

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John Lloyd Stephens Viaje a Yucatán

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CAPITULO I

Embarque.—Compañeros de pasaje.—Una tormenta en el mar. Arribo a Sisal.—Muestras ornitológicas.—Cuidad de Mérida.—Fiesta de San Cristóbal.—Lotería.—Una escena de confusión.—Pasión por el juego y su principio.—Indio estropeado.

R ecordará el lector de mi libro intitulado «Sucesos de un viaje a la América Central, Chiapas y Yucatán» que por la enfermedad de mi socio Mr. Catherwood, quedó súbitamente interrumpida nuestra pesquisa de ruinas, en este último país. Durante nuestra corta mansión en Yucatán recibimos algunas vagas, pero fidedignas noticias de la existencia de grandes y numerosas ciudades desiertas y arruinadas; lo que nos indujo a creer, que aquel país presentaba un campo mayor para la investigación y descubrimiento de antigüedades, que ninguno otro visitado hasta entonces por nosotros. En esta inteligencia, la necesidad de abandonar a Yucatán fué verdaderamente un contratiempo; y al verificarlo, no quedaba otro consuelo, que la esperanza de poder volver, mejor preparados, para hacer una detallada exploración de esta región desconocida. Cerca de un año después, hallémonos en aptitud de realizar nuestro proyecto, y el lunes 9 de octubre de 1841 hicímonos a la vela en Nueva York, a bordo de la barca Tennessee, su capitán Scholefield, con dirección a Sisal, en cuyo puerto nos habíamos embarcado de regreso a los Estados Unidos.

La Tennessee era un buque costeño, de doscientas sesenta toneladas, construido al parecer en una de esas grandes factorías en que se fabrican barcos a la orden; pero fuerte, duro y bien equipado y gobernado.

Su cargamento estaba arreglado para el mercado de Yucatán, y consistía en una pesada capa de hierro en el fondo; en el medio, varias mercancías entre las cuales había algodón, fusiles, y algunos barriles de trementina; y en la parte superior, seiscientos cuñetes de pólvora.

Habíamos conseguido un importante aumento a nuestra compañía en la persona del Dr. Cabot de Boston, quien nos acompañaba en calidad de aficionado, y particularmente como ornitologista. Además de éste, nuestro único compañero de pasaje era Mr. Camarden que venía a bordo de sobrecargo.

Despertónos en la primera mañana un olor extraordinario de trementina; lo cual nos trajo la aprensión de que se hubiese extravasado algún barril, que puesto en contacto con el algodón, podría haber hecho que se emplease la pólvora antes de llegar a manos del consignatario. Ese olor, sin embargo, provenía de otra causa; y con eso hubimos de calmarnos.

En la tarde del cuarto día sufrimos una seria tempestad de relámpagos y truenos. Aunque este fenómeno de los trópicos no nos era desconocido, no por eso estábamos en disposición de dar la bienvenida a semejante huésped. Estalló una descarga de rayos sobre nuestras cabezas; el brillo de la electricidad iluminaba la superficie del agua, haciendo visible nuestra pequeña embarcación que vacilaba en aquella inmensidad, como un punto flotante. Alguna vez desprendíase un rayo en el horizonte, como si se dirigiese expresamente a incendiar la pólvora que venía a bordo. Entramos en una discusión, a cada paso interrumpida, sobre la teoría de los conductores y no conductores, y aconsejamos al capitán que diese al rededor del palo mayor algunas vueltas con el cable-cadena, con. duciendo la extremidad al costado del buque. Consolábanos, en medio de aquel conflicto, la idea de que seiscientos cuñetes de pólvora no harían mayor daño que sesenta, y que con seis había lo bastante para que se realizase la obra. En aquel momento, nuestra opinión era que el rayo y la pólvora eran los únicos peligros del mar. Terminada la noche, sin embargo, pasó nuestro sobresalto, y la mañana trajo consigo el único cambio usual a los navegantes. El olvido del pasado peligro.

En la noche del séptimo día cruzamos con una brisa fuerte, el estrecho pasaje conocido con el nombre de «Pared horadada», y antes de que amaneciese veníamos casi arrebatados del viento, cuya vehemencia era terrible. Nada podía permanecer en su sitio del costado de barlovento, y las oleadas eran monstruosas. Sentado el capitán bajo las batayolas, observaba cuidadosamente la aguja y lanzaba ansiosas miradas a aquella parte del horizonte, de donde parecían desencadenarse los vientos. A la hora del desayuno, gruesas gotas de sudor brotaban de su frente; y aunque al principio se resistía a admitir la inminencia del peligro, venimos al fin a conocer que lo había realmente, pues marchábamos lanzados con toda la impetuosidad del viento hacia el banco rocalloso conocido con el nombre de Arrecife de Abaco, cuya parte más temible y marcada en los planos con la nota de Peligrosa costa de rocas, quedaba justamente bajo nuestro sotavento. Sin que la tormenta se mitigase o cambiase de dirección, no había remedio: en ocho o diez horas debíamos encallar destrozándose nuestro buque. El arrecife sólo estaba muy pocos pies bajo del agua, y distante veinte millas de la tierra firme. Confieso que había yo perdido toda esperanza de un cambio. Si el bajel escollaba debía hacerse pedazos: cada momento estábamos más cerca de nuestra destrucción, y no había poder humano que se atreviese a medir su fuerza con la furia del mar. Sentados con un plano por delante, lo contemplábamos fijamente, con la misma ansiedad con que un condenado a muerte ve llegar la hora fijada para su ejecución. Los signos, con que en el plano estaban marcadas las rocas, nos parecían de un carácter ominoso; y aunque a cada mirada que dirigíamos al mar, éste nos decía que la claridad no contribuiría en nada para aumentar nuestra fuerza en el temido choque contra él; sin embargo, redoblábase nuestra angustia y se aumentaban desagradablemente nuestros sentimientos a conocer, que llegaría la hora crítica al aproximarse la noche. Pero en medio de todo, sólo teníamos un consuelo, a saber: que no había a bordo niños ni mujeres; todos teníamos suficiente energía corporal, y éramos capaces de hacer todo cnanto puede el hombre, cuando lucha por salvar su vida. Pero felizmente para el lector de estas páginas, por no decir nada de nosotros mismos, a la una de la tarde aflojó el viento: echamos alguna vela: el buen barco había luchado con éxito por salvarse; gradualmente volvió la popa al arrecife, y a la noche seguíamos nuestro rumbo otra vez con el mayor regocijo.

A los veinte y siete días de navegación aferramos nuestras velas a la altura del puerto de Sisal. Había en él cinco buques fondeados, lo cual era para Sisal una extraordinaria circunstancia, y muy feliz para nosotros, pues de otra suerte, como nuestro capitán jamás había estado allí, aunque buscaba cuidadosamente el puerto, difícilmente hubiera dado con él. Nuestro anclaje estaba en una costa abierta, dos o tres millas de la tierra, a cuya distancia era preciso mantenerse para echarse mar en fuera, en caso de que soplase un norte, como le sucedió efectivamente al capitán Scholefield antes de desembarcar su cargamento, viéndose obligado a levar ancla, sin poder volver al puerto sino nueve días después.

Apenas serían las cuatro de la tarde, cuando arribamos; pero según las reglas del puerto, ningún pasajero puede ir a tierra antes de que el buque sea visitado por los oficiales de la sanidad y de la aduana. En vano estuvimos esperando hasta oscurecer, y aun después de salida la luna. Nadie nos hizo caso y tuvimos que resignarnos a dormir a bordo, maldiciendo de la pereza de los oficiales.

A la mañana siguiente, cuando salimos sobre cubierta, apercibimos anclado a nuestra popa al bergantín Lucinda, en que habíamos pensado tomar pasaje, y que salió de Nueva York cuatro días después de nosotros. Había arribado durante la noche.

Muy temprano vimos dirigirse hacia nosotros, en canoas separadas, a los oficiales de la sanidad y de la aduana. Un hombrecillo de enorme mostacho, que estaba mareado aun antes de llegar a bordo, quedó embarcado en nuestro buque, a la custodia de él, y a pocos minutos se vió precisado a tomar cama. Terminadas brevemente todas las formalidades, fuimos por fin a tierra, en donde terminó al instante todo el mal humor que nos había causado el habernos visto obligados a pasar a bordo una noche más. Nuestra primera visita no se había olvidado. La relación que de ella hicimos, se había traducido y publicado, y tan pronto como se conoció el objeto de nuestra vuelta, todas las dificultades nos fueron allanadas: nuestros baúles, cajas y demás bultos de equipaje pasaron por la aduana sin registro.

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