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Ana Labrada - La Vanguardia del Oriente

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Ana Labrada La Vanguardia del Oriente
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    La Vanguardia del Oriente
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La Vanguardia del Oriente: resumen, descripción y anotación

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Índice Cuando el Fundador del Opus Dei veía a la gente filipina les decía - photo 1

Índice

Cuando el Fundador del Opus Dei veía a la gente filipina les decía muchas veces con tanto cariño: «A vosotros, que sois la vanguardia de la Iglesia Católica para todo el Oriente, os reciben bien en todas partes. Sois como un milagro de Dios allá en el Oriente, una nación tan católica, con tanta devoción a la Virgen, con tanto amor al Señor en la Eucaristía». El Padre tenía mucha esperanza y mucha confianza puesta en sus hijas y en sus hijos filipinos, y esa esperanza no puede quedar defraudada ahora, que os mira desde el Cielo.

B EATO Á LVARO DEL P ORTILLO , 13 de abril de 1976.

Prólogo

Mis padres se conocieron durante la guerra civil española. Se casaron en 1941 en San Sebastián, donde había nacido mi madre, y tuvieron ocho hijos: Fernando, yo, Marisol, María Antonia, Miguel, María de los Ángeles, Valle y Carmen. Conservo recuerdos entrañables de nuestra juventud, por la sencilla razón de que estábamos todos juntos, la familia al completo , decíamos con orgullo. La mejor época del año eran los veranos en Sigüenza, un pueblo de la provincia de Guadalajara. Allí disfrutábamos de la vida del campo, excursiones en bicicleta, las fiestas del 15 de agosto con las corridas de toros, la procesión de la Virgen que salía de la catedral, y los juegos de policías y ladrones entre las ruinas del castillo. En septiembre, el regreso a Madrid significaba la vuelta a la disciplina, el colegio, los uniformes, los libros, los exámenes y las notas. Las seis hermanas íbamos al colegio del Sagrado Corazón de Rosales, y los chicos a los Jesuitas de Areneros. Mi padre seguía de cerca nuestra formación. Cuando volvíamos a casa solía preguntar: Vamos a ver, tú ¿qué has aprendido hoy? Escuchaba y luego daba algunas explicaciones, ayudándonos a pensar, a razonar y a dialogar. Uno de sus objetivos prioritarios era enseñarnos a pensar en los demás, y cuando alguno se despistaba advertía: ¿Se te olvida que sois ocho? , o: En esta vida no estamos solamente para hacer lo que nos apetece .

A medida que fui creciendo pude advertir la recia y honda piedad de mi padre. La víspera de los primeros viernes de mes, después de cenar, se ponía el abrigo y el sombrero, y se marchaba a la iglesia a pasar la noche acompañando al Santísimo Sacramento.

El 23 de marzo de 1989 sufrió un infarto cerebral. Desde ese día, mis hermanos me contaban cómo había un ambiente más cálido y hogareño en la familia, y también una particular alegría. Tampoco se perdió la alegría cuando, poco después, le diagnosticaron un cáncer de pulmón. En esa larga temporada se pusieron todos los medios para hacerle la vida lo más agradable posible; había que romper el aislamiento producido por la enfermedad, y cada uno lo hacía a su modo. María de los Ángeles mantenía con él conversaciones filosóficas y también le llevaba tebeos; mi cuñado Jaime le jaleaba con los resultados de la liga de futbol, y los nietos trepaban por su cama con alegría y vitalidad. Su última sonrisa fue para Carlos, de ocho años, que salió de su habitación diciendo muy ufano: Le he hecho reír al abuelo . La gran ilusión de mi padre había sido hacer una familia, y ahí estaba la prueba de que lo consiguió; durante su enfermedad, cada uno hizo lo que pudo para mantenerle física, moral y espiritualmente.

Mi padre era Ingeniero de Caminos, y miembro de la Obra desde 1959. En casa estábamos acostumbrados a oír los nombres de sus amigos y compañeros: Eduardo de Caso, Vicente Mortes, Emilio Villanueva y Álvaro del Portillo. Este último nombre, Álvaro del Portillo, fue cambiando con las décadas; a mediados de los años sesenta le empezó a llamar don Álvaro. En octubre de 1965, mis padres estuvieron con el Fundador del Opus Dei y con don Álvaro. Monseñor Escrivá le dijo a mi padre : Fernando, aquí tienes a Álvaro construyendo puentes y autopistas en el Concilio (don Álvaro era entonces miembro de distintas comisiones del Concilio Vaticano II). En 1975 fue elegido Presidente General del Opus Dei y se convirtió en el Padre , que es como familiarmente se llama en la Obra al Fundador y a sus sucesores.

Recibí en Manila la noticia del fallecimiento de mi padre. Era el 23 de octubre de 1991. Ana, tu padre está ya en el cielo. Es el regalo que me ha hecho por mi cumpleaños , me dijo mi madre, con voz serena y una gran entereza. Efectivamente, ese día cumplía 78 años. Después, con esa misma entereza, me contó con detalle cómo había ocurrido todo. Aquella noche me fue imposible conciliar el sueño, y me hice algunas preguntas: ¿Habré hecho sufrir a mi padre? ¿Le habré querido bastante? No recordaba haberle dado grandes disgustos, aunque sin duda hubo un momento que debió de costarle mucho.

Yo pedí la admisión en el Opus Dei en 1963. Cuatro años después me preguntaron de parte del Fundador del Opus Dei si me gustaría ir a vivir a Filipinas. Eran tiempos de gran expansión apostólica por nuevos países, y naturalmente yo estaba dispuesta a trabajar allí donde hiciera falta. La razón de esta petición fue la inminente apertura de una residencia universitaria en Manila. Desde un principio esta propuesta me fascinó.

Pero también pensé en mi familia: ¿Cómo reaccionarían? Yo tenía veintidós años, no sabía inglés y la Obra en Filipinas acababa de empezar. Hablé con mis padres, diciéndoles que no quería decidir sin oír su opinión. Ana —me dijeron—, si el Padre ha contado con tu generosidad para que vayas a Filipinas, pensamos que también ha contado con la nuestra para dejarte ir; puedes estar segura de que nunca nos opondremos; al revés, rezaremos para que puedas llevar a cabo todo lo que se espera de ti.

Recibí la bendición del Fundador en Madrid, el 2 de octubre de 1967. Tienes mucha suerte —me dijo–, te espera una labor maravillosa; no pienses que vas sólo a Filipinas, desde allí iréis a otros países de Asia. Me lo dijo con tal ilusión y vivacidad en sus ojos, que concluí que al Padre le hubiera gustado mucho poder ir al Oriente. Pasados los años, en 1987, volví a recordar esa impresión mía cuando don Álvaro comentó en Hong Kong que san Josemaría, siendo muy joven, había dejado constancia en sus escritos de su afán por ir al Oriente para ser misionero de Cristo.

Me despedí de mi familia en el aeropuerto de Madrid el 20 de abril de 1968. Esa mañana lucieron todos su mejor sonrisa, con el fin de dejarme un buen recuerdo. Por mi parte, reservé las emociones para cuando estuviera en el avión; tenía dieciocho horas para calibrar y ponderar los acontecimientos. Durante ese largo tiempo pensé que una forma de llenar el hueco que acababa de dejar en mi familia podría ser hacerles partícipes por correspondencia de aquel nuevo desafío.

Empecé a escribirles regularmente, contando mis impresiones. A la vuelta de los años, durante un viaje a España, mi padre me enseñó unas carpetas con todas mis cartas. Le pregunté para qué las guardaba. Un día las necesitarás –me dijo–, pues con ellas se podrá reconstruir la historia de la Obra en vuestro país .

En 1996 mi familia envió a Manila este archivo, que contenía alrededor de trescientas cincuenta cartas perfectamente clasificadas cronológicamente y con un pequeño resumen de cada año en la primera página. También aparecieron cartas a amigas y otros parientes que, al tener noticia de este archivo, se las enviaban a mi padre.

El hilo conductor de esta historia, que narra mis recuerdos sobre el comienzo —distinta de Filipinas— para los países del sudeste asiático.

El trabajo apostólico de la Prelatura del Opus Dei se distribuye en áreas o territorios llamados regiones, cuyo ámbito puede o no coincidir con un país.

I. El archipiélago de las sonrisas
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