Jhumpa Lahiri - En otras palabras
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- Libro:En otras palabras
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2015
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En otras palabras: resumen, descripción y anotación
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Cada libro me parece una meta inalcanzable hasta que está terminado, pero este más que todos los anteriores. No lo habría conseguido sin el apoyo e interés de Sara Antonelli, Luigi Brioschi, Raffaella De Angelis, Angelo De Gennaro, Giovanni De Mauro, Michela Gallio, Francesca Marciano, Alberto Notarbartolo y Pierfrancesco Romano.
Un agradecimiento especial a Gabriella Giandelli por las ilustraciones de los capítulos que aparecieron por entregas en Internazionale; a Marco Delogu, cuya foto ha inspirado el relato «Penumbra»; y al Centro Studi Americani en Roma, lugar amado.
JHUMPA LAHIRI, nacida en Reino Unido de padres bengalíes, pasó su infancia y juventud en Estados Unidos. Es autora de cuatro libros de narrativa: El buen nombre, El intérprete del dolor, Tierra desacostumbrada y La hondonada, los tres últimos publicados por Salamandra. En otras palabras es su primera obra de no ficción. Ha sido galardonada con el Premio Pulitzer, el PEN/Hemingway y el Premio Frank O’Connor. En 2012 ingresó en la Academia Estadounidense de las Artes y las Letras y en 2015 recibió la Medalla Nacional de Humanidades.
Quiero cruzar un pequeño lago. Es realmente pequeño, pero aun así la otra orilla me parece demasiado distante, más allá de mis capacidades. Me consta que es un lago muy profundo y, aunque sé nadar, me da miedo encontrarme sola en el agua, sin ningún apoyo.
El lago del que hablo se encuentra en un lugar apartado, aislado. Para llegar hay que caminar un rato por un bosque silencioso. Al otro lado se ve una cabaña, la única vivienda en toda la orilla. El lago se formó inmediatamente después de la última glaciación, hace milenios. Su agua es límpida, aunque oscura; más pesada que el agua salada, ninguna corriente la surca. Una vez dentro, a pocos metros de la orilla ya no se ve el fondo.
Por la mañana observo a los que, como yo, visitan el lago. Contemplo cómo lo cruzan de manera desenvuelta y relajada, cómo se detienen unos minutos delante de la cabaña y luego vuelven. Cuento sus brazadas. Los envidio.
Durante un mes solo me atrevo a nadar bordeándolo, sin alejarme de la orilla. Es una distancia mucho mayor, la circunferencia respecto al diámetro. Tardo más de media hora en dar la vuelta completa, pero con la seguridad de que puedo pararme en cualquier momento, hacer pie si me canso. Es un buen ejercicio, aunque nada emocionante.
Una mañana, hacia el final del verano, quedo allí con dos amigos: me he decidido a cruzar el lago con ellos para llegar por fin a la cabaña del otro lado. Estoy cansada de limitarme a ir por la orilla.
Cuento las brazadas. Sé que mis compañeros están en el agua conmigo, pero también que estamos solos. Tras casi ciento cincuenta brazadas llegamos al medio, la parte más honda. Continúo. Después de cien brazadas más diviso el fondo de nuevo.
Llego al otro lado. Lo he conseguido sin problemas. Por primera vez, veo la cabaña a unos pasos de mí y, a lo lejos, las distantes y pequeñas siluetas de mi marido y de mis hijos. Parecen inalcanzables, aunque sepa que no lo son. Después de una travesía, la orilla conocida se convierte en la margen opuesta: aquí se convierte en allí. Cargada de energía, exultante, vuelvo a cruzar el lago.
Durante veinte años he estudiado italiano como si nadara por la orilla de aquel lago: siempre al lado de mi lengua dominante, el inglés; siempre bordeando la ribera. Ha sido un buen ejercicio, beneficioso para los músculos y el cerebro, aunque nada emocionante. Estudiando una lengua extranjera de ese modo, uno no se puede ahogar: el otro idioma está siempre allí para sustentarte, para salvarte. Pero no basta con flotar sin posibilidad de hundirse: para saber una nueva lengua, para sumergirse en ella, hay que alejarse de la orilla. Nadar sin salvavidas, sin contar con la tierra firme.
Unas semanas después de haber cruzado aquel lago pequeño y escondido, hago una segunda travesía, mucho más larga, pero nada fatigosa. Será la primera vez en mi vida que parto de verdad. Esta vez en barco, cruzo el océano Atlántico para instalarme en Italia.
El primer libro en italiano que compro es un diccionario de bolsillo con definiciones en inglés. Es 1994 y estoy a punto de ir a Florencia por vez primera. En Boston, voy a una librería de nombre italiano: Rizzoli, una librería preciosa y refinada que ya no existe.
No compro una guía turística, aunque sea mi primera visita a Italia, aunque no conozca Florencia en absoluto (gracias a un amigo, tengo ya la dirección de un hotel); soy estudiante, tengo poco dinero y creo que un diccionario es más importante.
El que elijo tiene una cubierta de plástico verde. Es impermeable, indestructible. Es ligero y cabe en mi mano. Tiene, más o menos, las dimensiones de una pastilla de jabón. En la contracubierta pone que contiene alrededor de cuarenta mil palabras italianas.
Cuando, paseando por la Galería de los Uffizi, mi hermana repara en que ha perdido su sombrero, abro el diccionario. Voy a la sección en inglés para averiguar cómo se dice sombrero en italiano. De alguna manera, seguramente equivocada, le digo a un guardia que hemos perdido un sombrero. Milagrosamente, entiende lo que digo y en breve encontramos la prenda.
Desde entonces, durante muchos años, cada vez que voy a Italia me llevo ese diccionario. Lo llevo siempre en el bolso. Busco palabras cuando estoy en la calle, cuando vuelvo al hotel después de un paseo, cuando intento leer un periódico. Me guía, me protege, me lo explica todo.
Se convierte tanto en un mapa como en una brújula: sin él estaría perdida. Se convierte en una especie de madre o padre en quien confío y sin el cual no puedo salir. Lo considero un texto sagrado, lleno de secretos, de revelaciones.
En algún momento escribo en la primera página: «provare a = cercare di» (tratar de = intentar).
Esta anotación casual, esta ecuación léxica, puede ser una metáfora de mi amor por el italiano, que, finalmente, no es más que una obstinación, una continua prueba.
Veinte años después de haber comprado ese primer diccionario decido trasladarme a Roma para una larga estancia. Antes de partir, llamo a un amigo que vivió allí muchos años y le pregunto si necesitaré un diccionario electrónico de italiano, una app en el móvil, por ejemplo, para buscar una palabra en cualquier momento.
Se ríe y me responde: «Dentro de poco vivirás dentro de un diccionario de italiano».
Tenía razón. Después de un par de meses en Roma, poco a poco me doy cuenta de que ya no consulto el diccionario tan a menudo. Cuando salgo, tiende a quedarse en el bolso, así que empiezo a dejarlo en casa. Soy consciente de que algo ha cambiado. De una sensación de libertad y, al mismo tiempo, de pérdida, de haber crecido al menos un poco.
Hoy en día tengo otros diccionarios en mi escritorio, más grandes y gruesos, entre ellos dos monolingües, sin ningún término en inglés. La cubierta del pequeñito está desteñida y sucia, las páginas se han puesto amarillentas y algunas se están despegando de la encuadernación.
Por lo general se queda en la mesita, por si necesito consultar fácilmente una palabra desconocida mientras leo. Este diminuto libro me permite leer otros, abrir la puerta de una nueva lengua. Me acompaña, aún hoy, cuando voy de vacaciones, durante los viajes. Se ha convertido en una necesidad. Si por casualidad, cuando me voy, olvido llevarlo encima, me siento algo incómoda, como me sentiría si olvidara el cepillo de dientes o unas medias de recambio.
Este minúsculo diccionario parece ahora más un hermano que un padre o una madre. Sin embargo, sigue sirviéndome, aún me guía. Sigue lleno de secretos. Pese a su pequeñez, continúa siendo más grande que yo.
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