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Miguel Delibes - Dos viajes en automóvil: Suecia y Países Bajos

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Miguel Delibes Dos viajes en automóvil: Suecia y Países Bajos
  • Libro:
    Dos viajes en automóvil: Suecia y Países Bajos
  • Autor:
  • Editor:
    Plaza & Janés
  • Genre:
  • Año:
    1982
  • Índice:
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Dos viajes en automóvil: Suecia y Países Bajos: resumen, descripción y anotación

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Miguel Delibes
Dos viajes en automóvil
Dice el autor acerca de este libro:

«El viaje en automóvil, con varios conductores que se turnen, es para mí el medio ideal de viajar. En coche he visitado Praga, he llegado a Yugoslavia y he subido casi, casi, hasta el casquete polar. De acuerdo, el avión es más rápido, pero elimina de entrada la transición, y viajar es ir cambiando paulatinamente de paisaje y paisanaje, ir interponiendo vistas entre nuestro punto de partida y el de destino; en cualquier caso un proceso:

Saber de dónde venimos e ir desvelando gradualmente adónde vamos.»

Suecia
I. La naturaleza sueca

Visitar los países nórdicos atravesando en automóvil Europa occidental resulta ameno y provechoso. Uno puede observar así ciertas diferencias y matices que le pasarían inadvertidos viajando en medios de locomoción más rápidos. Tal, el respiro que se concede al viajero una vez que se traslada de Alemania a Dinamarca surcando el pequeño Belt, travesía en la que apenas invierte una hora. La dinámica de la carretera, la dinámica urbana, la dinámica social, entran, de pronto, en un ritmo diferente, más pando y sosegado. El fenómeno puede ser engañoso, pero el turista que viaja en esas condiciones experimenta la impresión de que el apresuramiento frenético, la prisa voraz y deshumanizada de Occidente, han hecho allí una pausa, han cedido. Menos mal, porque el vértigo germano es literalmente turbador.

Alemania es mucha Alemania, uno de esos países en los que es suficiente una ausencia de tres años para encontrar las cosas cambiadas. Su pujanza, que, en apariencia, no puede alcanzar más altas cotas, sobrepasa en pocos meses lo que en principio parecía insuperable. Mi último viaje, por ejemplo, me ha demostrado que las autopistas -las de dos carriles y algunas de tres, en determinados tramos- empiezan a resultar insuficientes. Basta un coche pinchado, que un camión relativamente lento adelante a otro camión más lento todavía, y no digamos un pequeño accidente para que la fluidez quiebre y se produzca el atasco, el embotellamiento. Al discurrir por las carreteras germanas, he tenido la impresión de que el alemán ha declinado su tradicional sentido de la disciplina. El límite de velocidad en autopista es allí de 130 kilómetros a la hora. Pues bien, los automóviles que circulan por el primer carril de la derecha, y aún los del segundo, acatan esa norma, pero los del tercero y no digamos los del cuarto, donde hay cuatro, se lo saltan a la torera, circulan a 180 o 200, en un apresuramiento desenfrenado y si uno, ingenuamente, ha tenido la mala ocurrencia de situarse en uno de ellos, se verá asaeteado por las ráfagas impacientes de los coches que le siguen, y, lo quiera o no, se verá obligado a acelerar y acelerar hasta desbordar la hilera -a veces interminable- de coches que circulan por el carril derecho.

El automovilista pierde su libertad en las autopistas germanas. No se desplaza a la velocidad que quiere, sino a la que le imponen los vehículos que marchan detrás. Es inútil resistirse. Al viajero le asalta la sospecha de que si intentara frenar aquella corriente endiablada sería eliminado como un estorbo. Creo que este apremio circulatorio es indicativo del apremio que hoy domina en la sociedad alemana, de una celeridad inenarrable.

Todo esto cede, una vez que el turista toma el trasbordador en Puttgarden y desembarca en la otra orilla, en Dinamarca, una hora después. Las cosas, entonces, se serenan, entran en un orden distinto y no sólo porque la limitación de velocidad sea más estricta y los nórdicos la respeten, sino porque el ritmo vital es más acompasado, más lento. Se diría que el nórdico es, en este aspecto, el único ser de la Europa occidental que todavía no ha perdido los papeles. Hablo desde una experiencia de apenas tres semanas y por lo tanto, mi apreciación puede estar equivocada, pero la sensación que a uno le invade después de recorrer miles de kilómetros por carreteras danesas, suecas y noruegas y visitar centenares de ciudades, pueblos y pueblecitos, es la de haber entrado en otro mundo. En ello influye, sin duda, la escasa población -25 millones de habitantes entre los cinco países que componen el Congreso Nórdico: Dinamarca, Suecia, Noruega, Finlandia e Islandia- y el hecho, lógico, de que aún se conserven miles de kilómetros cuadrados de Naturaleza natural, de bosques y lagos inmensos. En lo que se refiere a Suecia, las tierras de labor, las praderas, las hazas de cereal, es decir, las superficies despejadas, se circunscriben al sur del país, sí que abrigadas inevitablemente por prietos bosquecillos. En la carretera de Lund a Kristianstadt el paisaje resulta de un bucolismo cautivador. Los cuentos que acunaron nuestra infancia, el ambiente de esos cuentos, en su mayoría nórdicos, se hace vivo allí. La pequeña granjita de tablas -blancas, amarillas o rojas-, las instalaciones anejas, también de madera, las pacíficas vacas en el prado, tras la cerca, el niño rubio, casi albino, vestido de colores vivos, dando de comer a las ocas y, como fondo, ineluctablemente, el bosque de pinos o abetos, denso, sin un resquicio de luz, rematando la perspectiva. Todo es, o lo parece, Naturaleza en Suecia. Más de la mitad de su geografía es árbol o agua.

Tengamos en cuenta que la población sueca es de ocho millones de habitantes para una extensión de tierra aproximadamente la de España, lo que quiere decir que a los suecos les corresponde mucha Naturaleza por persona, y, en consecuencia, que el sueco, le guste o no, está integrado en esa Naturaleza, formando parte de ella.

El habitante de este país se siente orgulloso de su Naturaleza, la cuida, la conserva y la defiende. El día de nuestra llegada a Lund, los accesos por carretera a la ciudad, estaban cerrados a causa de una marcha antinuclear. El contacto con el aire libre es una constante aquí, casi diría que el sueco está siempre al oreo, ya que salvo tres o cuatro ciudades donde se ha recurrido a la mampostería, el sueco vive -y el que no vive, descansa las vacaciones y los fines de semana en su casita de tablas, dentro del bosque o a orillas del lago. El pueblo sueco ha pasado en menos de un siglo de una cultura agraria a una cultura industrial, y al discurrir del ruralismo a la urbanización, lo ha hecho sabiamente, sin perder de vista a la Naturaleza. Hoy día, un 5 por ciento de campesinos dan de comer al resto del país (en los Estados Unidos tengo entendido que rebasan el 6 por 100), pero el 95 por 100 restante, empleados en la industria y los servicios, no se han desprendido de sus raíces rurales, tienen su casa o sus antepasados, o ambas cosas, en el campo; conservan en su sangre unas reminiscencias rústicas que, lejos de avergonzarles, cultivan y proclaman.

Lógicamente el sueco es deportista, pero deportista activo, de aire libre: bicicleta, patinaje sobre hielo, caza, pesca, esquí. No se conforma con el deporte espectáculo: le gusta ser protagonista, hacer deporte antes que presenciarlo (en primavera, en todos los centros escolares hay una semana de vacaciones con este exclusivo fin).

Apenas existen allí diversiones gregarias para llenar los ocios. La actividad festiva del sueco está diversificada: pinta su cabaña, recolecta setas o arándanos, juega al tenis, se pierde en sus paseos, o haciendo footing, por los bosques. El resultado se constata en las carreteras: no existe una especial densidad circulatoria dominical, cada uno está en un punto, se mueve a distintas horas, no se estorban. Y al propio tiempo, en un país tan pródigo en agua y de tamaña riqueza forestal, no hay polvo ni contaminación. Me ha llamado la atención la transparencia del aire, incluso en Estocolmo. La luz es finísima, diáfana, opalescente, incluso en días entoldados y durante los largos, interminables crepúsculos. Con sol resultan asombrosos los relieves, los matices de las cosas (relieves y matices que, con sabiduría electrónica, han acertado a trasladar a la televisión en color, de unos tonos delicados, sutilísimos, desconocidos aquí).

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