Índice
Dedicado a mi marido, Rafael, y a mis hijos, Rafael, Álvaro
y Gonzalo. Juntos formamos el mejor equipo y construimos día a día
nuestro hogar. Como escribió Jane Austen, no hay nada como el hogar
y la familia para estar realmente cómodos.
Agradecimientos
P rimero de todo, a mis padres, de los que he aprendido la mayor parte de los consejos que doy en este libro y de los que aún sigo aprendiendo cosas nuevas.
A mi agente literaria, Gema Lendoiro, quien me propuso este proyecto y confió en mí. Ella me convenció y animó para escribir este manual, algo que nunca me hubiera planteado.
Al equipo de La Esfera de los Libros, especialmente a mi editora, Mónica Liberman, por saber guiarme y orientarme y por la paciencia que ha tenido con una escritora primeriza. Y a su directora, Ymelda Navajo, por confiar en mí para sacar adelante este proyecto.
Y desde luego, a todas las integrantes de mi grupo de Facebook, «Asesoría doméstica y logística familiar», por ser la llama que prendió la vela de la inspiración que me trajo hasta aquí. No mencionaré nombres porque me dejaría muchos atrás. Daos todas por aludidas, porque sin vosotras nada de esto habría sido posible.
¡Un millón de gracias!
Introducción
U na casa, un piso... Decimos «es mi casa», «voy a tu casa», «llegaré tarde —o temprano— a casa»... Pero... ¿qué es una casa? Una casa son paredes, techo y suelo. El lugar donde guardamos nuestras cosas con idea de mantenerlas cuidadas y apartadas del resto del mundo.
Por ello nuestra casa debería ser el lugar que, una vez que cerramos la puerta de la calle, sentimos como nuestro refugio, el lugar en el que al fin podemos relajarnos, descalzarnos, dejar de fingir y ser nosotros mismos sin tener que guardar las apariencias.
Una cosa que creo que todos sabemos, pero que algunas veces, por circunstancias de la vida, decidimos ignorar (la mayoría de ocasiones de modo inconsciente), es que nuestro hogar refleja a gritos silenciosos el estado de nuestro «yo» interior. Tal como nos sentimos por dentro, así luce también el lugar donde vivimos, y por esto mismo el estado de limpieza y organización en que mantengamos nuestra casa influirá de manera determinante en nuestro ánimo —y no solo en el nuestro, sino también en el de nuestra familia— en el mismo momento en que traspasemos el umbral. Y de nosotros, de la importancia que concedamos a los cuidados básicos del hogar, depende que esa influencia sea positiva o negativa.
Imagina lo que es llegar a casa después de una jornada agotadora en el trabajo. Es uno de esos días en que hace frío, humedad, te duele la cabeza y te has pasado la tarde mirando el reloj, deseando llegar a casa para quitarte los zapatos y poder acurrucarte un rato en el sofá.
Y entonces llegas, abres la puerta y te lo encuentras todo revuelto. Sueltas el bolso y la chaqueta en el perchero de la entrada y rebuscas debajo de los sobres y los folletos de propaganda que recogiste ayer del correo aquella bandejita tan mona que compraste un día en que, aburrida de pasar una hora diaria buscando las dichosas llaves a la hora de salir, se te ocurrió que la causa de ese problema era que no tenías un sitio fijo donde dejarlas al entrar en casa. Así que ese mismo día, sin pensarlo mucho más, te compraste la bandeja y despejaste la consola del recibidor con la seguridad de haber solucionado un problema y el convencimiento de que, a partir de ese momento, al dejar las llaves «en su sitio», nunca se volverían a extraviar.
Pero no contaste con que la novedad de la bonita bandeja portallaves se pasaría en unos pocos días, y que después volverías a apilar ahí todo lo que fueses sacando del buzón, de modo que tras un par de semanas te ves teniendo que buscar dónde poner las llaves debajo de una pila de facturas que por sí mismas te ponen mal cuerpo, porque te recuerdan pagos pendientes y encima, para rematar, vienen acompañadas de un montón de folletos de propaganda que te tientan con artículos rebajados que te encantaría comprar. Y a todo ese ciclo de gastos reales y deseos por cumplir se te une el remordimiento más o menos encubierto de que estás buscando una bandeja que compraste para dejar las llaves y que cumplió su función dos días, porque al tercero estaba ya oculta bajo los papeles que llegan a diario a tu buzón.
Al fin aparece la bandeja. La colocas encima de todos los folletos, sueltas las llaves y te diriges al dormitorio para cambiarte de ropa, y de refilón ves la cocina a través de la puerta abierta, con el lavaplatos probablemente vacío porque hay una pila de platos y vasos sucios del desayuno rebosando en el fregadero.
En los dormitorios las camas siguen sin hacer... Sí, es cierto que hace algún tiempo leíste un artículo donde explicaban los resultados de un estudio científico que demostraba que era mejor no hacer las camas recién levantados, porque hacerla favorecía la proliferación de ácaros, y oye, la verdad es en ese momento te sorprendió y te encantó, porque con él viste el cielo abierto. Después de todo, por las mañanas vas a escape, y ese artículo, que tuvo mucha repercusión en las redes sociales y que incluso comentaron en el telediario, hablaba de un estudio muy serio. Durante una temporada te ofreció la excusa perfecta que necesitabas para ahorrarte hacer la cama y ganar por la mañana unos minutos extra, que los primeros días usabas para ponerte la sombra de ojos en casa en lugar de hacerlo utilizando el espejo retrovisor del coche y tenías tiempo, incluso, de pasarte el rodillo quitapelusas tranquilamente por la ropa antes de salir de casa, en lugar de usar el de emergencia que guardas en la guantera del coche («madre mía, ese gato, la cantidad de pelo que suelta»); pero ahora mismo acabas de llegar a casa y no te acuerdas ni de estudios ni de ácaros ni de otras mil historias. Porque a día de hoy, esos diez minutos que ganaste la primera semana se han difuminado por completo y no tienes ni pajolera idea de en qué los gastas, porque aunque te levantas a la misma hora y la cama no la haces, llevas muchos días otra vez aprovechando el atasco matutino para terminar de maquillarte y de nuevo has sacado el rodillo quitapelusas de la guantera al dejar el coche en el aparcamiento.
Y ahora acabas de llegar a casa después de un día interminable y solo ves un revoltijo de sábanas, mantas y ropa sin guardar que hay sobre el colchón, y en lo único que piensas es que si tan solo hubieses estirado un poco la cama por la mañana, ahora mismo el dormitorio no tendría este aspecto desastrado y tan poco acogedor. Y la ropa limpia y planchada que sacaste del armario pensando en qué ponerte hoy está ahí medio arrugada y mezclada con las sábanas... Y la cama sin hacer, porque aunque hubieses pensado hacerla hoy, esta mañana el tiempo voló de nuevo y saliste de casa otra vez escopetada y sin tiempo ni para colgar la ropa que sacaste el armario, aunque sabías que probablemente se iba a volver a arrugar...
En el cuarto de baño, la cesta de la ropa sucia te la encuentras llena hasta el punto de que no cabe un calcetín. Junto a la tabla abierta de la plancha, la canasta de la ropa por planchar también está hasta arriba y el salón, ese sitio donde soñabas acurrucarte cuando subías en el ascensor, se te presenta con el sofá cubierto por un lío de mantas y los cojines revueltos de tal modo que parece que mientras estabas fuera ha pasado por allí un tornado.
Si la bandejita de las llaves estuviese a la vista, las cartas y sobres apilados en una esquina de la consola, en la cocina el lavaplatos lleno y el fregadero vacío, si la cama estuviese hecha (aunque ese vestido y esos pantalones y esa blusa estuviesen encima de la colcha) y si en el salón los cojines y las mantas del sofá estuvieran mínimamente doblados y ordenados, el aspecto general al llegar a casa sin duda se vería un poco más recogido y en orden, y esas son las claves para lograr tener un hogar acogedor. Llegamos a casa y tenemos mucho por hacer, pero si la sensación general al entrar es de orden, podemos tomarnos un ratito de descanso sin remordimientos antes de revisar el correo, vaciar el lavaplatos (que está ya todo limpio porque lo dejamos puesto anoche antes de irnos a la cama), meter lo del desayuno y guardar la ropa en el armario.
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