En «
Dictados contrarrevolucionarios» hay una posición crítica ante una serie de circunstancias políticas y sociales (que hoy laceran la piel de nuestro país y de casi toda América Latina), que hacen de nuestros días una odisea de supervivencia y de permanencia histórica; pero ello no es obstáculo para el poeta, ya que se levanta ante las arbitrariedades y las injusticias con voz potente y esgrime, con la autoridad que le confiere sus claroscuros personales y su estatura intelectual, la bandera de una existencia en la que «no (le) apuran la muerte ni los deseos carnales», y avanza sin titubeos hacia el autoconocimiento y la realización plena. Hallamos en esta nueva entrega a un poeta y a un intelectual de regreso de los caminos de la existencia, que trae consigo una inmensa carga de angustia así como jirones de esperanzas para compartir con quienes deseen escucharlo. Percibimos a un creador que intenta —¿en vano?— abrir espacios para la inteligencia, en medio de la huida de la certeza que nos regala el presente siglo. Su discurso lo acerca al narrador y ensayista judío Amos Oz, en su doloroso libro de conferencias titulado «
Contra el fanatismo» (Siruela, 2005), cuando nos dice que los hombres contemporáneos hemos perdido las tres grandes certezas del hombre decimonónico: el saber dónde iba a vivir, que iba a hacer para vivir y adónde iría una vez que lo alcanzara la muerte.
Alberto Jiménez Ure
Dictados contrarrevolucionarios
ePub r1.0 SebastiánArena 20.05.14 Título original:
Dictados contrarrevolucionarios Alberto Jiménez Ure, 2008 Retoque de cubierta: SebastiánArena Editor digital: SebastiánArena ePub base r1.1
ALBERTO JIMÉNEZ URE (1952). Soy, entre los hijos de [Eva]
la primera, un desterrado.
En la actualidad, mi único arraigo está representado en la figura de mi hija Venus. Territorialmente, soy un desarraigado: un fustigado e incomprendido apátrida. En cambio, mi pequeña y yo somos aliados. Vivimos solos: soy su padre y su madre, su custodio, cobijo y quien ilumina su sendero. Por otra parte, admito que me agrada ser leído. Me divierte mucho, me intriga ad infinitum.
Entre mis lectores y yo existe un tácito pacto para sempiternamente hibernar la disputa o comunión que pretendía emboscarnos. No doy a nadie mis libros cuando están en fase prenatal o evolutiva. Empero, ya publicados me place obsequiarlos a personas que presumo les gusta leer. Bebiendo licor en tascas, ocasionalmente discuto con intelectuales sobre literatura y política. Igual sobre la filosofía: ésa, «la impúdica», mi alma mater. Y sobre Deus y el Demonio, que si existen.
Alrededor de Abraxas, que también vive y al cual todos conceden audiencia por su investidura de vieja data. Los críticos literarios y quienes suelen analizar mis textos en los claustrofalaces de la Educación Media o Superior afirman que soy, fundamentalmente, un narrador. Quizá por esa causa, yo debería comulgar con ellos y decir que me identifico más con la novela o cuento. Pero, en mi defensa frente al fraude ante el cual nunca capitularé, admito que no tengo una «partida de nacimiento oficial» respecto a géneros literarios. Durante mi niñez, escribí distinto a lo que me exigían en la escuela. A veces formulé ideas, pero igual expelí mis tormentos.
En otros instantes vertí al papel [cuentos] invenciones quizá «macabras». No eran tiempos de «procesadoras de palabras» y la ficción manuscrita era un supremo acto ritual, tanto como hoy lo es propagar historias o pensamientos mediante la tecnología multimedia. De ese modo desahogaba mis miedos infantes, mi indefensión y profundo desarraigo que jamás se revertiría en mi existencia. Tengo interés en conocer lo que escriben los más jóvenes y en leer ensayos de profesores universitarios [Los hijos de Acteón, de Mantilla Chaparro, por ejemplo]. Siempre releo a filósofos clásicos como Schopenhauer, Mill, Nietzsche, Prohudom, Marx, Cappelleti, Sartre, Séneca y otros. Hace poco leí El niño que fui, de Saramago [no me gustó, muy frívolo].
Un libro de una chica que afirma ser mi discípula, y que me impactó, titulado Mundo inmundo [Marie Josue Saintux]. Me encanta la generación de relevo de los Herederos del Caos que conformamos los hacedores nacidos a partir de la mitad del Siglo XX, y que, durante el alba del XXI, todavía podemos ser, mediante nuestros escritos, a la humanidad lesivos o venerables. Qué importará a los desahuciados del mundo.
PRÓLOGO
Dictados contrarrevolucionarios ¿La profesión de fe de un narrador y poeta comprometido con la inmanencia de lo metafísico? Acercarse a un autor como Alberto Jiménez Ure (Tía Juana, Estado Zulia, 1952) no resulta nada fácil, sobre todo si se considera la inmensa carga freudiana que traen sus textos, ya sean narrativos o poéticos. En
Dictados contrarrevolucionarios (Ediciones del Rectorado de la ULA, 2008), su nueva entrega, se nos presenta como un autor maduro, conocedor de los más recónditos espacios de la psique y de la vida, que intenta desmembrar, en sus elementos fundantes, a una civilización asqueada, podrida, que en su día a día vertiginoso desincorpora del hombre aquello que más lo aproxima a la humanidad: «su propia dignidad». Hallamos en esta nueva entrega a un poeta y a un intelectual de regreso de los caminos de la existencia, que trae consigo una inmensa carga de angustia así como jirones de esperanzas para compartir con quienes deseen escucharlo.
Percibimos a un creador que intenta —¿en vano?— abrir espacios para la inteligencia, en medio de la huída de la certeza que nos regala el presente siglo. Su discurso lo acerca al narrador y ensayista judío Amos Oz, en su doloroso libro de conferencias titulado Contra el fanatismo (Siruela, 2005), cuando nos dice que los hombres contemporáneos hemos perdido las tres grandes certezas del hombre decimonónico: el saber dónde iba a vivir, que iba a hacer para vivir y adónde iría una vez que lo alcanzara la muerte. Tal vez Jiménez Ure busque de manera desesperada hallar certezas metafísicas en donde reina el más burdo caos materialista, de allí sus dolorosos enunciados poéticos a través de los cuales intenta asirse a la existencia para no perder la cordura. En este libro (difícil de encuadrar en género literario alguno: poemario, enunciados poéticos, reflexiones metafísicas, etc). Jiménez Ure compone una amalgama casi perfecta de lo profano y lo sagrado, de lo que está a flor de piel y lo oculto, de lo sublime y lo abyecto, y deja explícitas sus profundas convicciones filosóficas y religiosas que lo acercan a la búsqueda atávica de lo infinito y lo perfecto, de lo inmortal y trascendente (a que aspiramos todos los seres humanos), y que sólo alcanzan quienes a través de la palabra dan el salto cualitativo hacia las dimensiones inasibles y perplejas de la poesía. Hallo en este punto conexión directa con su maestro y mentor, Juan Liscano, quien anduvo largo trecho de su vida tratando de darle sentido a tanto disparate: la pérdida sincrónica de un fin ontológico a la existencia humana; de allí su desazón intelectual, de allí su dolor poético.
Frente a la infamia, Jiménez Ure se yergue con el látigo de su incisiva poética para denunciar y denunciarse. Si bien toma del maniqueísmo intelectual la eterna batalla entre el bien y el mal, se percibe en cada texto a un poeta ávido de respuestas ante sus angustias existenciales, y más que soluciones que podrían ser remedo de una moraleja decimonónica y cursi, postula sus propios valores y los coteja ante un mundo presa de miseria y de muerte. En