NOTA INTRODUCTORIA
Querido lector:
Las páginas que estás a punto de leer contienen un relato fiel, aunque necesariamente subjetivo, de mis vivencias durante los tres años que pasé en Guinea Ecuatorial, entre el 20 de julio de 2013 y el día 11 del mismo mes del año 2016.
Durante todo el primer año, tomé abundantes notas que enviaba a amigos y familiares por correo electrónico, bajo el título genérico de Perlas de África. Fue una de mis amigas, Susana la bibliotecaria, la que me dijo en una ocasión que me había convertido en un buscador de Perlas, así, con mayúscula, porque llegó un momento de mi vida guineana en que intentaba vivir momentos especiales, anécdotas o hechos sorprendentes con el único objetivo de traducirlos al lenguaje literario y dejarlos plasmados en negro sobre blanco. ¿Dónde acaba el diplomático y empieza el escritor? No lo sé, pero reconozco que algunas aventuras las viví solo para poder escribirlas.
Cuando quedé con mi editora en el café La Central y firmé con ella el contrato para convertir las Perlas en libro, dejé de enviárselas a mi lista de contactos. Pensé que era buena idea reservarlas para la edición impresa. La consecuencia inmediata fue que dejé de tomar notas. No obstante, tengo que decir que la memoria no suele fallarme. Truman Capote solía asegurar que memorizaba el 90 por ciento de todo lo que escuchaba, y el 10 por ciento restante... ¡a quién le importa! No soy Truman Capote, pero como antiguo estudiante de oposiciones, tengo la memoria bien entrenada. Lo que vas a leer aquí es, en un 90 por ciento, exacto y concordante con la realidad.
Sí me he permitido algunas licencias, podría decirse que literarias. He echado la cuenta y visité cierto lugar emblemático conocido como la playa de Ureka en un total de treinta y siete ocasiones, la mayoría de las cuales transcurrieron sin pena ni gloria, como una excursión dominguera más. No voy a aburrirte repitiendo treinta y siete veces el relato de este particular trayecto, sino que he preferido aglutinar todas las anécdotas que me fueron ocurriendo en dos o tres pasajes. Espero que sepas perdonarme.
Los tiempos tampoco están manejados con precisión matemática. En la era de Facebook y de la fotografía digital, me sería fácil reconstruir qué sucesos tuvieron lugar el día 2 y cuáles el 3 de enero de ese primer año nuevo que pasé en Guinea, incluso sin forzar en exceso mi memoria de opositor. Pero las novelas tienen sus ritmos propios, y aunque esto no sea del todo una novela, he decidido guiarme por sus normas. Hay series de hechos cuyo orden he alterado con intención meramente dramática.
Solo algo más. Las normas de la narración me prohibirían introducir una sucesión eterna de personajes que vienen y van sin terminar de afectar al rumbo de la historia. Bueno, pues esta norma no he podido obedecerla. Una de las cosas que quiero transmitirte con este libro es el eterno ir y venir de personas que significa la vida del diplomático, un trasiego agotador pero que al mismo tiempo te enriquece y te hace sentirte vivo. Lo lamento mucho pero, como podrás ver, la mayoría de los personajes que irás conociendo en estas páginas solo aparecen en un capítulo, dos a lo sumo. Esto es un retrato fiel de mi vida, y he aprendido a aceptarla como viene. Si alguien ha quedado fuera, no ha sido mi intención: será mi editora que se ha cansado y ha decidido cortarlo.
Espero que disfrutes al leerlo tanto como lo hice yo al vivirlo.
P RÓLOGO
ÚLTIMAS HORAS EN MALABO
Domingo, 11 de julio de 2016. Es nuestro último día en Malabo, la capital de Guinea Ecuatorial, situada en la isla de Bioko. Antiguamente se llamaba Santa Isabel, Clarence en tiempos de los ingleses, la ciudad principal de Fernando Poo, una de las últimas colonias españolas en independizarse.
El repiqueteo insistente del timbre logra al fin despertarme. Son las seis y media de la mañana, ¿a quién se le ocurre molestar a semejante hora? Anoche tuvimos nuestra despedida final con fiesta y copas incluidas, y una cierta nube etílica aún empaña mi mente.
Enseguida recuerdo: los de la mudanza.
Algo atontado, me levanto en busca de mis pantalones de popó, que en esta ocasión son azules y están estampados con pequeños elefantes. Churchill abre un poco el ojo derecho, yergue las orejas, se pone a cuatro patas sobre la cama y empieza a ladrar. Yo lo cojo en brazos antes de que despierte a Pablo, pero no hay de qué preocuparse: mi marido duerme siempre con tapones para los oídos, único remedio contra el coro de ruidos selváticos de Malabo.
Salgo de puntillas de la habitación y dejo en el suelo a Churchill, que me sigue escaleras abajo. Los operarios de la mudanza, comandados por un joven francés con un aire a Tintín, pero sin tupé, ya están dentro y se dedican a cargar bulto tras bulto como un ejército de hormigas. La casa ya la desmontaron días atrás. Todas nuestras posesiones materiales están recogidas, ordenadas, guardadas en cajas de cartón y numeradas del 1 al 352.
Yolanda les ha abierto. Ataviada con su uniforme a rayas que le queda varias tallas grande y descalza como es su santa costumbre, corre de la cocina al salón mientras les da órdenes a los muchachos, algunas en español y otras en bubi, pero la mayoría en pichi, esa versión simplificada del inglés que se utiliza en algunos lugares de África.
—Yu cam jir! ¡Coge esa caja! Querful! ¿No ves que pone que es muy frágil? ¡Chico! ¡Date prisa! ¿No ves que hasta que no termines no puedo empezar a limpiar?
Aún estoy medio dormido, así que me limito a hacer un gesto con la mano y me escabullo con el perro por la puerta lateral, la que da al patio del compound. Ya ha amanecido. El sol es un enorme círculo anaranjado que se asoma entre las nubes rojizas, moradas, algunas casi verdosas por algún extraño juego de la luz, o quién sabe, quizá porque yo soy daltónico y veo los colores a mi manera.
Es el momento preciso en que los murciélagos del vecindario se van a dormir tras una intensa noche cazando todo tipo de insectos. Recuerdo la primera vez que los vi y los tomé por algún tipo de pájaro; urracas, cuervos, algo por el estilo. Tardé semanas en darme cuenta de que eran centenares de murciélagos que asaltaban el cielo de Malabo dos veces al día, una al amanecer y otra al atardecer, con una puntualidad por lo demás inexistente en Guinea Ecuatorial.
Mientras yo miraba el cielo, Churchill ha aprovechado para escaparse detrás de un lagarto. Como está bien entrenado, dentro del compound no utilizamos correa, pero los lagartos son su perdición y en cuanto ve uno ya no atiende a razones. Los hay de todos los colores: azules, verdes, rojos, dorados o todos ellos a la vez. Claro que mi percepción del color es un poco