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Cruz - Amo, luego existo: los filósofos y el amor

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Cruz Amo, luego existo: los filósofos y el amor
  • Libro:
    Amo, luego existo: los filósofos y el amor
  • Autor:
  • Editor:
    Grupo Planeta;Espasa
  • Genre:
  • Año:
    2010;2011
  • Ciudad:
    Pozuelo de Alarcón
  • Índice:
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Amo, luego existo: los filósofos y el amor: resumen, descripción y anotación

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A todo el mundo le gusta estar enamorado, el amor alimenta la fantasía de poder ser otro sin dejar de ser el mismo. Devolvemos a la persona amada la imagen exagerada de sus cualidades amplificadas. Sin embargo, nuestra sociedad jalea de puertas para afuera a los enamorados y desconfía de ellos puertas para adentro. Como el resto de humanos, los grandes pensadores vivieron intensamente, para bien o para mal, el amor. Sin embargo, ellos nos han dejado el legado de todas las ideas que tuvieron sobre este sentimiento. ¿Quién no ha sentido amor platónico? ¿Quién no se ha dejado arrastrar por el deseo? ¿Quién no se ha obsesionado con el amado? ¿Cuántas veces nos hemos enamorado de la imagen que nos hacemos de alguien en lugar de la persona real?

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Índice

A quienes aman porque están en el secreto Según se es así se ama José - photo 1

A quienes aman, porque están en el secreto

Según se es, así se ama.

José Ortega y Gasset, Estudios sobre el amor

Amar a alguien es decirle: «tú no morirás nunca».

Gabriel Marcel, La mort de demain

... al dejarme casi, casi se te olvida

que hay un pacto entre los dos.

Por mi parte,

te devuelvo tu promesa de adorarme,

ni siquiera tengas pena por dejarme

que ese pacto no es con Dios.

Álvaro Carrillo, Se te olvida

A GRADECIMIENTOS

El resultado final de este libro debe mucho a unas cuantas personas, que, cada una a su modo, me han ayudado en la esforzada tarea de sacarlo adelante. La mayor parte lo hicieron aportando indicaciones bibliográficas, sugerencias de fragmentos o consideraciones críticas, aunque también las hubo que colaboraron con reflexiones generales acerca del asunto del que aquí se trata o simplemente con su cálida compañía. Como no es cuestión de aburrir al lector con la específica aportación de cada cual (solo me permitiré la excepción de Fina Birulés, lectora atenta y generosa de algunas partes del manuscrito, cuyas opiniones han contribuido a mejorar notablemente el resultado final), me limitaré a la mención de sus nombres: Antonio Beltrán, Daniel Brauer, Fernando Broncano, Manuel Delgado, Jorge Dotti, Javier Gomá, Gregorio Luri, José Luis Rodríguez García, Diego Sánchez Meca y Marta Segarra. Con independencia de que alguno aparezca también citado en el interior del texto, quiero dejar aquí constancia de mi sincero agradecimiento a todos ellos.

Asimismo me ofrecieron una inestimable ayuda, materializada en forma de preguntas y comentarios, los estudiantes de mi asignatura optativa de segundo ciclo «Razón y emociones», en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Barcelona, los cuales, durante el segundo semestre del curso 2009-2010 soportaron —con paciencia oriental— mis exposiciones históricas, mis reflexiones y algún que otro desvarío contradictorio (subsanado gracias al buen tino de sus observaciones).

Pero, sobre todo, el presente libro debe mucho a todas las personas a las que he amado o que me han amado de diferentes maneras a lo largo de mi vida. Ellas lo han hecho posible en un sentido propio y fuerte, es decir, sin ellas no hubiera tenido a dónde mirar de reojo, para bien y para mal, mientras escribía estas páginas.

I NTRODUCCIÓN
«N O PUEDO EXPRESAR LO QUE SIENTO »

L A EXPERIENCIA DE ESCRIBIR SOBRE LA ARENA

¿Ha prestado la filosofía suficiente atención al amor? Es probable que a más de un lector semejante pregunta se le antoje un ejercicio meramente retórico: las abundantes páginas que siguen, ocupadas en mostrar el tratamiento que a la cuestión amorosa se le ha dedicado a lo largo de la historia, parecen constituir la respuesta más clara y contundente. Pero repárese en que el interrogante inicial incluye un adjetivo, suficiente —al que acaso pudiéramos añadir el de adecuado—, sobre el que en buena medida descansa su sentido más profundo.

En efecto, resulta evidente que los pensadores del pasado han dedicado buena parte de sus energías intelectuales a hablar de sentimientos, pasiones, emociones o afecciones —por mencionar solo algunos de los rubros bajo los cuales ha tendido a quedar subsumido, de una u otra manera, el amor—. Obrando así le concedían, qué duda cabe, importancia filosófica, pero no está claro que la que le debería corresponder. Porque el amor es mucho más que un tema filosófico de idéntico rango que los más importantes: es, en el fondo, por decirlo de manera un tanto abrupta, aquello que hace posible la filosofía misma. Tal vez a algunos la afirmación se les antoje rara, alocada o, sencillamente, absurda. Probablemente a todos aquellos —y son tantos...— que asumían, a pie juntillas porque procedía de los clásicos más venerados, la idea de que lo que verdaderamente está en el origen del pensar es el asombro. Lo cual, hay que apresurarse a puntualizarlo, acaso merezca más ser desarrollado que rechazado.

El desarrollo podría seguir el cauce trazado por la siguiente pregunta: ¿por qué no considerar el amor como se considera tradicionalmente la experiencia del asombro, esto es, como fundacional, como prefilosófica, en el mismo sentido en el que se suele hablar de lo prepolítico? La idea de no reducir lo prefilosófico a una única experiencia (la del asombro), ampliando el catálogo de aquellas que, de una u otra manera, están en el origen del pensar, ha sido propuesta por diversos autores. Entre nosotros, Eugenio Trías ha defendido esta misma posición, argumentando en su caso a favor de incluir la experiencia del vértigo en dicho catálogo y proporcionando pertinentes argumentos para su defensa. Por su parte, la candidatura del amor puede presentar también razones contundentes para incorporarse a una visión más heterogénea y plural del nacimiento de la reflexión filosófica. A fin de cuentas —por polemizar solo un momento con la instancia que ha detentado durante largo tiempo el monopolio de lo prefilosófico— si nos asombramos es porque amamos saber. Solo quien, previamente, ama la sabiduría está en condiciones de asombrarse. El dogmático, pongamos por caso, es alguien incapaz de asombrarse porque tiene cauterizado su deseo de saber («¡no necesito saber nada más!», suele exclamar este personaje cuando se enfada).

Sin embargo, no basta con devolverle al amor su lugar primordial en el big bang del pensamiento. Del hecho de que el amor sea condición de posibilidad del pensar mismo se desprende que lo es también del que piensa, esto es, de su existencia. Porque el amor es siempre amor personal (por amplio que sea el sentido en el que podamos utilizar la palabra persona), amor de alguien hacia alguien (o hacia algo), amor de un quien. Y aunque es cierto, como podría objetar un cartesiano de estricta observancia, que el amor no pertenece a los modos primarios del pensamiento y, en esa misma medida, no nos sirve para conocer las estructuras básicas del ego, no lo es menos, como probablemente replicaría un heideggeriano, que somos en cuanto nos descubrimos en la tonalidad de una determinada disposición erótica.

Habría, por tanto, un sentido laxo en el que resultaría perfectamente legítimo introducir una corrección sobre los clásicos términos del cogito de Descartes, reformulándolo como amo, luego existo. Yo amo antes de ser, porque no soy sino en cuanto experimento amor. El amor me constituye, y me constituye además en cuanto ser humano. En el fondo, la afirmación se limita a dar cumplimiento a la tesis pluralista antes planteada: si no es solo el asombro lo que da origen al pensar, tampoco es la razón, el logos, lo que define en exclusiva al ser humano. Es posible (incluso probable) que podamos afirmar que, a su manera, animales o computadoras piensan. En cambio, solo de los seres humanos cabe decir que aman. No obstante, que nadie piense que esta rotunda inscripción de lo amoroso en el corazón de lo humano (tanto de todos los seres como de cada uno de ellos), en la medida en que supone restituir ese sentimiento al lugar de privilegio que le corresponde, permite resolver los problemas que planteaba la pregunta con la que se abría la presente introducción (recuérdese: ¿Ha prestado la filosofía suficiente atención al amor?).

De ahí el subtítulo de la misma, La experiencia de escribir sobre la arena, con el que se pretendía resaltar, entre otras cosas, que abordar la cuestión del amor constituye una tarea endemoniada. No tanto por la manifiesta dificultad que ella pudiera presentar de entrada sino justamente por lo contrario, esto es, por su aparente facilidad. Se diría que la experiencia amorosa representa la experiencia universal por excelencia, aquella a la que todas las personas prácticamente sin excepción se creen con derecho a referirse, con absoluta independencia de su capacitación, conocimientos o cualificación. Y si eso se puede afirmar de las personas en general, qué no se dirá del universo de los filósofos en particular. Del amor se viene tratando en la filosofía desde bien temprano. Bastará con aludir al

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