Un libro oportuno que nos conecta con la más rabiosa actualidad de nuestro país y del mundo.
Introducción
¿Por qué escribir sobre fascismo?
El fascismo es un tema que siempre me ha impactado y agobiado al mismo tiempo. Debo confesar que he leído mucho sobre sus orígenes y evolución y que he visto un número considerable de documentales y películas con rigor histórico, a los que regreso una y otra vez para intentar comprender este fenómeno del pasado que ha resurgido con nuevos rostros en el tiempo presente. Recuerdo, por ejemplo, la película Novecento, de Bernardo Bertolucci, con la impecable actuación de Donald Sutherland encarnando al capataz que despreciaba y humillaba a los trabajadores, al tiempo que exaltaba oportunamente la ideología fascista. Me impactó y, de algún modo, esas imágenes vuelven a mi memoria de manera recurrente, sobre todo cuando observo ciertas actitudes similares reflejadas en diferentes escenas reales de la vida contemporánea, en particular en el mundo de la política, pero también, y lo digo con tristeza, en el mundo de la justicia.
Es cierto que el fascismo en la actualidad no se presenta tan abiertamente como en los años veinte y treinta del siglo pasado, como lo hiciera, por ejemplo y de manera tan grosera, en la Italia del Duce. Hoy actúa con más sutileza, ladinamente diría yo, pero siempre con actitudes prepotentes y soberbias, con esos aires de superioridad tan característicos de esta ideología, que son el punto de conexión entre las imágenes de entonces y las de ahora.
En la historia de la humanidad abundan esas maneras autoritarias que imponen la subordinación simiesca. La obediencia se fomenta con premios y castigos y se combate por todos los medios el sentido crítico. Nunca he entendido esa fe ciega en un rey, ese fervor de masas del que se rodean los dictadores, ese acatamiento absoluto que tienen los ejércitos a un general, esa entrega incondicional hacia el líder carismático. Ninguno de ellos realmente pretende que sus seguidores se eduquen o tengan un criterio propio, ni tampoco les ofrecen un verdadero espacio de libertad y autonomía, sino que se les exige una sumisión servil sin posibilidad de divergencia. Para ello se los somete y fanatiza. Surge así el culto al líder, que es querido y temido al mismo tiempo. Temido porque infunde miedo y se nutre de la cobardía, ya que él mismo es cobarde y receloso de perder el poder, pues sin él queda inerme y desnudo. Y querido porque a cambio hace que el débil se sienta fuerte, da cobijo al excluido y desamparado, consiguiendo que se considere importante, incluso superior, a través de un sentimiento de pertenencia al grupo y de rechazo y odio a quienes son diferentes o no forman parte de la manada.
Los dictadores, y también algunos políticos de corte autoritario, han demostrado estas nefastas cualidades de las que hablo, incluso hasta el fin de su existencia. Cuando debieron desplegar la valentía de la que alardeaban y con la que, a través de sus grandilocuentes discursos, pretendían adoctrinar a sus fieles, se olvidaron de ella y se arrastraron ante quien fuera para salvar la piel. Pinochet, por ejemplo, no fue capaz de pronunciar palabra alguna ante un tribunal —ni en Londres ni a su regreso en Santiago de Chile— para defender sus convicciones y los actos que en su nombre se habían perpetrado. «No sé», «no me acuerdo» o «no es cierto» fueron sus únicas manifestaciones. Su defensa se construyó a base de inmunidades emanadas de un trasnochado concepto de la soberanía nacional, además de unos exámenes médicos que certificaron en falso su auténtico estado de salud a uno y otro lado del charco, dando a entender que no podría soportar un juicio en su contra. Pero en cuanto se sintió a salvo, se levantó de su silla de ruedas, caminó, abrazó a sus amigos y saludó a los presentes blandiendo su bastón. Y yo me pregunto: ¿dónde quedó el valiente soldado?, ¿qué fue del general de gafas oscuras y brazos cruzados que a ojos del mundo entero encabezó un golpe de Estado? A la hora de la verdad, respondió con silencio, mentiras y jugarretas; sin nada en el fondo, sin sustancia; otra característica muy propia del fascismo.
Pero esto no va solo de dictadores. Algunos servidores públicos, abdicando de los deberes que su función impone, se sometieron y se someten al poder, e incluso se ofrecen a él, se humillan a cambio de un cargo, de una prebenda, de un puesto, o para obtener una categoría. Les importa poco el mérito o la virtud que predican, porque conscientemente incumplen y denuestan el uno y la otra. Recuerdo una anécdota que desvela lo que quiero decir. En 2004, siendo magistrado juez titular del Juzgado Central de Instrucción n.º 5, me presenté como candidato a la plaza de presidente de la Sala Penal de la Audiencia Nacional, que no obtuve, a pesar de ser el más votado en dos de las tres votaciones con las que se decidió el puesto. No alcancé la mayoría suficiente porque los vocales del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), el órgano de gobierno de los jueces, de reconocida extracción conservadora y fieles a quien los había designado, el Partido Popular, bloquearon mi eventual nombramiento. Pasado el tiempo, me encontré con el que a la sazón fuera uno de esos vocales, después flamante consejero de Justicia e Interior en la Comunidad de Madrid bajo el gobierno de Isabel Díaz Ayuso. Le pregunté por qué no me habían elegido si presentaba el currículum y la antigüedad más completos y ejercía desde hacía quince años en la Audiencia Nacional. La respuesta que cínicamente me dio me dejó perplejo, aunque de inmediato comprendí lo que significaba y lo que comportaba.