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Baltasar Garzón - El fango

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Baltasar Garzón El fango

El fango: resumen, descripción y anotación

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La corrupción es un mal que ha socavado los cimientos de la democracia - photo 1

La corrupción es un mal que ha socavado los cimientos de la democracia española, que parece hundirse en el fango de los escándalos. Aunque los casos más graves han emergido en momentos de crisis económica como los primeros 90 y desde el 2008, se puede trazar una línea continua que desde las postrimerías del franquismo muestra cómo las fallas del sistema de control y la impunidad con que han actuado los corruptos han facilitado y en ocasiones alentado un aprovechamiento ilícito y muy lucrativo de las instituciones. En España no ha existido voluntad de combatir la corrupción y por esa impunidad nunca ha dado miedo caer en esas prácticas. La experiencia de Baltasar Garzón en la lucha contra la corrupción le ha permitido trazar este panorama que arranca con el caso Matesa y termina en la actualidad y cubre todos los niveles administrativos, todas las regiones y todos los sectores económicos. Para prevenir la corrupción, es fundamental entender cómo se origina y cómo funciona, sus mecanismos ocultos de la corrupción, por qué es tan difícil combatirla y qué reformas son necesarias para ponerle fin.

Baltasar Garzón El fango Cuarenta años de corrupción en España ePub r12 - photo 2

Baltasar Garzón

El fango

Cuarenta años de corrupción en España

ePub r1.2

Titivillus 20.05.15

Título original: El fango

Baltasar Garzón, 2015

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

A mi madre que ha sufrido en silencio y sin perder la sonrisa el dolor de la - photo 3

A mi madre, que ha sufrido en silencio y sin perder la sonrisa

el dolor de la injusticia

13. El precio de combatir la corrupción

El precio de combatir la corrupción

Es cierto que todavía no me han matado. Es que no han rizado el rizo. Mi cuenta con la Cosa Nostra permanece pendiente. Sé que sólo podré saldarla con mi muerte, natural o no.

GIOVANNI FALCONE

«El kilogramo de juez está muy barato y el de Garzón tirado de precio, de modo que cuídate». Este mensaje lo recibí en una carta sin remite y con matasellos de Cibeles, Madrid, sin más datos y entre el correo que día a día me pasaban los agentes judiciales del Juzgado Central de Instrucción n.º 5, dos semanas después de que se conocieran las primeras imputaciones del caso Gürtel. De este tipo de cartas me llegaron muchas a lo largo de los años en que estuve trabajando en la Audiencia Nacional. «Rojo de mierda, antes Franco y ahora el Partido Popular. Al final te ajustaremos las cuentas». Era el canon que había que pagar por hacer tu trabajo. Alguien tenía que hacerlo.

Apostar por corromper al juez es la primera medida que cualquier delincuente u organización criminal afectada intenta hacer cuando se las tiene que ver con la justicia, pero, como ya he dicho, ese proceso suele comenzar mucho tiempo antes. Los procedimientos de «compra» son lentos y nunca o casi nunca directos. Serán regalos, lisonjas, premios adornados de glamour, pero financiados con la finalidad de estar a buenas con el estamento judicial, y destacarán la gran labor que el premiado hace. La verdadera intención aparecerá después. Pero, al igual que hay algunos que aceptan ese juego, hay muchos jueces, fiscales y funcionarios que se resisten a esas lisonjas y añagazas que ocultan trampas para elefantes que, antes o después, se activan para anular o controlar al juez. Si éste se niega o las rechaza, desaparece de las listas de personas de interés para quienes extienden día a día las redes de la corrupción. El segundo paso, una vez que no surte efecto el anterior, ya es más serio, porque se pasa a la presión personal, familiar, directa o indirecta. Por supuesto, junto a este índole de acciones están las de tipo personal y aisladas.

Contabilizar las amenazas y las iniciativas para acabar con una persona, en este caso con un juez o fiscal que combate el crimen organizado, el terrorismo o la corrupción, puede ser muy complicado, pero les aseguro que son abundantes los casos, y además siempre siguen un rito no escrito pero que se cumple a rajatabla y llega al nivel que le interese a quien lo promueve o hasta donde pueda, si le dejan o lo ayudan. De todas formas, de las amenazas o advertencias que llegan de fuera te sabes y te puedes defender; incluso de los atentados terroristas te puedes librar, pero lo que es más difícil es salir indemne del «fuego amigo». Cuando el mecanismo corporativo se pone en marcha es muy difícil detenerlo, máxime si viene de arriba.

En todos los casos, la acción, venga de donde venga, tiene un contenido inicialmente visceral que se corresponde con la motivación que mueve a aquellos ciudadanos que, normalmente al calor de las informaciones más o menos «calientes» de determinados líderes, periodistas u opinadores ilustrados (aquellos que saben de todo y apenas conocen nada), expresan lo que sienten e incluso lo verbalizan a través de una carta o una opinión en internet con su nombre. Éstos me merecen todo el respeto, por muy en desacuerdo que pueda estar con ellos. Luego están los que aprovechan el anonimato para insultar, opinar, criticar, facilitar datos, etc. Éstos son despreciables por su cobardía, porque ocultan su identidad y, así protegidos, atacan o descalifican a otros. Es el tipo de persona que cuando se escribe sobre alguien, sea un juez, un fiscal, un policía, etc., dicen: «Te digo esto, pero no reveles mi nombre». Escudarse en el anonimato es algo que me repugna.

Más tarde llegan las admoniciones o los consejos aparentemente bienintencionados, pero que ocultan cargas de profundidad y una advertencia más o menos tácita: «No te metas en esto, que no vas a salir bien parado», o «Van a por ti». Cuando estas advertencias se producen, está claro que quien las transmite participó y sin embargo no fue capaz de contestar, pero sí de trasladarte la zozobra a tu ánimo porque, a partir de ese momento, creerás que en cualquier instante, por una razón o por otra, pueden realmente ir a por ti. Esta situación suele ser interna y genera en quienes la sufren una tensión evidente; a veces consiguen el objetivo y el caso se cae. Por arte de magia, lo que antes estaba claro comienza a no serlo, y aquello de lo que se estaba seguro ya es cuestionable. Finalmente se archiva. Esta fase suele ir acompañada coordinada o coincidente (elijan ustedes, porque hay de ambas clases) de una feroz campaña mediática en la que la «caverna» lanza una especie de jauría que chilla estridentemente hasta ensordecerte. Ahí ya resultan afectados la familia, el entorno y la propia seguridad cuando te mueves por la calle.

Recuerdo una anécdota, de las tantas que me han acontecido a lo largo de los años, que ocurrió en la calle Atocha cuando investigaba los GAL. Alguien se me acercó y me increpó repitiendo las mismas palabras que esa misma mañana había leído en un medio de comunicación que estaba en contra de la investigación. En otra ocasión durante esa misma investigación, un día llegó mi hija María del colegio —no tendría más de diez años— con un recorte de periódico que el padre de una compañera le había dado a su hija para que se lo entregara a la mía y me lo hiciera llegar. Era un recorte de ABC en el que se me atacaba por aquella investigación.

Otro día, en pleno barrio de Salamanca, un hombre bien vestido se me acercó y me insultó porque estaba investigando el franquismo. Me dijo algo así como: «Rojo de mierda, deja en paz a los muertos y a Franco y ve a por los de ETA». Cuando los funcionarios que venían conmigo le pidieron que se identificase los denunció, se fue a la Cope y luego al Consejo General del Poder Judicial contra mí. Yo ni abrí la boca, no merecía la pena. En 2005, en otra ocasión, la extrema derecha quemó el coche del novio de mi hija exactamente a la puerta de mi domicilio. Los guardias que estaban de vigilancia no vieron nada; como tampoco vieron nada cuando en febrero de 1995, en pleno fragor de la imputación y encarcelamiento de Rafael Vera por su participación en el secuestro de Segundo Marey, entraron en mi domicilio y dejaron dos cáscaras de plátano en la cama de la alcoba matrimonial. Un mes después, en la Semana Santa de ese año, cuando estaba preparando el auto de procesamiento de la misma causa, volvieron a penetrar en el domicilio con ánimo de robar el sumario de los GAL; también envenenaron a Gina, mi perra, que perdió un ojo. En esa época me interceptaron las comunicaciones y me mandaban las grabaciones a casa. Desde el Ministerio del Interior, un grupo especial de la policía inició una investigación ilegal para tratar de vincularme con una supuesta mafia policial y acabar con mi carrera; a pesar de que contaban con el patrocinio de una alta autoridad, conseguí descubrir el artificio y neutralizarlo: llamé directamente a esa autoridad y le advertí de que no iba a consentir más interferencias en mi trabajo. Pero siguió el acoso y con la aquiescencia del diario

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