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Baltasar Garzón - En el punto de mira

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Baltasar Garzón En el punto de mira
  • Libro:
    En el punto de mira
  • Autor:
  • Editor:
    Editorial Planeta
  • Genre:
  • Año:
    2016
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En el punto de mira

Baltasar Garzón

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© del diseño de la portada, Planeta Arte & Diseño

© de la imagen de la portada, Sofía Moro

© Baltasar Garzón Real, 2016

© de las ilustraciones, Mel – Diario de Cádiz, Peridis, OROZ, Bernardo Vergara, Toni Batllori, Antonio Mingote, Vilma, Gallego y Rey, Martín Morales, Vergara, Manel Fontdevila, Ricardo, Guillermo, Ferreres, José Luis Martín, PAT, Peridis, Ediciones El País, S. L., 2016, Archivo El Mundo, Archivo La Vanguardia, Archivo El Periódico de Catalunya

© Editorial Planeta, S. A., 2016

Av. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona

www.editorial.planeta.es

www.planetadelibros.com

© Depende (Donés) 1997, por cortesía de Tronco Records / Warner Chappell Music Spain, S. A.

Golpe maestro

Letra: Juan Manuel Latorre

Música: G. Galván/J. P. Martín/J. M. Latorre/A. Benito/J. González/D. García

© 2014 by Warner/Chappell Music Spain, S.A./Sonobox Producciones Musicales, C. B.

Interpretada por: VETUSTA MORLA

(p) Pequeño Salto Mortal S. C. P.

Primera edición en libro electrónico (epub): octubre de 2016

ISBN: 978-84-08-03619-7 (epub)

Conversión a libro electrónico: J. A. Diseño Editorial, S. L.

A todas las funcionarias y todos los funcionarios del Juzgado Central de Instrucción número cinco de la Audiencia Nacional que desde 1988 trabajaron conmigo con denuedo y entrega al servicio de la sociedad española en la difícil tarea de hacer posible el funcionamiento de la justicia; a aquellos miembros —mujeres y hombres— del Ministerio Fiscal que en el mismo juzgado se ocuparon sin reservas, e incluso perdieron su vida, en el mismo esfuerzo y siguen haciéndolo, confrontando el reto del terrorismo yihadista, el crimen organizado y la corrupción; a funcionarios y funcionarias de policía y guardia civil, vigilancia aduanera y policías autonómicas que han trabajado en el empeño común de hacer más segura la convivencia, combatiendo eficazmente, y con respeto al Estado de derecho, aquellos crímenes; a las juezas, los jueces, las letradas y letrados de la Administración de Justicia que, día a día, hacen frente a las lacras del delito y sus consecuencias, la mayoría de las veces en condiciones adversas; a todos los abogados, abogadas, procuradores y procuradoras, periodistas y a la ciudadanía que ha participado y colaborado con la Justicia en la persecución del delito, en beneficio de la sociedad y de las víctimas; a mi familia, que, sin fisuras, siempre me ha apoyado en los difíciles momentos que me ha tocado vivir por ser fiel a mis convicciones; a los amigos que permanecieron conmigo en los tiempos difíciles, y, por último, a quienes han discrepado de la interpretación y aplicación de la ley que he realizado, siempre con la mejor voluntad y al servicio de la sociedad.

A los médicos forenses, por su trabajo abnegado, y especialmente a quienes como Francisco Etxeberria y otros antropólogos nos demuestran que la memoria de las víctimas es presente y futuro para mantener la dignidad de un pueblo.

A los demás, incluso a mis enemigos, que para mí no lo son, mi respeto y consideración.

La guerra sucia de
los Gal o la mayoría
de edad del Estado de derecho

P uede que muchos los hayan olvidado y que para los más jóvenes sea algo desconocido o una batallita más contada por abuelos, pero la actuación de los Grupos Antiterroristas de Liberación (GAL), el entramado parapolicial que practicó terrorismo de Estado contra ETA en los años ochenta del pasado siglo y acaparó la primera página de los diarios hasta 2004, conmocionó a España y dividió incluso a la opinión pública. Al tiempo, el caso de los GAL supuso un durísimo golpe para el PSOE y muy especialmente para el Ministerio del Interior (MI) y su titular, José Barrionuevo, que acabaría juzgado y condenado en lo que, para unos, fue un escándalo y, para otros, una demostración de salud democrática. Con el procesamiento, juicio y condena de la cúpula de Interior se demostró que España era un Estado de derecho en el que nadie quedaba por encima de la ley.

Tan significativo fue ese caso que no es aventurado decir que para la Seguridad del Estado, para la Justicia española y quizá también para la prensa hay un antes y un después que marcan los GAL. Su existencia surgió de aplicar la ley del Talión contra Euskadi Ta Askatasuna (ETA), el grupo terrorista que, amparado en el nacionalismo vasco, buscaba con las armas la independencia del País Vasco, Euskal Herria, respecto de España. Y su enjuiciamiento supuso la legitimación del Estado de derecho en la lucha —desde la Justicia— contra el terrorismo.

Visto con perspectiva, es realmente difícil creer que un asunto que consistía en matar o secuestrar a terroristas saltándose groseramente todas la leyes posibles pudiera finalizar de manera satisfactoria para el antiguo responsable de Interior cuando se descubrió que los que estaban detrás de la guerra sucia a ETA eran policías y matones subcontratados por policías y pagados con fondos reservados, es decir, secretos, del ministerio que él mismo había encabezado.

¿Se acuerdan del desastre? Las siglas GAL se dieron a conocer a finales de 1983, cuando se produjeron tres secuestros en el sur de Francia. En el primero desaparecieron dos jóvenes miembros de ETA residentes en Bayona (Francia), cuyos cadáveres aparecieron tiempo después enterrados en cal viva en un paraje rural de Alicante. Los jóvenes, José Antonio Lasa Aróstegui y José Ignacio Zabala Artano, habían sido torturados. El segundo secuestro resultó frustrado por la actuación de unos gendarmes franceses que detuvieron a tres policías españoles cuando envolvían en una manta a un etarra. En el tercero, los captores se confundieron de persona y, en lugar de llevarse a un dirigente de la organización terrorista, secuestraron a un contable vascofrancés, Segundo Marey. Y, cosas del destino, las pruebas dejadas en este último secuestro fueron las que acabaron con el ministro y los altos responsables políticos y policiales de Interior en prisión; mientras que, por el caso de Lasa y Zabala, seguirían el mismo camino varios altos mandos de la Guardia Civil.

Era evidente que el invento de los GAL no podía terminar bien. No fue un asunto baladí: la «guerra sucia» bajo los gobiernos socialistas se cuantificó en treinta y dos atentados, en los que murieron treinta y dos personas y resultaron heridas varias decenas. Una estadística que, además, está jalonada de numerosas equivocaciones en la identificación de los objetivos y donde más de uno fue asesinado, digamos, por «error». Además, aquellos que se encargaron de estas operaciones dejaron tras de sí un visible rastro de dinero procedente de los fondos reservados que gastaron tanto en la contratación de hampones de segunda fila como en usos particulares o bien en las mesas de juego de los casinos, a las que algún implicado en aquellos asuntos era aficionado.

Tantos fallos, tantas pruebas y una investigación que levantó ampollas y generó ríos de tinta desembocaron en una primera sentencia, emitida en 1989. Dos policías, José Amedo y Michel Domínguez, fueron sentenciados a ciento ocho años de cárcel. Tras la condena, volvieron los errores de cálculo y la «compra» del silencio de ambos condenados, quienes respetaron ese pacto en todo momento hasta que, en diciembre de 1994, lo rompieron al sentirse abandonados. Para entonces, la cúpula del Ministerio del Interior había cambiado: del ministro Barrionuevo se pasó a José Luis Corcuera, y de este a Antonio Asunción. El sempiterno secretario de Estado para la Seguridad, Rafael Vera, había dejado vacía la caja de los fondos reservados, según me comentó Asunción, y su puesto quedó vacante hasta que, en mayo de 1994, fue ocupado por la magistrada Margarita Robles. Finalmente, la fuga de Luis Roldán —el director de la Guardia Civil investigado por corrupción— hizo caer a Asunción, que fue sustituido por Juan Alberto Belloch como ministro. La carta que Domínguez había remitido a Vera el 27 de octubre de 1993 explicitaba claramente, ante las múltiples promesas incumplidas, el estado de ánimo de quienes habían asumido en primer término el golpe judicial de la condena y anunciaba un desenlace complicado:

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