INTRODUCCIÓN
LA FELICIDAD, DEMASIADO IMPORTANTE PARA DEJARLA EN MANOS DE LOS HAPIÓLOGOS DE TURNO
En nuestro tiempo todo parece girar en torno a la felicidad. La ciencia nos asegura que la felicidad está ahora al alcance de cualquiera, sin esperar al más allá para alcanzarla ni estar reservada solamente a algunos elegidos. La positividad es el espíritu de la época. El «me gusta» es la divisa de nuestro tiempo. Sin embargo, quizá no sea felicidad todo lo que reluce. Mucho oropel hay sin duda en torno a la felicidad. No está claro si las promesas de felicidad responden más a la ciencia o al negocio. Tampoco es obvio que «ser positivo» sea lo mejor. Una época secular como la nuestra no está exenta de fundamentalismos ni de predicadores.
El giro-de-la-felicidad: entre la ciencia y la industria
La felicidad parece ser el motivo central de la vida en nuestra época. Todo el mundo quiere ser feliz. Como se dice a menudo, «la felicidad es lo que cuenta», «lo importante es que los niños sean felices», «con tal de ser feliz, como sea». La conocida pirámide de las necesidades de Maslow se ha invertido. Si antes la autorrealización y la vida plena estaban en la cúspide, una vez cubiertas las necesidades básicas junto con relaciones sociales satisfactorias y logros personales, ahora la felicidad está en el vértice de la pirámide invertida sobre el que parece pivotar todo lo demás: la salud, las mejores relaciones con los otros y el éxito en la vida. Un nuevo superego, distinto del original de Freud, parece instalarse en cada uno. Si en tiempos de Freud el superego marcaba los deberes y las restricciones, en tiempos de la felicidad parece decir que debes-ser-feliz. Hasta la riqueza de las naciones parece que se debiera medir por algún índice de felicidad, algo así como la felicidad interior bruta, mejor que por el producto interior bruto. Se ha dado un giro-de-la-felicidad o hacia-la-felicidad.
¿Cuál es el problema? Por nuestra parte, no estamos en contra de la felicidad. De hecho, estamos a favor de la felicidad. Pero también estamos a favor de ver la realidad de la vida. Parafraseando lo que dijera Aristóteles de su amor por Platón, diríamos que amamos la felicidad, pero más amamos la verdad, como psicólogos que intentamos comprender un fenómeno que de forma tan decisiva marca nuestra época.
La mayoría de la gente, del orden de 8 de cada 10 personas, dice ser feliz o muy feliz. Sin embargo, las cifras no cuadran con otras. Para empezar, bastaría reconocer la cantidad de gente que busca la felicidad, a juzgar por la boyante literatura de autoayuda, amén de cursos y cursillos para ser feliz. También podría ser que muchos que dicen ser felices lo sean gracias precisamente a la literatura de autoayuda, pero quizá los mayores beneficiados de esta literatura no sean otros que sus autores y oradores de turno.
El porcentaje de gente feliz tampoco cuadra muy bien con los porcentajes de gente con problemas psicológicos difícilmente compaginables con la felicidad, como depresión, ansiedad, trastorno bipolar, fobia social, estrés postraumático o psicosis, cuyos porcentajes estimados sobrepasan el exiguo porcentaje de los que no se declaran felices, aun descontando los bipolares en fase maníaca, exuberantes de felicidad a su manera. También habría que descontar los «felices defensivos», para quienes la felicidad que dicen tener quizá funciona como un «estilo defensivo», represor, de una variedad de problemas. Mucha gente que se declara feliz, cuando se investiga más despacio refiere igualmente una variedad de preocupaciones y problemas de salud.
Todo ello sin contar la cantidad de personas que padecen enfermedades, están hospitalizadas o atraviesan circunstancias adversas (crisis, separaciones, paro, desahucios, maltrato), seguramente no muchas de ellas felices. Sin ir tan lejos, nunca faltan las desdichas ordinarias, por más que todo vaya razonablemente bien. Por no hablar de sentimientos corrosivos de la felicidad, como la envidia y la insatisfacción, sin los cuales difícilmente funcionaría una sociedad igualitaria y consumista como la nuestra. Si uno estuviera satisfecho con cómo es, con lo que tiene, y no deseara otras cosas que tienen los demás, la maquinaria social se estancaría. La envidia, de la que ni siquiera se habla, es un sentimiento básico del consumismo, a menudo explotada por los anuncios. La insatisfacción de los consumidores es el motor de la sociedad de consumo. No en vano se habla del estancamiento del consumo como factor de una crisis económica y del consumo como motor de mejoría.
Entonces ¿por qué tanta gente se declara feliz? Este enigma quizá responda a dos razones. Por un lado estaría el hecho de que no reconocerse feliz sería equivalente a reconocerse fracasado, pues la felicidad se ha convertido en una obligación y en la medida del éxito. Por otro lado estaría que la felicidad no se sabe qué es, porque puede ser cualquier cosa que uno diga en un momento dado. La primera razón plantea una cuestión histórico-social acerca de cómo la felicidad ha llegado a ser el leitmotiv de la vida. La segunda plantea una cuestión científica acerca de cómo puede haber una ciencia de algo tan indefinido y que varía tanto dependiendo de cada época, de cada sociedad, de cada persona y de cada momento de la vida.
Es posible que ni siquiera la felicidad sea lo más importante, en tanto que una vida feliz puede ser anodina y una vida llena de sentido no estar exenta de sufrimiento. Más vale ser un Sócrates insatisfecho —decía el filósofo del utilitarismo Stuart Mill— que un cerdo satisfecho. En rigor, de acuerdo con Solón, uno de los siete sabios de Grecia, nadie debiera considerarse feliz en vida, según los reveses que pueden darse en el momento menos esperado, hasta ver cómo concluye o ha concluido. Puede incluso que la felicidad no sea deseable porque acaso sea señal de acomodamiento o de que uno no hace lo suficiente mientras otros alrededor están mal.
Siendo así, lejos de ser obvio, no resulta fácil de entender cómo la felicidad llegó a ser el motivo central de la vida en nuestra sociedad. Se podría pensar que la ciencia de la felicidad permite hoy ese giro-de-la-felicidad. Pero tampoco resulta fácil entender, como se decía, que pueda haber una ciencia de algo tan contingente, que siempre depende del momento y de las circunstancias y que ni siquiera es algo natural y universal. Cuando se habla de la ciencia de la felicidad se está suponiendo y dando a entender que la felicidad es algo natural y universal inscrito en la naturaleza humana. A este respecto, el genoma y el cerebro salen a relucir a menudo, en particular las ya típicas y tópicas neuroimágenes, cuando se habla de «hallazgos» o «revelaciones» de la ciencia. Pero esta invocación científica puede estar enmascarando dos fenómenos igualmente muy propios de la época: la naturalización de los asuntos humanos y el fundamentalismo científico. La naturalización de los asuntos humanos consiste en hacer pasar por natural y universal lo que es histórico, algo bien del gusto del neoliberalismo. Por su parte, el fundamentalismo científico o cientificismo supone tomar la ciencia como la última palabra, poco menos que como la revelación de las verdades antes reservadas a la religión. Naturalización y fundamentalismo científico van de la mano en la psicología evolucionista y la neurociencia, reinas de las ciencias de los fenómenos sociales.